LA VOCACIÓN

La vocación, un carisma importante

El Señor, que "cuenta el número de las estrellas y a cada una llama por su nombre" (Sal 147,4) no podía hacer menos con nosotros sus hijos. Para cada uno tiene un plan, a cada uno dirige una llamada muy singular y concreta y nos podría aplicar las mismas palabras que a Jeremías: "antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía... “(Jr 1, 5). En Jesucristo su Hijo "nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa" (2 Tm 1, 9; Ef 1, 4). He aquí un carisma que cada cristiano debe descubrir.

Todo encuentro con el Señor es una experiencia que nos hace replantear la orientación de nuestra vida: ¿Qué quiere el Señor de mi? ¿Qué camino he de seguir? Descubrir y vivir la propia vocación es de importancia trascendental para acertar a responder en fidelidad a la llamada de Dios y no errar en la orientación de nuestra vida.

El problema de la vocación exige discernimiento, consejo y acompañamiento espiritual. Es preciso poseer unas ideas básicas en lo referente a esta cuestión, que constantemente se está suscitando, ya que en la Renovación Carismática son muchos los que descubren su propia vocación. Unos como laicos: o en el matrimonio, o viviendo como célibes por el Reino de los cielos en medio del mundo, ya sea integrados en una comunidad, en una asociación de fieles o en una sociedad de vida consagrada. Otros: para dedicarse a la actividad misionera, al ministerio sacerdotal o entregarse al Señor en un instituto de vida consagrada.

La vocación en su estado incipiente es una pequeña semilla que irá echando raíces, se desarrollará y adquirirá consistencia hasta definir toda la personalidad, con tal que encuentre el cultivo espiritual adecuado. Es necesario ofrecerle el clima imprescindible, no sólo por parte del sujeto interesado, llamado a una mayor intimidad con el Señor, sino también por parte de la comunidad cristiana que debe cuidar de las vocaciones con especial esmero y delicadeza.

A lo largo de la historia el Señor ha suscitado santos e instituciones para dedicarse a trabajar en este campo. En el momento presente de la Iglesia el Espíritu está haciendo sentir una gran inquietud y necesidad de crear la necesaria pastoral vocacional en todo lo referente a la orientación vocacional a través de cursos, centros vocacionales, delegados diocesanos de vocaciones, y también haciendo tomar conciencia a toda la comunidad cristiana de la responsabilidad que tiene en este aspecto.

Por lo que a nosotros concierne, uno de los mejores servicios que podemos prestar a la Iglesia en orden a la renovación en el Espíritu son las vocaciones que surjan en nuestros grupos y comunidades. En este número queremos llamar la atención para que todos sepamos cuidar un poco esta parcela predilecta de la Iglesia y estemos más atentos a las llamadas del Espíritu: ¿Cómo facilitar el que cada uno descubra y siga su propia vocación? ¿Cómo cuidar de las vocaciones que suscita el Espíritu para la vida consagrada y el sacerdocio?



La vocación del cristiano


por Vicente Hernández Alonso

Vicente Hernández Alonso es Sacerdote Operario y lleva años dedicado a la pastoral vocacional como miembro del equipo del Instituto Vocacional Maestro Ávila y de la Revista SEMINARIOS, desde donde se organizan cursos de orientación y animación vocacional y trabaja también en la formación de las vocaciones para el Sacerdocio.


l. - La vocación vista desde el plan de Dios

1.- Origen de la vocación: Dios nos llama a ser hijos.

La fe cristiana enseña que en el origen del hombre está Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, con capacidad para conocer y amar a su Creador (Cf. Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes -GS- n.12). No somos, pues, producto del azar, sino que Dios tiene un plan de amor para nosotros. "El nos eligió en Cristo -antes de crear el mundo - para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. El nos ha destinado... a ser sus hijos" (Ef 1, 4-5).

Por eso dice el Concilio: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios... Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador" (GS 19).

Esa es, pues, la vocación del hombre de acuerdo con la fe cristiana. Y no del hombre tomado en general, como humanidad, sino de cada hombre. Como resalta el papa Pablo VI: ?"En el designio de Dios cada hombre es llamado a un desarrollo, porque cada vida es vocación" (Populorum Progressió, 15). El cristiano puede descubrir entonces que aquellas preguntas que están en el hondón de su ser -¿quién soy yo? ¿Qué he de hacer de mi vida? han sido puestas allí por su Creador, quien, por otra parte, es el único que puede darles respuesta. La Iglesia a su vez "sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos" (GS 21).

Preguntarme quién soy yo es tanto como buscar a mi origen y mi hacedor. Y si se me hace entender que soy hijo de Dios, es como empezar a descubrir que ese regalo misterioso que soy yo mismo es desbordantemente maravilloso, algo que con dificultad sabré comprender y valorar.

Ser y obrar son realidades inseparables en el hombre. Si nuestra vocación es ser hijos, la segunda pregunta (¿qué hacer de mi vida?) tendría en principio una fácil respuesta: actuar como hijos de Dios, obrar en consecuencia.

Sin embargo, en la realidad de nuestra vida ese es nuestro problema: concretar mi vocación de hijo de Dios desde mi vida singular y desde mis circunstancias históricas. Porque mi experiencia me dice que yo soy en mi mundo concreto, en mi historia, soy con los demás y con las cosas. Así, pues, la pregunta queda sustancialmente en pie: ¿para qué me llama Dios a mí aquí y ahora? A su vez esta cuestión nos remite a otra previa: ¿cómo me llama?, es decir, ¿cómo me hace entender que me llama para esto o para lo otro?, pues es claro que Dios no acostumbra a escribir cartas ni a llamar por teléfono.

Vamos a remitirle estas preguntas a la Escritura, ya que los creyentes la entendemos como Palabra de Dios para nuestra salvación. A ver cuál es su respuesta.

2. La vocación es misión.

En vano buscaremos en la Escritura un tratado sistemático sobre la vocación al modo de los libros de ciencia modernos. En cambio sí encontraremos sin dificultad multitud de narraciones vocacionales concretas. Dios llama en primer lugar al pueblo para ser su pueblo. Y llama también a individuos concretos. De casi todos los personajes decisivos en la historia de la salvación, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se nos narra la llamada que les hizo Dios (1). Leyendo, pues, y comparando estos relatos, podremos saber en qué consiste la vocación, para luego hacer una aplicación a nuestra propia vida.

Un aspecto coincidente en todos estos relatos es el sujeto de la llamada: Dios (Yahvé en el AT, Jesús y el Espíritu Santo en el NT). El objeto de la llamada, en cambio, es siempre el hombre. Por eso, en buena lógica, no deberíamos decir, “tengo" vocación, sino más bien "padezco" vocación, es decir, soy llamado.

Por otra parte, es sorprendente y resulta capital descubrir en esas narraciones que las expresiones claves, situadas en el centro del relato, no identifican la vocación con la llamada sino, más bien, con la misión, con el envió. A Moisés le dice Yavé: "Y ahora, anda, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo" (Ex, 10). A Gedeón: "Vete, y con tus propias fuerzas salva a Israel de los madianitas" (Jueces 6. 14). A Jeremías: "Adonde yo te envíe irás, lo que yo te mande lo dirás" (Jer 1, 7). Por su parte a María le dice el ángel: "Concebirás y darás a luz un hijo" (Lc 1, 31). Y Jesús a los discípulos: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo" (Jn 20, 21); 'Id por todo el mundo anunciando el evangelio" (Mc 16, 15).

Todas estas expresiones están en tono imperativo, como queriendo decir que Dios tiene mucho interés en que se cumpla esa misión. Por eso y para eso llama. Si no existiera esa misión que cumplir, no tendría sentido llamar. Al hombre le toca sencillamente obedecer, aceptar agradecidamente: "He aquí la esclava del Señor". Siente, no obstante, que la misión es desproporcionada a su condición, que le desborda totalmente. Por eso Moisés aduce que tiene dificultades para hablar, Jeremías, que es un niño; María, que no conoce varón; Isaías, que es un hombre de labios impuros. Pero la respuesta del Señor es siempre la misma: "Yo estaré contigo”.
Según esto, vemos cuán lejos está la visión bíblica de la idea vulgar de vocación extendida en nuestra cultura y que recogen los diccionarios: inclinación hacia algún estado o profesión. La idea teológica medular de la Biblia, en cambio, es el envío de Dios. Un envío que en muchas ocasiones va en contra de los planes y de la voluntad del enviado. Moisés no quiere ir al Faraón, a Pablo se le vuelve el proyecto del revés y Jeremías, el eterno protestón, llegó a maldecir sus días, aunque nada puede hacer contra el poder seductor de Yahvé.

En la actualidad decimos con frecuencia: busco una vocación para realizarme como persona. Cuando, desde una mentalidad bíblica, habría que decir: trato de encontrar la misión que Dios quiere encomendarme. La misión es la finalidad, y su ejecución será la que nos realice como personas y nos dé plenitud.

Esto mismo es ya adelantar otro aspecto que dejan claros muchos de estos relatos: la vocación no se queda en lo exterior de la persona, sino que afecta a su misma entraña. Dios, para enviar, capacita y transforma "Yo estaré contigo" no se pronuncia en vano. A Isaías un ascua encendida le purifica los labios. Jeremías oye estas palabras: ''Antes de salir del seno materno te consagré". Y María: "El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra”. En cuanto a los discípulos, junto con el envío, les dice Jesús: "Recibid el Espíritu Santo". Algunos de los llamados incluso cambian de nombre con la llamada Abram-Abraham, Simón-Pedro, Saulo-Pablo. ¡Tan decisivo es el acontecimiento para su persona!

Así, pues, desde la visión bíblica, ser y misión se abrazan estrechamente. Las dos preguntas existenciales de base, quién soy y qué he de hacer, difícilmente se pueden deslindar cuando Dios llama. O, dicho de otra manera: el envío de Dios les da respuesta simultáneamente.

Por consiguiente, se podría decir, en resumen, que Dios es el que llama y al llamar consagra y envía.

Hasta ahora, hemos visto cuál es el origen y la sustancia de la vocación. Nos quedan aún pendientes aquellas cuestiones más próximas y más "prácticas" para nosotros: cómo llama y para qué llama Dios.

3. ¿Cómo llama Dios?

Si seguimos analizando los relatos bíblicos de las vocaciones individuales, veremos que la llamada y el envío, en todos los casos, se inscriben en un marco histórico plagado de circunstancias personales y sociales. El llamado es siempre un individuo concreto, de carne y hueso, con unas características muy singulares, que se mueve -como cualquier hombre- entre personas muy próximas -familiares, amigos, enemigos, clan, pequeña comunidad...- y en un pueblo que está viviendo una fase singular de su propia historia. Sería interminable aducir todos los datos a este respecto. Recordemos, no obstante, algunas constantes, por lo que pueden tener de significativas para nuestro propósito.


Así, cuando le llega la vocación a Moisés, el pueblo de Israel está en situación de esclavitud, realizando trabajos forzados. Gedeón vive en un momento en que su pueblo se ha entregado a la idolatría y además sufre el constante hostigamiento de los madianitas, que les destruyen las cosechas. En tiempos de Jeremías, el profeta contempla cómo Israel vive alejado de Yahvé y amenazado por "los pueblos del norte". Cuando Jesús llama a sus discípulos está necesitando “pescadores de hombres"; él no alcanza a anunciar a todos la buena noticia. En el caso de Matías, hay que llenar el hueco dejado por Judas. Por su parte Los Siete son elegidos porque había surgido un serio problema a propósito de la distribución de suministros en la primera comunidad. Y así podríamos seguir.

No es difícil adivinar lo que estos datos nos sugieren. Dios llama porque existe en el pueblo o en la comunidad una necesidad concreta que a él no le es indiferente "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos", (Ex 3, 7). Y no sólo llama por ese motivo, sino que llama, está llamando, en esa necesidad, a través de esa necesidad. La situación se hace "sacramento", manifestación de la voluntad de Dios cuyos deseos son "que todos los hombres se salven". Cuando Jesús quiere inculcar a sus oyentes la forma que utiliza Dios para llamar, les cuenta la Parábola del Samaritano o les describe el juicio final (“Tuve hambre y me distéis de comer...”).

Quizá la narración más ilustrativa en este sentido sea la de Gedeón. El está escondido en el lagar trillando a látigo por miedo a los madianitas y medita la situación. Ha oído a sus mayores los prodigios de Yahvé para con su pueblo cuando los sacó de Egipto. ¿Por qué los tiene ahora abandonados? Desde esa situación Yahvé le va haciendo entender que con sus "propias fuerzas" puede salvar a Israel. Comprende Gedeón que la voluntad de Dios para su pueblo no puede haber cambiado: sigue deseando su liberación. Pero le necesita a él, a Gedeón, como antes necesitó a Moisés. Por eso llega a convencerse -sin duda a lo largo de un proceso- que detrás de su empresa estará Yahvé (“Yo estaré contigo”). el cual no puede abandonar a su pueblo, y que por consiguiente puede aventurarse a pesar de sus limitaciones.

Otras muchas circunstancias aparecen en los relatos mencionados que contribuyen a la toma de conciencia de la llamada de Dios hasta identificarse con la misión. Pero hemos de destacar también, y de manera especial, la actuación de las personas que rodean al llamado. En este aspecto los relatos del NT son más explícitos. Por ejemplo, Juan Bautista indica a sus discípulos quién es el Mesías cuando Jesús pasa. Jesús recibe a Andrés, el cual le presenta a su hermano Simón. Felipe es llamado por Jesús y en seguida va a buscar a su amigo Natanael. Pablo necesita de Ananías y Bernabé. A Matías lo elige la comunidad y otro tanto puede decirse de Los Siete. No cabe duda, por tanto, de que las personas, con su testimonio, su acompañamiento, su invitación -también otras con su oposición, como muestran algunos relatos-, o la comunidad con su llamada expresa, son también un medio a través del cual Dios va dando vocación.

Por lo demás, esta es la experiencia concreta de todos los que viven su vocación desde la fe. Cuando le preguntamos a una persona -casada, religiosa, sacerdote, profesional...- qué entiende por vocación, de ordinario responden narrando su vocación. Es decir, hacen historia de salvación y nos van señalando los momentos, las situaciones, los acontecimientos, los encuentros con personas a través de los cuales han ido entendiendo cuál era la voluntad de Dios para con ellos.


4. El lenguaje de las mediaciones

Aunque dejemos por un momento el hilo de los relatos, convendría detenernos un poco en este punto para inscribir en un marco más amplio lo que nos van sugiriendo, pues en realidad apuntan a la estructura misma de nuestra fe cristiana.

A Dios no lo ha visto nadie. Las pretensiones del hombre de encontrarse directamente con él siempre han conducido y conducen al puro fracaso. Es su iniciativa la que posibilita el encuentro. Y para ello él idea un camino indirecto, adecuado a nuestra condición de seres que, aunque hechos a imagen de Dios, somos naturaleza y somos historia.

-Dios crea un primer nivel de encuentro con él que es el mundo. El mundo, como obra salida de las manos de Dios, puede hacerse para nosotros sacramento del encuentro con él, puede trans?parentarnos a Dios. Nuestra misma condición física, nuestro cuerpo, el ser varón o mujer, puede ser ya un lugar de encuentro con Dios, una llamada, una vocación. Habrá por eso, sin duda, una vocación masculina y una vocación femenina. Por otro lado, toda la naturaleza, todo lo físico y material, a la vez que nos transparenta a Dios, nos llama para que realmente l1egue a ser transparencia de Dios, para que sea según Dios quiere que sea. No es extraño, por tanto, ver ya aquí una esfera de vocación para el hombre: en el dominio del mundo, en su ordenación y desarrollo según Dios, tienen lugar múltiples profesiones de los hombres, que son auténticas vocaciones de Dios, misiones que Dios encomienda.

-Al crear Dios a la humanidad, establece otro nivel de encuentro con él. Los hombres y la historia de los hombres, con las relaciones sociales y políticas y todo el tejido que constituyen, también pueden ser para nosotros "lugar" de encuentro con Dios donde percibir la vocación. Sobre todo si partimos de que el hombre es hecho a imagen de Dios y sabemos los planes que él tiene para la historia humana. Aquí se nos abre, por tanto, un campo inmenso donde percibir la llamada de Dios y a la vez donde realizar la misión en las infinitas posibilidades de servicio al hombre.

-Dentro del mismo transcurso de la Historia, Dios se elige un pueblo con el que establece una Alianza, vocación de Dios al pueblo para que sea su Pueblo y a la vez respuesta del pueblo que realmente se hace Pueblo de Dios. Los mismos hechos de su historia, la Ley, las fiestas, los ritos, los sacerdotes, los profetas... se constituyen en lenguaje de Dios para con su Pueblo y del Pueblo para con su Dios.

-Por fin, en "la plenitud de los tiempos", Dios se encuentra con el hombre y da vocación al hombre en Jesucristo. El autor de la carta a los Hebreos reconoce que anteriormente Dios había hablado ya de muchas maneras a los hombres; ahora lo hace por su mismo Hijo (Cf. l, 1-2). El es el verdadero sacramento de encuentro con Dios. Todo lo que pueda hablarnos de Dios, transparentamos a Dios, ser palabra-mensaje de Dios, apunta a Jesucristo, se vincula a El y es asumido por El. En síntesis, la carta a los Hebreos nos dice que El es el único mediador entre Dios y los hombres.

-Por eso, cualquier vocación-misión que reciba el hombre de parte de Dios, pasa por Jesucristo. El es el enviado del Padre -así lo llama S. Juan y el consagrado por el Espíritu Santo, que posee en plenitud. El da cumplimiento perfecto a la vocación-misión encomendada por el Padre, el cual le otorga "Un nombre sobre todo nombre". De esta manera Cristo, “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). El cristiano por lo tanto, al conformarse con la imagen de Cristo, "primogénito de muchos hermanos" (Rom 8, 29), no puede tener otra vocación-misión que la de Jesús. Se puede decir incluso que "esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación del hombre en realidad es una sola" (GS 22).

-Así, pues, tendremos que pasar a través del mundo en que vivimos, a través de los hombres que nos rodean y de su historia concreta, a través del Pueblo de Dios -hablaremos en seguida de la Iglesia- y a través de Jesucristo, llave, centro y fin de toda la historia humana (Cf. GS 10), si queremos descubrir nuestra vocación, es decir, la misión a la que Dios nos destina, pues ese es el lenguaje que Dios emplea. Un lenguaje que podríamos llamar el lenguaje de las mediaciones y que necesita unos sentidos despiertos para ser percibido. El que para descubrir su vocación se quedase sentado esperando la llamada directa de Dios, ciertamente le sorprendería la muerte en esa postura sin haber oído nada.

Pero prosigamos con los relatos bíblicos para no perder el fundamento y el hilo de nuestra reflexión.

5. Para qué llama Dios.

Citando de nuevo a los personajes antes mencionados, el "para qué" de su vocación quedaría expresado en una breve frase. "Para que saques de Egipto a mi pueblo" (Ex 3, 10), se le dice a Moisés. A Gedeón: "Salva a Israel de los madianitas" (Jue 6, 14). Y a Jeremías: "Hoy te establezco sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar" (Jer 1,10). María a su vez oye del ángel: "concebirás y darás a luz un hijo" (Le 1, 31). En la elección de Matías necesitan a uno "para que, en este ministerio apostólico, ocupe el puesto que dejó Judas "(Hech 1, 25). Y en el caso de los Siete, dicen los Apóstoles: "No nos parece bien descuidar la Palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros... y los encargaremos de esta tarea" (Hech 6, 2-3).

Quizá sea a esto a lo que más claramente responden las narraciones. En el "para qué", en la finalidad de la vocación, nunca encontramos a la persona del llamado, sino a la comunidad o al pueblo en situación de necesidad. Tratar de remediar la situación concreta es siempre el objetivo de la llamada.

Profundizando un poco más en la finalidad de estas vocaciones, percibimos, de manera especialmente clara en el Antiguo Testamento, como dos direcciones. Por una parte, la liberación de la esclavitud o de la opresión, que queda de manifiesto en las citas anteriores. Por otra, la comunión de los hombres entre sí y con Dios. Efectivamente, Moisés no sólo saca a Israel de Egipto, sino que lo forma como pueblo y establece la Alianza con Yahvé. Gedeón destruye el altar de Baal y tala el árbol sagrado, construyendo a cambio un altar a Yahvé. En el relato de la vocación de Jeremías aparecen estrechamente vinculadas la idolatría del pueblo y la amenaza de invasión de los pueblos del norte. Por lo demás, esto es casi una constante en todos los profetas.

En Jesucristo, esta doble dimensión de la vocación de Dios se realiza de forma total. La acción de Jesús se nos muestra en los relatos evangélicos como un pasar liberando a los hombres concretos del peso de la Ley, del pecado, de la enfermedad, de la muerte. El amor de Dios, del que él es encarnación, siempre libera y salva. Por otra parte, su muerte y resurrección desde el primer momento es interpretada en el Nuevo Testamento como un poner en paz a los hombres entre sí y con Dios, como la verdadera Alianza que habían soñado los profetas del Antiguo Testamento.

Así, pues si la vocación- misión de Jesús es un servicio de liberación y de comunión, está claro que la vocación-misión de quienes se incorporan a El no podrá ser otra cosa sino un servicio de liberación y de comunión en los niveles antes indicados: a nivel mundo, a nivel humanidad y a nivel Pueblo de Dios. Y esto nos está invitando a que pasemos a considerar la vocación en la Iglesia, en la comunidad de los incorporados a Jesucristo.


II. - La vocación en la Iglesia

A) Servicios y carismas

Cristo en su humanidad es el sacramento visible de la salvación de Dios. Después de su resurrección, la misma ley de la Encarnación exige una mediación corporal que prolongue la acción de Jesús. Por eso "a sus hermanos congregados de entre todos los pueblos los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu" (Constitución dogmática sobre la Iglesia "Lumen Gentium" -LG- n.7). Los que integran este cuerpo saben que él es "el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz "; de ahí que la Iglesia se constituya de tal forma que sea "para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera y a la vez "instrumento de redención universal" (LG 9). De esa manera puede hacerse posible que "lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto a todos en el curso de los tiempos" (Decreto "Ad Gentes", 3).

Así, pues, la vocación-misión de la Iglesia se identifica con la del mismo Jesús. ?Esa vocación puede sintetizarse en el término "evangelización". Y, así, Pablo VI, recogiendo el pensamiento de los padres del sínodo sobre la evangelización, nos dice:
"Nosotros queremos confirmar un vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia... Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda" (Exhortación Evangelii Nuntiandi. 14).

Vemos que en estas palabras del papa se identifica vocación con misión y misión con identidad, con el ser mismo. Pues he aquí la vocación de la Iglesia, es decir, de todos los creyentes. No podemos caer en la opinión trasnochada de identificar Iglesia con jerarquía y aplicarle a ésta en consecuencia esa vocación.

Si algo nos ha dejado claro el Concilio Vaticano II es la idea de Iglesia como pueblo de Dios. Y ese "Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: un Seño, una fe, un bautismo (Ef 4, 5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de filiación, común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad... Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores de los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo" (LG 32).

1. Puesta en acción de la misión de Jesús.

La comunidad de los primeros cristianos se pone en marcha como Iglesia dispuesta a continuar la obra de Jesús. Esa obra la va llevando a cabo de acuerdo con las circunstancias. Y no le preocupa fundamentalmente la estructura, sino la misión. Para realizarla va adoptando diversos servicios y promoviendo personas de acuerdo con las necesidades que le salen al paso. No podemos hacer aquí un estudio de cómo se fue realizando todo esto según el testimonio que nos da de ello el Nuevo Testamento. Recordemos simplemente uno de los pasajes de los Hechos de los Apóstoles que nos resume la vida de la comunidad:

"Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida en común, en la fracción del pan y en las oraciones... Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno" (Hech 2, 42.45).

Este sencillo texto viene a resumir las líneas de actuación que la Iglesia va concretando: el testimonio-palabra (“martiriar”), el servicio a los necesitados ("diakonia "), la unidad (“koinonia”) y la fracción del pan y oración ("leíturgia”).

No es de extrañar que sea así, pues en realidad esto resume la actuación salvadora de Jesús. A El se le da el título de Profeta porque lo es por excelencia. El profeta transmite la Palabra de Dios; Jesucristo es la misma Palabra de Dios hecha carne. Se le llama también Rey porque Dios "le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble" (Fil 2, 9-10):;pero para llegar a esto antes "se despojó de su rango y tomó la condición de siervo" (Fil 2. 7). Como Siervo pasó acercándose a todos los necesitados y se situó en medio de sus discípulos "como quien sirve". Se le denomina igualmente Pastor que congrega y cuida el rebaño; su muerte reúne "a los hijos de Dios dispersos" (Jn 11, 52). Y se le denomina Sacerdote porque su vida fue un "aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad"; porque fue el verdadero adorador del Padre "en espíritu y en verdad" al ejercer su misión de Profeta, Siervo y Pastor, pasando incluso por la muerte.

Cristo confía su misión a los Apóstoles, quines a su vez se procuran sucesores. Los Obispos "por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes, conservan la semilla apostólica" (LG 20). Por eso "de modo visible y eminente hacen las veces del mismo Cristo. Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo" (LG 21). No es que acaparen la misión de Jesús, sino que encarnan visiblemente todas las dimensiones de su ministerio de un modo colegial. Efectivamente: "Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles" (LG 22).


Testigos

En comunión con los obispos, a todos los cristianos incumbe actualizar todas las dimensiones de la misión de Jesucristo. Así, todos están obligados a ejercer la "martyria ", a ser profetas con el testimonio y con la palabra.

Y dentro de esta dimensión aparecen diversidad de servicios. Enumeremos algunos que todos podemos reconocer en la Iglesia de hoy: la predicación, la enseñanza de la religión, la catequesis, la enseñanza de la teología, el comentario de la Palabra de Dios, las publicaciones de inspiración cristiana (libros, revistas, periódicos...), el teatro, el cine, la televisión, en cuanto vehículos del mensaje de Cristo, la dirección espiritual, la exhortación, el consejo, el discernimiento. la enseñanza cristiana en toda su amplitud, el testimonio con las obras cotidianas, el diálogo con los no creyentes, el anuncio misionero a los no cristianos, etc.


Servidores

Lo mismo se puede decir con respecto a la "diakonia". Todos los cristianos hemos de ser servidores, siervos al modo de Jesús, para hacer realidad aquello de la comunidad de Jesuralén: que ninguno pasaba necesidad. Y también en esta dimensión de la vocación de Cristo encontramos multitud de servicios, que se van decantando en cada comunidad según sus propias necesidades y las de su entorno: asistencia a enfermos, a ancianos, a huérfanos, a drogadictos..., servicios para remediar el hambre, para promover el desarrollo y la justa distribución de la riqueza, administración de bienes en las comunidades, etc.

Decíamos que el obispo encarna sacramentalmente a Cristo servidor. Por eso el Concilio recuerda a cada uno que tenga siempre ante los ojos el ejemplo de Jesús, "que vino no a ser servido sino a servir" y que trabaje "con todas las obras de caridad tanto por ellos (sus fieles) como por los que todavía no son de la única grey" (LG 27). Pero los obispos "han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia" (LG 28), en concreto, a los presbíteros y a los diáconos, a quienes se confiere el mismo sacramento del orden para poner de manifiesto facetas particulares,

La persona que ejerce el diaconado en medio de la comunidad, es signo sacramental de Cristo Siervo y de la condición servidora de la Iglesia. Como dice la carta apostólica de Pablo VI "Ad Pascendum", el diácono es: "Animador del servicio, o sea, de la díaconía de la Iglesia, en las comunidades cristianas locales, signo o sacramento del mismo Cristo Señor, el cual no vino a ser servido sino a servir". Así, pues, por una parte representa a Cristo Siervo y a la comunidad servidora -en cuanto que la Iglesia es Cuerpo de Cristo-; por otra, es animador de la comunidad para que se haga de hecho servidora en las circunstancias concretas como Iglesia local.

El Concilio decidió que pudiera restablecerse el diaconado como ministerio permanente y no sólo como paso obligado hacia el presbiterado (Cf. LG 29). Desde entonces, las conferencias episcopales lo han ido estableciendo en muchos países, ordenando a varones casados o bien a solteros con la obligación de permanecer célibes después de ser ordenados. En varias diócesis españolas trabajan ya estos diáconos permanentes.


Agentes de comunión

La "koinonia”, o servicio de la unidad, es otra dimensión de la vocación de Jesucristo que corresponde a todo cristiano llevar a cabo. Aunque pudiera pensarse en principio que esto debería ser obra de la jerarquía, sin embargo todos han de velar por la unidad del Cuerpo, sin perjuicio del desempeño de su propia función (Cf. 1 Cor I2). Y también esto genera servicios y tareas específicas dentro de la comunidad. Así, nos encontramos con los que son puestos al frente de pequeñas comunidades cristianas, los superiores y superioras en las comunidades religiosas, los abades y abadesas, los padres y madres dentro de la familia, los llamados jueces y embajadores de paz, el “hombre bueno" que media en los conflictos, los que trabajan en el diálogo interconfesional, etc.

Pero también en esta dimensión nos encontramos con el misterio "encomendado legítimamente" por el obispo y que se hace signo sacramental del Cristo que hace la unidad, es decir, de Cristo Buen Pastor y de Cristo Cabeza del Cuerpo. Y también aquí hemos de decir que quienes lo ejercen no sólo son signo y representan a Cristo Buen Pastor y a la Iglesia como hacedora de la unidad -sacramento de comunión-, sino que además están al servicio de la Iglesia para que realmente sea una.


Sacerdotes

Finalmente, el cristiano ejerce también la "leiturgia" al participar del sacerdocio de Jesucristo. Pero, como ya indicábamos más arriba, el sacerdocio de Cristo no es tanto una dimensión aparte de su obra salvadora cuanto la expresión o el resultado de la misma. Es decir, su vida y su obra se ajustan de tal modo a la voluntad de Dios Padre, que resultan un culto perfecto, la auténtica alabanza, la ofrenda incomparable. Así también "los bautizados son consagrados por la generación y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales... Perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios" (LG 10).

Toda obra del hombre cristiano, por tanto, es ejercicio de su sacerdocio. Y, en consecuencia, el ejercicio de las dimensiones de la misión anteriormente mencionadas constituyen la verdadera "leiturgia" cristiana. Esto se expresa en la oración y en la celebración de los sacramentos, o sea, en la asamblea litúrgica, donde cada uno tiene su puesto en consonancia con su misión en la Iglesia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía.

En este sentido dice el Concilio hablando de los laicos: "Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (Cf. I Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor" (LG 34).

También en la asamblea litúrgica se hace necesaria la aportación de todos y por consiguiente aparecen servicios diversos: el servicio de la presidencia, del lector, del acólito, de la acogida, de la animación de la oración, del canto, del comentario de la Palabra, etc.


2. Los dones diferentes del Espíritu

Así, pues, la Iglesia, constituida Cuerpo del Señor por el Espíritu, participa de su ser y de su misión en todas las dimensiones indicadas. Ahora bien, no todos podemos hacer todo, debido a nuestra propia limitación humana y a que existen dones diferentes en los fieles. Por consiguiente, la vocación del cristiano, que en principio se identifica en toda su amplitud con la misión de Jesús, puede y debe concretarse en ministerios o servicios especiales, pues en la Iglesia existe unidad de misión pero en servicios diversificados "Esta diversidad de servicios en la unidad de la misma misión constituye la riqueza y la belleza de la evangelización" (Evangelii Nuntiandi, 66).

San Pablo nos ilustró maravillosamente esa condición de la Iglesia como comunidad de servicios al definirla como un Cuerpo en el que existen diversidad de miembros (Cf.1Cor I2; Rom 12, 3-8;Ef 4, 7-16). Es el mismo Espíritu el que reparte todos los carismas, que se ordenan al bien del conjunto. El Concilio lo expresa de esta manera: "El mismo conforta constantemente su cuerpo... con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación" (LG 7).

Como puede apreciarse, el Concilio menciona las palabras "ministerios" y "servicios". San Pablo, por su parte, habla de carismas y hace una lista de ellos. En realidad no existe contradicción, pues lo que San Pablo entiende por carisma encierra estos tres aspectos: gratuidad, acción y servicio. Significa carisma "el don de trabajar al servicio de los demás, por la fuerza del Espíritu Santo"(2).

No debemos pensar, por tanto, al hablar de los carismas, en dones extraordinarios y sensacionales. Se trata más bien de dones naturales, porque hay una base natural, y también de dones de la gracia que el Espíritu utiliza para la construcción del cuerpo. Así, pues, en estas condiciones, los principales carismas se convierten en servicios en la Iglesia (3). No obstante, el Espíritu puede repartir también gracias especiales y dones extraordinarios, siempre para bien de la Iglesia, la cual juzgará de su autenticidad. Pero estos "dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólicos (LG 12).

Quizá desde los primeros tiempos del cristianismo no haya habido en la historia de la Iglesia una conciencia tan clara y unas realidades tan concretas acerca de la responsabilidad de todos los miembros en la misión como la que existe en nuestros días. En todos los continentes las iglesias han ido dotándose de servicios diversos para hacer frente a las necesidades de cada comunidad, sabiendo aprovechar los diferentes dones.

Esto no se debe sobre todo, aunque también, a la escasez de curas, sino fundamentalmente a la nueva conciencia que la Iglesia ha tomado de sí misma a partir del Concilio, entendiéndose toda ella como un cuerpo ministerial. Basten como ejemplo estas palabras: "Los cristianos tienen dones diferentes. Por ello deben colaborar en el Evangelio según sus posibilidades, facultad, carisma y ministerio. Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan, los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa, a fin de que "buscando unidos el mismo fin libre y ordenadamente", dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia" (Ad Gentes 28).

3.- Ministerios y servicios laicales.

Esta mentalidad de la Iglesia del Vaticano II se ha ido encauzando en la práctica a través de los que se han denominado ministerios y servicios laicales. En el año 1972 Pablo VI publica el motu propio "Ministeria Quaedam". A partir de él se abre a laicos varones la posibilidad de ser instituidos en los ministerios de lector y acólito, anteriormente concebidos como simples pasos hacia el presbiterado.

Esto constituye un paso decisivo en cuanto que supone el reconocimiento de que también los laicos pueden ejercer ministerios en la Iglesia. El mismo Pablo VI lo expresa así más tarde: "Es cierto que al lado de los ministerios con orden sagrado... la Iglesia reconoce un puesto a ministerios sin orden sagrado pero que son aptos a asegurar un servicio especial en la Iglesia" (Evang. Nunt. 73). Esto se justifica, según el mismo Pablo VI, mirando a los orígenes de la Iglesia y atendiendo “a las necesidades actuales de la humanidad y de la Iglesia" (Ibid.).

No han tenido mucho éxito en la práctica, al menos hasta el momento, los ministerios del lector y del acólito. Sí han ido proliferando por todas partes, en cambio, otros muchos servicios laicales en la línea de los apuntados en las diversas dimensiones de la misión de la Iglesia, que además van siendo asumidos indistintamente por hombres y por mujeres. Pablo VI enumera los siguientes: "Catequista, animadores de la oración y del canto, cristianos consagrados al servicio de la Palabra de Dios o a la asistencia a los hermanos necesitados, jefes de pequeñas comunidades, responsables de movimientos apostólicos u otros responsable. (Evang. Nunt.73).

La necesidad de la comunidad y el carisma personal son los dos factores decisivos. En muchos casos estos servicios no se ejercen ya de manera espontánea o informal, sino que existen programas de formación para los mismos. Cuando se ha dado esa preparación y se ha comprobado en la práctica que existe en el sujeto idoneidad, en muchas ocasione tiene lugar un reconocimiento que consiste en la presentación a los fieles de forma oficial-por parte de la autoridad competente- al que va a ejercer el servicio, celebrándose también, a veces, un sencillo rito de instalación.

Hay que decir que en todo esto no existen aún criterios uniformes en la Iglesia universal. Se tiene, por ejemplo, precaución de no establecer a muchos servicios como ministerios instituidos de forma permanente, por temor a que pudiera generarse una especie de clero paralelo. Pero esto no es óbice para que de hecho las iglesias estén fomentando y encauzando esos servicios según sus necesidades. Juan Pablo II en casi todos sus viajes apostólicos dirige alocuciones a los laicos que trabajan en estos ministerios.

En España la experiencia más extendida y que nos resulta a todos más familiar es el servicio del catequista a muy diversos niveles, lo cual responde a la necesidad de mantener y madurar la fe en medio de una sociedad materialista con muchos factores en contra. Pero existen también lectores y acólitos instituidos en algunas diócesis, y otros muchos servicios reconocidos por los obispos y por los párrocos (4). Una prueba palpable de que en España empieza a tomarse con interés este asunto, lo refleja el hecho de que todos 1os vicarios de pastoral de las diócesis españolas lo hicieron objeto de estudio en VIII Reunión (5).


B) Diversidad y complementariedad de las funciones en la Iglesia

Observando el esquema de la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium), podemos comprobar que el primer capítulo habla del misterio de la Iglesia, el segundo, del Pueblo de Dios, y los siguientes se dedican a los fieles que integran ese Pueblo, estableciéndose tres órdenes: los obispos-presbíteros-diáconos, los laicos y los religiosos. En nuestro intento de ofrecer una visión general de la vocación cristiana en la Iglesia, no podemos pasar por alto esta triple dimensión, si queremos situar y valorar de forma adecuada nuestro propio papel dentro de ella.

Hemos de empezar diciendo que esta triple división establece también una triple funcionalidad del ser de la Iglesia. Por consiguiente, estas funciones afectan al ser de los cristianos que las encarnan, aunque, naturalmente, el ser se proyecta siempre en un actuar. Pero ese actuar tendrá siempre unas connotaciones especiales en virtud de la función que cumple el sujeto por su misma condición, por su mismo ser.

Quizás unos ejemplos puedan aclararnos cómo situar la cuestión. Decíamos más arriba que todo cristiano dentro del Pueblo de Dios encarna la misión de Jesús en la dimensión de la "diakonia”. Una concreción de ello puede ser, por ejemplo, la visita a los enfermos. Pues bien, esa acción de visitar a los enfermos puede llevarla a cabo tanto un presbítero, como un religioso/a, como un laico, de forma esporádica o como un servicio permanente establecido en una comunidad determinada. Si nos situamos en al área de la enseñanza como profesión, por poner otro ejemplo, una clase de matemáticas igual puede impartirla un laico que un sacerdote que un religioso/a. Alguien se preguntaría entonces ante esto: si los tres hacen lo mismo ¿dónde está su diferencia?

Los tres, efectivamente, están realizando idéntica tarea en esos ejemplos. Su diferencia, por tanto, ha de establecerse no a ese nivel de las tareas, sino a nivel de las funciones que cumplen en la Iglesia, por su propia condición, aun realizando tareas idénticas en algunos casos.

La función del laico en la Iglesia.

Dios, creador del mundo por su Palabra, corona su obra con el hombre, hecho a su imagen y semejanza, a quien encarga el dominio de la creación. El mundo, por tanto, es don de Dios al hombre, el cual desde el principio lo desfigura por el pecado. Pero Dios, en su misericordia, recrea el mundo por su misma Palabra encarnada, Jesucristo. En su resurrección la humanidad, y con ella el mundo, llega a su plenitud. El, hecho creación, hecho humanidad, e incorporados a El también nosotros, los hombres, hacemos de este mundo morada del Espíritu y de la gloria del Padre, la reunión fraternal y filial del Pueblo de Dios. La Iglesia, por tanto, es el mundo transfigurado en su verdadera figura, el mundo que, viniendo de Dios, vuelve a El como una nueva creación (6).

Por eso la iglesia "trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria" (LG 17). Ese esfuerzo es necesario porque la Iglesia no se identifica, sin más, con el mundo.

Pues bien, los laicos, vinculados a Cristo por el bautismo y la confirmación, testimonian visible y socialmente a Dios Padre que crea el mundo y a Cristo encarnado en el mundo para re-crearlo. Por eso "su vocación especifica los coloca en el corazón del mundo" (Evang. Nunt. 70), y les corresponde "tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos y temporales y ordenándoles según Dios... Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento" (LG 31).

Sobre esta base se sitúan las profesiones como vocación cristiana. Por desgracia la mentalidad común tiende a considerar como llamada y misión de Dios únicamente las vocaciones sacerdotales y religiosas. A veces se llega a ver como vocación en el laico el ejercicio de algún servicio o ministerio laical hacia el interior de la comunidad en la línea de todo lo dicho anteriormente al respecto. Pero la profesión queda de ordinario marginada de la vocación laical. En consecuencia, no existe una preparación específica para ser asumida y ejercida en cristiano como sucede con otras vocaciones en la Iglesia.

Y sin embargo, los profesionales cristianos y en especial los jóvenes que se abren al mundo del trabajo tendrían que saber que sus grandes ideales en este campo se identifican precisamente con la vocación que Dios les da como laicos. Así lo expresa incuestionablemente el Concilio: "Con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción, sean más convenientemente distribuidos entre ellos, y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana" (LG 36).

Al llegar a este punto hemos de hacer mención de los llamados "institutos seculares". La idea de estos institutos es antigua, aunque en realidad se fueron gestando como movimiento espiritual a finales del siglo pasado. No obstante, no adquirieron estatuto jurídico en la Iglesia hasta 1974, al promulgar Pío XII la constitución apostólica "Provida Mater". En ella se los reconoce como sociedades de laicos cuyos miembros permanecen "en el mundo", profesando a la vez los consejos evangélicos (votos de obediencia, pobreza y castidad). Esto en principio parece que tiende a identificarse con la vida religiosa. Pero no es así, pues lo que aquí se acentúa es la secularidad, que les da razón de ser.

Lo entenderemos mejor con estas palabras de Pablo VI a los responsables de estos institutos: "Os encontráis en una misteriosa confluencia de dos poderosas corrientes en la vida cristiana, recogiendo riquezas de la una y de la otra. Sois laicos consagrados como tales por los sacramentos del bautismo y la confirmación; pero habéis escogido acentuar vuestra consagración a Dios con la profesión de los consejos evangélicos, asumidos con obligaciones y con un vínculo estable y reconocido. Seguís siendo laicos, empeñados en los valores seculares propios y peculiares del laicado; pero lo vuestro es una “secularidad consagrada ". (Discurso a los miembros del II Congreso Mundial, 1- X - 72).

Así, pues, en estos institutos se dan cita personas que pueden ocupar muy distintos lugares en la sociedad y ejercer todo tipo de profesiones. Por eso no es normativo para ellos vivir en comunidad. Pero existe entre ellos una comunión espiritual cultivada en encuentros habituales que les estimula a dar sentido a su trabajo y a su presencia como cristianos en medio del mundo.

La función de la vida religiosa en la Iglesia

Decíamos que el laico se sitúa en el corazón del mundo. ¿Y la vida religiosa? Primeramente hemos de decir que no es un estado intermedio entre la jerarquía y el laicado, sino un don particular del que pueden participar tanto laicos como presbíteros (Cf. LG 43). Por eso se sitúa en la Iglesia "en la línea de los carismas y, más exactamente, en el dinamismo de esa santidad que es la vocación primordial de la Iglesia" (Juan Pablo n. Alocución a los religiosos. Saulo Paulo, 3-VII-80).

Pero el que se sitúe en esa línea de lo carismático no quiere decir que sea algo accesorio en la Iglesia. El Concilio indica que pertenece de manera indiscutible a su vida y santidad (Cf. LG 44). Y por su parte Juan Pablo II dice: ''Es necesario reafirmar con fuerza que dicha vocación religiosa pertenece a la plenitud espiritual que el mismo Espíritu Santo suscita y plasma en el Pueblo de Dios" (Discurso a los Superiores Generales, 24-XI-78).

El fundamento de la vida religiosa es la consagración a través de los votos públicos de pobreza, castidad y obediencia. "Jesús vivió su consagración precisamente como Hijo de Dios; él se hizo dependiente del Padre, amándole por encima de todo y entregado completamente a su voluntad. Estos elementos de su vida de hijo son compartidos por todos los cristianos. A algunos, no obstante, Dios les da, para bien de todos, el don de seguir a Cristo más de cerca en su pobreza, en su castidad y en su obediencia, a través de una confesión pública de estos tres consejos, recibidos por la Iglesia. Esta profesión, hecha para imitar a Cristo, es el signo de una consagración particular que se enraíza en la del bautismo y la expresa en plenitud... Tal consagración es un don de Dios: una gracia dada gratuitamente" (7).

¿Supone esto de principio "más santidad" en quien asume este estado de vida? La pregunta no está de más, porque muchos cristianos se la hacen e incluso se piensa a veces que el que verdaderamente quiera ser santo ha de hacerse religioso. A esto nos responde el Concilio: "Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios... Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios”. (LG 41). Y más adelante: "Quedan invitados y aun obligados los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado" (LG 42).

¿Cuál es, pues, la función de la vida religiosa en la Iglesia? Si el laico es signo de que el mundo creado por Dios Padre y entregado a los hombres ha de ser recreado, la vida religiosa por su parte cumple la función de ser signo en la Iglesia "de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas” (LG 31). Es decir, la vida religiosa recuerda a la Iglesia de modo permanente cómo se ha de transformar el mundo. Y, además, hacia dónde se dirige el mundo transformado, o sea, la Iglesia, cuál es su fin. Los religiosos y religiosas testimonian "la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo" y prefiguran "la ?futura resurrección y la gloria del reino celeste" (LG 44). El mundo llega a su plenitud en la resurrección de Cristo y a eso ha de tender. Por eso los religiosos son un signo de la humanidad nueva inaugurada con la resurrección de Jesús, un signo que nos está anticipando la resurrección de todo y de todos.

¿Cómo realiza esa función la vida religiosa? Con la propia vida, mediante su propio estado. La consagración radical a Dios de forma pública es expresión elocuente de que todo ha de someterse a El, que es el Absoluto. Cristo se sometió totalmente a Dios y eso le lleva a la resurrección, al hombre perfecto.

Ese someterse por entero a Dios se expresa en los tres grandes niveles de la vida del hombre: el tener, el amor y el poder (los bienes, los afectos y la autonomía). Cristo, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, despojándose de sí mismo y no teniendo donde reclinar la cabeza. Amó con un corazón indiviso y universal hasta el fin. Vino a hacer la voluntad de Dios Padre y la cumplió haciéndose obediente hasta la muerte (8). Esa es la obediencia, pobreza y castidad de la que los religiosos quieren ser testimonio en la Iglesia.

¿Quiere esto decir que ellos son los únicos pobres, castos y obedientes en la Iglesia? De ningún modo. Ellos recuerdan a todos: que han de ser así, cada cual en su puesto, para llegar a la humanidad nueva inaugurada por Jesús. Recuerdan a los miembros de la Iglesia, e incluso a todos los hombres, que el bien absoluto es Dios y que los bienes de la tierra no pueden ocupar su puesto sino que han de ordenarse según Dios (ellos lo tienen todo en común; y así debería ser en la humanidad; y así será en el mundo futuro) -voto de pobreza-. Recuerdan a todos: que quien llena el corazón del hombre es Dios, que todo amor para serlo en verdad ha de participar del amor de Dios, que todos hemos de amarnos por encima de los lazos de la carne y de la sangre (ellos viven en fraternidad y el mundo futuro será fraternidad) -voto de castidad-. Y nos recuerdan también a todos: que el Señor Absoluto es Dios, que toda otra obediencia absoluta es idolatría y esclavitud, que el verdadero poder y la verdadera libertad no consisten en someter sino en servir (Ellos viven tratando de buscar juntos la voluntad de Dios y liberados de ataduras que no les dejarían estar disponibles. Y la vida futura será libertad en Dios) -voto de obediencia.

De lo dicho se desprende que la vida en común es un elemento esencial de la vida religiosa como marco donde vivir la pobreza, la castidad y la obediencia. De esa manera los religiosos nos están recordando que la Iglesia está llamada a ser comunidad en el Espíritu; que la salvación del mundo supone la reunión de los hijos de Dios en el Reino; que esto es realizable para cualquier grupo humano por la gracia del Espíritu y la propia colaboración (9).

Mencionemos, por fin, un último aspecto importante de la vida religiosa: la misión evangélica. Ya señalamos con anterioridad que Dios consagra para enviar, como en el caso de Jesucristo. La consagración religiosa tiene necesariamente una dimensión misionera. Hay institutos religiosos que son puramente contemplativos. El testimonio de su vida es ya un servicio inapreciable a los hombres y puede tener de por sí una gran fecundidad apostólica. Otros institutos tienen diferentes objetivos apostólicos en la Iglesia, que llevan a cabo como una labor comunitaria de acuerdo con el carisma de su fundador o fundadora y guiados por sus propias constituciones.

El mismo radicalismo de los consejos evangélicos empuja también a ser radicales en el apostolado. Así, la pobreza "impele a la solidaridad práctica con aquellos pobres para quienes la pobreza no es en absoluto una virtud, sino una situación vital y una imposición social. Por otro lado, "la castidad como virtud evangélica empuja a ponerse aliado de los que están cercados por la ausencia de la esperanza y por la resignación”. Mientras que la obediencia "lleva a la cercanía práctica paro con aquellos para quienes la obediencia es señal de sometimiento, de minoría de edad y de humillación" (10).

La función del ministerio pastoral en la Iglesia

El ministerio pastoral es un servicio respecto a la comunidad de los creyentes que tiene su origen en Cristo mismo. Por eso se puede decir que es un "don de Cristo para la comunidad" (Juan Pablo II. Carta a los sacerdotes. 8-4-79. n. 4). Así, pues, lo mismo que el laico se sitúa en el corazón del mundo y el religioso en el dinamismo de la santidad de la Iglesia, el que ejerce el ministerio pastoral tiene también su lugar propio; la comunidad de los fieles.

El sacramento del orden le capacita para representar a Cristo como Cabeza y Pastor en medio de la comunidad, a la cabeza de la comunidad y frente a la comunidad. Esta interviene, sin duda, en el proceso de elección, en la formación y en la presentación del candidato, pero es Cristo quien lo establece en ella. Así se lo hacía entender San Clemente Romano a los corintios: "Habéis elegido obispos y presbíteros. Una vez que han recibido la imposición de manos, no os pertenece ya a vosotros despedirlos. No dependen ya de vosotros. Os han sido enviados".

¿Y para qué está el presbítero en medio de su comunidad? Es decir, ¿cuál es su función? Ya quedó expresado más arriba: para reunir, para hacer unidad, para hacer posible que la comunidad sea realmente comunidad de los hijos de Dios. El representa a Cristo que une a su sacrificio, a su verdadero culto a Dios, el sacrificio de los fieles, que son ellos mismos y sus obras que transforman al mundo en Iglesia: él representa a Cristo que con su palabra reúne y reconcilia a los fieles con Dios; él representa a Cristo que en el Espíritu Santo edifica su Cuerpo y conduce a su rebaño.

Todas las labores del presbítero se encaminan, por tanto, a la edificación de la Iglesia en la unidad. Unidad de los fieles entre sí y con Dios. Esto halla su origen y a la vez su culminación en la Eucaristía, sacramento de la unidad, que él preside. Allí él posibilita que Cristo se haga presente como Cabeza de la Iglesia y, a la vez, representa a la comunidad que él conduce y preside como distinta de su Cabeza (Cristo), pero unida a ella. Es, por tanto, testigo de Cristo que reúne a su Cuerpo y testigo del Cuerpo reunido; icono de Cristo y por lo mismo icono de la comunidad (11). Si fuera únicamente representante del Pueblo de Dios, se convertiría en un mero funcionario, y si fuese sólo representante de Dios, perdería su vinculación esencial con la comunidad. Es las dos cosas simultáneamente (12).

Esta función les está exigiendo a los presbíteros que su trabajo pastoral se centre en hacer la unidad dentro de su comunidad tanto en la dimensión de la "martyria" -la palabra y el testimonio- como en la "diakonia" -el servicio de amor-, como en la asamblea litúrgica. Y ello supone previamente fomentar y sostener todos los carismas y cuidar con amor a cada uno de los fieles. Juan Pablo II les recuerda que han de "permitir a cada cristiano desarrollar su vocación personal según el evangelio..., ocupar plenamente su lugar en la comunidad de los cristianos" (Alocución al clero en la catedral de Notre Dame, 30-V-80). Y a su vez el Concilio: que "descubran con sentido de fe, reconozcan con gozo y fomenten con diligencia los multiformes carismas de los laicos"; que armonicen de tal manera las diversas mentalidades "que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles" (Presbyterorum Ordinis, 9). En este sentido se puede decir, en frase sintética y feliz, que el presbítero es "el llamado que despierta llamadas y vela sobre los llamados" (13).

Al contemplar estas tres funciones dentro de la misma y única Iglesia, el cristiano puede comprender que efectivamente tienen su propia razón de ser y que, a la vez, se ordenan a la mutua complementariedad, al igual que los servicios y ministerios. Todas las funciones son valiosas e imprescindibles. El laico necesita del religioso para tener presente cómo ha de transformar el mundo, y el religioso necesita del laico para no olvidarse de que hay que transformarlo de hecho. Ambos necesitan del ministerio pastoral para unirse a Cristo Cabeza y no edificar en vano. Por eso el Concilio pide a todos que se sirvan mutuamente y se traten como hermanos, "pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad de los hijos de Dios" (LG 32).


III.- El cristiano ante su propia vocación.

1. Tres etapas

Al tratar de situarse ante su propia vocación, cualquier cristiano podrá comprobar que se encuentra en alguna de estas tres etapas: o esta tratando de discernir cuál es su misión, o se esta preparando para cumplirla, tras haberla descubierto, o está ya en pleno ejercicio de la misma. En cualquiera de las etapas la vocación tiene sus necesidades propias, dado que se trata de un proceso, como la misma vida.

2. Algunas certezas

El cristiano sabe que en cualquier momento de su vida:
* Dios le llama.
• Dios mantiene su llamada, que no es algo puntual sino dinámico.
• Dios le llama y le sigue llamando con el lenguaje de las mediaciones: a través de si mismo, a través de las cosas y de los acontecimientos de su mundo, a través de personas concretas, a través de la Iglesia. Detrás está Cristo. Detrás está Dios Padre.
* Dios le llama para cumplir una misión que es servicio a otras personas y que dará sentido y felicidad a su vida.

3. Situar la vocación en la Iglesia

Es fundamental que el cristiano sitúe adecuadamente su vocación en la Iglesia. Esto hará posible encontrar la identidad de su propia misión y a la vez la complementariedad con otras misiones. Para ello hay que tener claro que existe una vocación fundamental, la cual se concretará en varios niveles. O, si se quiere, que existe una vocación fundamental y a la vez, en la misma persona, otras vocaciones especificas, todo sobre una base ultima: ser hijo de Dios y miembro de la Iglesia. Las vocaciones fundamentales son: laicado, vida religiosa y ministerio pastoral.

El laico concreta su vocación fundamental al menos en estos niveles: en una profesión determinada; en un estado de vida -casado, soltero, consagrado, viudo-; quizá también en algún servicio o ministerio especial dentro de la comunidad -en la dimensión de la palabra, el servicio, la unidad o la liturgia-: como, por ejemplo, catequista, administrador de bienes, lector. etc. Todas estas posibles concreciones son vocación laical y vocación especifica.

El religioso o religiosa concreta su vocación fundamental: integrándose en un instituto particular con un carisma propio, que pondrá de relieve algún aspecto de la misión de In Iglesia -la palabra, el servicio... -, como puede ser la educación, la asistencia a marginados, ancianos. etc. Simultáneamente con eso, o de manera expresa y preferente, puede realizar algún servicio o ministerio en la parroquia o diócesis, al igual que el laico: animación de la oración, visita a enfermos, presidencia de la asamblea cuando no hay presbítero, ctc. Por otra parte, en el interior de su comunidad religiosa también puede tener su papel: presidencia, administración, etc., concreciones, por lo demás, a ese nivel, de la palabra, el servicio, la unidad, la liturgia. Pues bien, todas esas posibles concreciones a los diversos niveles son vocación y vocación como religioso/a.

El presbítero concreta su vocación especializándose en sectores pastorales específicos -atención a jóvenes, a adultos, a religiosos/as... -. A veces, simultaneando el ministerio con alguna profesión al modo de los laicos, lo cual es muy viejo, pues ya San Pablo- trabajaba confeccionando tiendas. Y como muchos presbíteros son a la vez religiosos o se integran en asociaciones especiales, su vocación se concreta también en el carisma que les es propio como institución: la enseñanza, la atención a marginados, las misiones. etc. Todas estas concreciones son vocación y ministerio presbiteral.

4. Etapa de discernimiento.

Esta, como las otras etapas de la vocación, tiene su propio objetivo y ha de disponer de los medios adecuados para su consecución. El objetivo, obviamente, es lograr descubrir cuál es la vocación-misión a la que Dios llama. Previamente el cristiano que se encuentra en este momento necesitará saber:

• Que casi todos tenemos cualidades para casi todo y que se puede ser feliz desempeñando cualquier misión.

• Que teniendo cualidades para algo en especial, puede que no se le llame para eso porque tal vez no le necesitan.

• Que para el desempeño de cualquier misión es básico la madurez humana.

• Que difícilmente se podrá tener vocación cristiana si no existe una experiencia seria de Jesús y de la Iglesia.

En cuanto a los modos de hacer el discernimiento, podemos apuntar algunos, elementales, que se deducen de todo lo dicho:

• Entrar en contacto con las necesidades de la Iglesia y del mundo.

• Conocer el testimonio de cristianos que cumplen funciones y tareas diferentes en la Iglesia.

* Informarse sobre los objetivos de las diversas instituciones eclesiales y conocer de cerca su funcionamiento.

• Orar, es decir, contemplar ante Dios y desde la fe todo lo anterior y a uno mismo.

* Conocer las propias aptitudes y las propias motivaciones.

Todo esto puede hacerse a titulo personal, en solitario. Pero difícilmente se podría tener éxito. Es necesario, por una parte, estar integrado en una comunidad cristiana, del tipo que sea, en cuyo ambiente se hará más fácil la clarificación, pues no podemos olvidar que la vocación nace desde la Iglesia y en orden a la Iglesia. Por otra parte, en muchas ocasiones se hace necesario también un acompañamiento especial de otros cristianos maduros en ese proceso de discernir. De ahí que la Iglesia ofrezca, o deba ofrecer medios apropiados, como son: las delegaciones diocesanas de pastoral vocacional, los centros de orientación vocacional, los grupos de acompañamiento, los seminarios menores, aspirantazos, noviciados, etc.

La mayoría de las instituciones de religiosos y religiosas disponen de personas dedicadas especialmente a este servicio. E incluso existen Instituciones eclesiales cuyo objetivo fundamental es precisamente suscitar, formar y mantener las vocaciones en la Iglesia (14). A cualquiera de estos servicios podrá acudir el cristiano que desee esclarecer su vocación. Y si no los hubiese, tendrá derecho a exigirlo a su párroco o a su obispo.

5. Etapa de formación

Una vez se ha logrado el discernimiento de la propia vocación, aparece una nueva necesidad y, por tanto, un nuevo objetivo: prepararse adecuadamente para esa misión específica. Eso es un proceso en el que cada individuo necesitará adquirir los medios intelectuales y técnicos para el ejercicio de la misión, pero además, y sobre todo, deberá madurar cristianamente en orden á dicho ejercicio cultivando sus propios dones, y comprobar al final si posee o ha logrado adquirir las aptitudes necesarias que la Iglesia exige.

Algunos de los medios propios para conseguir este objetivo tienen gran tradición en la Iglesia, como es el caso de los seminarios mayores diocesanos y los centros similares de las congregaciones de religiosos y religiosas. Por otra parte, las nuevas necesidades han ido haciendo aflorar otros instrumentos, tales como los cursillos prematrimoniales, las escuelas de catequistas, lectores y otros ministerios laicales, los cursillos de capacitación para variados servicios en las parroquias y comunidades, etc.

La capacitación en orden a las profesiones lógicamente la llevan a cabo instituciones civiles. Existen, no obstante también, centros de la Iglesia a estos niveles en algunos lugares. De cualquier forma, algo que debe procurarse el laico cristiano es la asunción de su profesión como vocación cristiana. La formación para ello podrá adquirirlo dentro de la Iglesia por cauces diversos. Los centros de orientación vocacional pueden cumplir este servicio. Donde no exista este medio, los párrocos y obispos deberían acudir a profesionales cristianos para que ellos fuesen los encargados de transmitir ese espíritu a las jóvenes generaciones.

6. Etapa de ejercicio

Al finalizar la etapa de formación llega el momento decisivo: la Iglesia de manera oficial llama y encomienda la misión. De esta manera la vocación adquiere certeza. El llamado puede estar seguro de que efectivamente Dios le llama, al hacerla la Iglesia, sacramento de Dios. Ella hace auténtica y operante la llamada que ha ido madurando previamente; pronuncia la llamada definitiva con autoridad.

Esto se lleva a cabo normalmente en la asamblea litúrgica de la comunidad, mediante un sacramento –bautismo, confirmación, matrimonio, orden-, mediante una consagración pública que recibe la Iglesia -religiosos/as-, mediante un rito de institución -ministerio de lector, de acólito u otros posibles-, o mediante una encomienda especial para otros ministerios o servicios.

En el curso del ejercicio de la propia vocación van apareciendo nuevas necesidades: sobre todo, mantenerla y renovarla. Estas necesidades vienen originadas por el mismo dinamismo de la vida humana y de la historia. Se hacen necesarios, en consecuencia, medios adecuados que cubran estos objetivos.

La vocación se mantiene y se renueva ante todo por el ejercicio fiel de la misma, obra de la gracia de Dios, y por los medios que la Iglesia ofrece para la santificación de los fieles: los sacramentos de la Eucaristía y Penitencia, la oración... No obstante, se hacen necesarios también medios específicos expresamente dirigidos a esos propósitos, como pueden ser ejercicios espirituales, cursillos especiales, encuentros con personas que desempeñan la misma misión, etc.

Es vital para una persona sentirse identificada con su propia misión y amarla, y es no menos necesario estar al día en lo que implica su ejercicio. Ambos niveles, que podríamos denominar espiritual y técnico, exigen un cultivo asiduo. A cada cristiano le incumbe el deber de buscarse esos medios, bien por iniciativa propia, bien aprovechando las iniciativas de su iglesia local o de la institución de la que forme parte, sabiendo que Dios puede actuar en su vida también a través de estos medios.

NOTAS.
(1) Señalamos aquí algunos de los relatos de vocaciones más significativos, a los que iremos haciendo referencia.
Antiguo Testamento:
Moisés: Ex 3, 1-20; 4-1-17; 6, 2-13
Gedeón: Jue 6
Isaías: Is 6
Jeremias: Jer 1, 4-19; 15, 10-21
Nuevo Testamento:
María: Lc 1-2
Discípulos: Jn 1, 35-51; 6, 60-71; 20,19-29
Matías: Hech 1, 15-26
Los Siete: Hech 6, 1-7
Pablo: Hech 9, 1-30

(2) R. PUIGDOLLERS. Qué significa la palabra “carisma”? Koinonía nn. 33-34 (1982) 10.

(3) Cf. Y.M. CONGAR,2 Los Ministerios en la Iglesia. Seminarios n. 55 (1975)14-15.

(4) Como estudio interesante a este respecto: L. RUBIO, Presencia y urgencia de ministerios nuevos en la Iglesia española. Seminarios 23(1977) 149-183.
Y como estudio teológico amplio, a la vez (asequible, sobre el tema, contamos en español con obra reciente de D. BOROBIO, Ministerios laicales. Manual del cristiano comprometido. Sociedad de Educación Atenas, Madrid, 1984.

(5) Se recoge todo lo tratado allí en Seminarios n. 85, 1982.

(6) Cf. A. CHAPELLE, Pour la vie du monde. Institut d'Etudes Thélogiques, Bruselas, 1978, p. 273-281.

(7) Sagrada Congregación para los Religiosos, Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida consagrada. n. 7.

(8) Cf. Sda. Congr. para los Religiosos, Elementos esenciales..., n. 15

(9) Cf. LEBEL, El testimonio de la vida comunitaría. en la obra de la Conferencia Religiosa Canadiense Le sens et la mission de la vie religieuse dans l'Eglise local, Ed. de la C.R.C., Otawa 1980, p. 123-137.

(10) 1.B. METZ, Las órdenes religiosas. Herder. Barcelona, 1978, p. 109-110.

(11) Cf. A. CHAPELLE, Op. Ct pp. 318-320.

(12) L. BOFF. El destino del hombre y del mundo. Sal Terrae, Santander, 1978, p. 155.

(13) R ETCHEGARAY, Homilía, en Seminarios 24 (1978) 229-233.

(14) Perdone el lector si tenemos el atrevimiento de poner un ejemplo de esto último: La Hermandad de Sacerdotes Operarios, instituto al que el director de KOINONIA solicitó el presente artículo.



Libros vocacionales

COLECCION: "CAMINOS AL ANDAR"

En el caminar de la vida espiritual es muy importante para poder discernir con autenticidad, el irse penetrando de la sabiduría del Espíritu. Para ello, uno de los caminos mejores es el acercarse a la obra del Espíritu a lo largo de los siglos en la Iglesia. De ahí la importancia de conocer los caminos que el Espíritu ha ido suscitando al andar de tantos santos y personas entregadas a Dios.

Bajo este mismo título "Caminos al andar", la Editorial VERBO DIVINO (Estella) nos presenta una colección traducida del francés que presenta la espiritualidad de algunas de las principales órdenes religiosas, espiritualidad que ha marcado a muchos cristianos y que forma parte del tesoro de sabiduría de la Iglesia.

André Louf es el autor de EL CAMINO CISTERCIENSE. EN LA ESCUELA DEL AMOR. Tras presentar brevemente la historia del Cister y los primeros pasos de entrada en la comunidad, comenta los puntos principales de la vida cisterciense: la purificación por la Palabra, la ascesis, la oración, la vida de trabajo, el amor fraterno, el ejemplo de María.

EL CAMINO DEL CARMELO. ORAR POR TODOS Y CON TODOS es presentado por Lucien Florent. Tras una breve historia del Carmelo, nos presenta la figura del profeta Elías. El camino carmelita viene sintetizado en tres puntos: soledad, presencia y oración. A continuación nos resume la vida y obras de tres grandes santos: Sta. Teresa de Jesús, S. Juan de la Cruz y Sta. Teresa del Niño Jesús. El libro termina con unos capítulos sobre la oración litúrgica y la oración privada.

Jean Marie Burucos es el encargado de presentar EL CAMINO BENEDICTINO. SABOREAR LA BONDAD DE DIOS. El libro está constituido por cuarenta y cinco meditaciones inspiradas en la Regla de S. Benito. Están reunidas en tres grandes bloques: los primeros descubrimientos del monje, algunos valores evangélicos y las exigencias de una vida entregada a Dios en nuestro tiempo.

El libro UN CAMINO MONÁSTICO EN LA CIUDAD. JERUSALÉN, LIBRO DE VIDA tiene la particularidad de presentar un camino nuevo de vida monástica en la ciudad. Se trata de las Fraternidades Monásticas de Jerusalén nacidas en 1975 en torno a la iglesia de St. Gervais de París. Por otra parte, este libro no es una presentación del modo de vida, sino el texto íntegro de su "Libro de Vida", es decir, de su texto de referencia.

La obra EL CAMINO DEL PERDON. PEREGRINACION y RECONCILIACION, escrita por François Bourdeau se aparta quizás un poco del resto de la colección en cuanto no presenta la espiritualidad de una orden religiosa, sino la peregrinación como espiritualidad penitencial. Está lleno de ricas sugerencias y puede ayudar a comprender el lugar que el camino penitencial ocupa en la conversión.

Simon Decloux es el autor de EL CAMINO IGNACIANO. A LA MAYOR GLORIA DE DIOS. Nos presenta en primer lugar el sentido de los "Ejercicios espirituales"; luego, los estudios, la educación y la cultura como forma de apostolado; para presentarnos finalmente la dimensión de enviados y de comunidad, y la espiritualidad de la gloria de Dios.

EL CAMINO FRANCISCANO. LA ALEGRIA DE VIVIR EL EVANGELIO ha sido escrito por Michel Hubaut y presenta el camino de S. Francisco como un camino radical de fe. Camino que es para el servicio a los hermanos, para la comunión y la paz universales, para la oración y la vida en el Espíritu, para la pobreza que libera y que canta, para el asombro, para la alegría y la sencillez evangélicas, para vivir el evangelio en el mundo del trabajo, para vivir la Pascua del hombre nuevo, para anunciar la Buena Nueva de la salvación.

Sólo hay que desear que esta colección nos continúe presentando la riqueza de las diversas espiritualidades, para que los cristianos del siglo XX podamos reconocer y acoger todos los dones de sabiduría que el Espíritu Santo ha ido dando a su Iglesia.


Los dones del Espíritu Santo y la evangelización (2.a parte)

por Raniero Cantalamessa


(Publicamos la 2ª parte del artículo aparecido en el número anterior de KOINONIA con el título LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO y LA EVANGELlZACIÓN)

I.- Renovación carismática y evangelización

1.- Después que el Espíritu Santo ha renovado algunos aspectos de la Iglesia, como la Teología y la Liturgia, parece que el ámbito en el cual más se manifiesta ahora la necesidad y la acción del Espíritu es en la Evangelización.

Pablo VI en la Exhortación "Evangelii Nuntiandi" ya había iniciado esta marcha. Dice cosas que son preciosísimas para nosotros en este encuentro. Quiero leer al menos algunas:

"Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: ?El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación. Pero se puede decir igualmente que El es el término de la Evangelización; solamente El suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la Evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma Evangelización querría provocar en la comunidad cristiana. A través de El, la Evangelización penetra en los corazones, ya que El es quien hace discernir los signos de los tiempos".

Es importante recalcar esto: El Espíritu Santo es el agente principal de la Evangelización, la fuerza, el principio; pero también el término, porque la Evangelización tiende a crear la vida nueva en el Espíritu, la nueva creación.
Sigue la cita:

"El Sínodo de los Obispos de 1974, insistiendo sobre el puesto que ocupa el Espíritu Santo en la Evangelización, expresó asimismo el deseo de que Pastores y ?Teólogos -y añadiríamos también los fieles marcados con el sello del Espíritu en el Bautismo- estudien profundamente la naturaleza y la forma de la acción del Espíritu Santo en la Evangelización de hoy día. Este es también nuestro deseo, al mismo tiempo que exhortamos a todos y a cada uno de los evangelizadores a invocar constantemente con fe y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar prudentemente por El como inspirador decisivo de sus programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora" (Evangeli Nuntiandi, 75).

Con esto podemos decir que ya está trazado el objetivo de la Renovación en el Espíritu con relación a la Evangelización. Esto nos viene dado por el Papa y los Obispos.

La aportación de la Renovación consiste en sacar a la luz, con el estudio pero aún más con la experiencia y la vida, el papel del Espíritu Santo en la Evangelización.

La Renovación, como frecuentemente dice el Cardenal Suenens, es una gracia de Pentecostés, que poco a poco debe alcanzar y renovar todos los ámbitos de la Iglesia. En el Concilio esta gracia se derramó sobre el Episcopado católico, pero no debe quedarse en el Episcopado, ha de llegar a todos.

Tal vez haya llegado el momento de que esta gracia de Pentecostés que es renovadora -después de haber renovado, o al menos haber empezado a renovar nuestra vida personal, nuestra oración, el ministerio de sanación, el matrimonio, en una palabra, todo el ámbito de nuestra vida individual -deba alcanzar espacios más amplios y públicos de la Iglesia, como es en primer lugar la Evangelización.

Por lo demás esto es lo que hizo el mismo Espíritu con Jesús. En un primer momento lo llevó al desierto a orar, ayunar y a combatir con Satanás, pero después, como dice Lucas, el Espíritu llamó a Jesús del desierto y lo envió a Galilea a predicar el Evangelio de Dios.

Lo que sucedió con Jesús después del Bautismo en el Jordán debe suceder con todo el que haya recibido el bautismo en el Espíritu.

2.- Yo creo, y lo creo porque lo he experimentado, que la primera aportación que la RC., puede ofrecer a la Evangelización es el hacer descubrir el corazón del mensaje cristiano que se resume en esta frase: JESUS ES SEÑOR.

Y aquí debo hacer una aclaración exegética:

En los comienzos de la Iglesia ya se dieron dos modos o canales diversos de transmitir el mensaje cristiano: uno es el llamado en el Nuevo Testamento kerigma, es decir, la predicación, el anuncio o el evangelio en sentido estricto. Este canal no transmite lo esencial del misterio de Jesús, los hechos de Jesús, la acción de Dios en Jesús que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. La conclusión a la que lleva esto es a proclamar que JESUS ES EL SEÑOR He aquí el kerigma.

Al mismo tiempo existió otra forma que es la catequesis o enseñanza (didaché) cuya finalidad es, al contrario, transmitir normas morales y éticas en orden al bien obrar del cristiano, normas que se resumen en el mandamiento que nos dio Jesús sobre el amor recíproco.

Ahora bien, el primer acto de la fe, el salir de las tinieblas a la luz, acaece sólo por la fuerza del kerigma y no por la didaché o catequesis. San Pablo dice a los Corintios: "habéis sido engendrados en Cristo Jesús por el Evangelio" (1 Co 4, 15), es decir, por el anuncio descarnado de la Buena Nueva de Jesús. La didaché o enseñanza, que hoy podemos llamar catequesis, no sirve para engendrar la fe, sino para formarla mediante la caridad.

Así pues, esta frase JESUS ES EL SEÑOR es tan esencial en el anuncio cristiano que Pablo afirma que no se puede pronunciar eficazmente sino es por una gracia directa del Espíritu Santo. Y esto, porque dentro de esta proclamación de JESUS ES EL SEÑOR acaece misteriosamente el paso de la historia al hoy que vivimos, de aquel tiempo a nuestro tiempo y a nosotros. Cuando digo JESUS ES EL SEÑOR no quiero decir lo que era en otro tiempo o lo que es en abstracto, sino que digo que Jesús es mi Señor.

Siempre recordaré la escena de Kansas City en Julio de 1977, donde creo que algunos de vosotros estuvisteis también presentes. Era una multitud de 40.000 personas, mitad católicos y mitad de otras confesiones cristianas, que se había congregado ya al anochecer para orar y arrepentirse de las divisiones de la Iglesia. Una pantalla enorme, encuadrada en el cielo negro de la noche americana, presidía aquella reunión: allí estaba escrito "Jesus is Lord" (Jesús es Señor). Me dio la impresión de que aquello era una visión profética de la Iglesia, de una Iglesia reunida bajo el señorío de Jesús, proclamando este señorío como se podía ver en aquel momento entre el cielo y la tierra, a luz y a las tinieblas. Comprendí entonces, y no lo he vuelto a olvidar, que la fuerza de la Renovación es la proclamación de Jesús Señor.

Sin embargo, esta fuerza no se agota en la predicación, aunque sea kerigmática y autoritativa por la autoridad y el poder de Dios. Incluso me atrevería a decir que la aportación de la Renovación no consiste en crear nuevas formas de Evangelización, aunque tal vez puedan nacer algunas, pues con el Espíritu Santo cualquier forma de Evangelización es buena, y sin el Espíritu Santo ninguna forma de evangelización, sea nueva o antigua, vale nada.

II.- Aspectos prácticos

Pasemos al aspecto práctico de nuestro encuentro: cómo animar desde dentro con la fuerza del Espíritu Santo todo lo que hacemos en orden a la Evangelización, especialmente la Evangelización de Europa, que como hemos visto, sufre algunas enfermedades que se llaman idealismo, racionalismo, sabiduría humana, legalismo, juridismo.

Presentaré tres puntos prácticos a este respecto que, me atrevería a decir, me ha hecho entrever el Espíritu Santo. No es que sean los únicos, sino que me parece que el Señor quiere os diga estos tres.

1.- El primer punto lo resumo en la palabra obediencia.

Me refiero con esta expresión a aquel amplio conjunto de actitudes que permiten al evangelizador asemejarse a Jesús de Nazaret, el siervo obediente.

Jesús recibió la fuerza del Espíritu en el Jordán para predicar el Evangelio, porque aceptó en aquel momento, en obediencia total al Padre, toda su misión de Siervo de Yahvé obediente y sufriente.

San Pedro nos dice que "Dios da el Espíritu Santo a los que le obedecen" (Hch 5, 32). Es necesario morir a nosotros mismos y dejarse herir en el corazón para acoger plenamente la voluntad de Dios que es tan santa y tan distinta de la nuestra.

En la vida de Jesús hubo muchas noches de Getsemaní y no una sola. Tabor, sólo hubo uno, pero noches de Getsemaní, muchas. En estas noches Jesús luchaba con Dios, no para atraer a Dios a su propia voluntad, como hacía Jacob, sino para rendir su voluntad humana a la del Padre y poder así decir ante cualquier fracaso o rechazo de la gente: Sí, Padre. Fiat.

Después de estas noches Jesús volvía a predicar a la gente y ¿qué sucedía? La gente estupefacta decía: "habla con autoridad”, pero ¿de dónde le viene esta autoridad? .
Es cierto. Jesús hablaba con autoridad, pues hablaba con la autoridad misma de Dios, porque cuando un hombre se rinde completamente a Dios, Dios se rinde a él y le da su poder, y pone en manos su autoridad sabiendo que no abusará ya de ese poder divino. Y entonces sucede que las palabras ya no son palabras, sino acontecimientos y que la palabra de un predicador traspasa los corazones, como está escrito en el Libro de los Hechos, e induce a la gente a decir: "¿qué hemos de hacer hermanos? Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis ?don del Espíritu Santo" (Hch 2, 37-38).

La Biblia habla con frecuencia de la Palabra de Dios bajo la imagen del rollo o pequeño libro que el profeta debe comerse, y que una vez comido resulta dulcísimo en los labios y muy amargo en las entrañas (Ez 3, 1-4; Ap 10, 8-10).

La amargura se debe al hecho de que la Palabra es una espada que empieza por herir en primer lugar el corazón del anunciador, cuando le revela su propio pecado, sus incoherencias e hipocresías, y también por el hecho de que la Palabra pone en contacto al anunciador con Aquel que por la Palabra murió en la Cruz y dijo: "triste está mi alma hasta la muerte" (Mt 26, 38).

Un aspecto de esta lucha para morir a la carne y a nosotros mismos y para vivir en el Espíritu es lo que Jeremías nos dice en la lectura proclamada al principio: "No busquéis la propia gloria". Jesús decía: "Yo no busco mi gloria" (Jn 8, 50). Y es que la búsqueda de la propia gloria es el cáncer de la vida de la Iglesia.

Una vez en una predicación ante el Santo Padre, los Cardenales y otros oyentes, dije estas cosas y otras más fuertes como éstas: "Aquí en Roma hasta las piedras denuncian la búsqueda de la propia gloria por parte de los hombres de la Iglesia: piedras escritas en lugares donde sólo deberían aparecer los nombres de Cristo o de María, piedras que, por el contrario, llevan el nombre, de su familia, de su casa". Después de la predicación dije: "Santo Padre, perdóneme por haberme atrevido a hablar así ante vuestra presencia". Y él respondiendo me dijo por tres veces: "es esto de lo que hay que hablar, es esto de lo que hay que hablar, es esto de lo que hay que hablar".

2.- El segundo punto lo resumo en la palabra oración.

El Espíritu Santo viene del corazón de Cristo traspasado en la Cruz, y por esto es necesario estar unidos a su Corazón para obtener la Palabra y el Espíritu.

Habréis notado que en el Evangelio se dice que el Espíritu Santo vino sobre Jesús en el Jordán mientras estaba en oración, y sobre los Apóstoles cuando se hallaban unánimes y asiduos en la oración. Jesús dice en el Evangelio de Lucas que el Padre da el Espíritu Santo a quien se lo pide (Lc 11, 13).

Por tanto, la oración es la fuente misma de la Evangelización. Gracias a ella, -voy a decir una frase que tal vez los teólogos me reprobarían porque técnicamente sólo se puede decir de la humanidad de Jesús-, gracias a la oración nos hacemos "instrumenti conjuncti", instrumentos unidos a Dios.

Lo mismo que en Cristo la humanidad estaba unida a la divinidad; nosotros, no de modo hipostático sino espiritual, nos unimos a la divinidad, al poder de Dios.

La palabra pronunciada de este modo es una palabra viva, lo mismo que el agua tomada directamente de la fuente es agua viva, mientras que ésta, el agua que tengo en la mesa, no es agua viva sino trasvasada. Así la Palabra proclamada por alguien que está en contacto con Dios, con el corazón de Cristo, es una Palabra viva, no trasvasada ni embotellada, y por eso es tan eficaz.

Un don especial para la Evangelización es la profecía. En el Apocalipsis se dice algo a este respecto que nos asombra: "El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía" (Ap 19, 10). Ya sabemos que el testimonio de Jesús es una expresión que quiere decir la Evangelización.

Pero ¿qué comporta la profecía aplicada a la Evangelización? La capacidad de transmitir a la gente, así a lo vivo, un juicio o una voluntad actual de Dios sobre una situación o sobre una persona.

Consiste en poner al que escucha frente a Dios, en un tú a tú con Dios, hasta el punto de poder decir: "así dice el Señor", o bien: "oráculo del Señor", percibiendo que es Dios mismo el que allí pronuncia este juicio.

Para que esto sea posible es necesario que uno se anule, se quede vacío y se mantenga unido a Dios en la oración. No hay espíritu de profecía en nuestro hablar y actuar si nosotros primero escogemos lo que vamos a decir, el tema del discurso, y lo seleccionamos tomándolo de nuestra cultura, de lo que hemos aprendido, de nuestro discernimiento y después -tras haber escogido el tema de la mesa- nos ponemos de rodillas para que el Señor haga llover sobre esta palabra su poder.

Hay que hacer todo lo contrario: primero, ponerse de rodillas y pedirle al Señor su palabra, la que tiene en su Corazón para aquella persona o para aquella situación. Dejar escoger a Dios. Después nos iremos a la mesa para poner al servicio de esta Palabra de Dios nuestra cultura, nuestra teología, nuestra experiencia, etc. Es distinto, pues en este caso dejamos escoger a Dios y la palabra que transmitimos es Palabra de Dios. Así ponemos todo lo nuestro al servicio de la Palabra de Dios, y no al revés, como solemos hacer, pretendiendo que sea Dios el que de brillo a nuestra palabra.

Ciertamente, es mucho más difícil ponerse de rodillas y esperar a que Dios nos revele su Palabra, porque a veces sucede, como en este caso, que el Señor te hace esperar, como me ha hecho esperar a mi hasta las últimas horas para saber lo que os debía decir. Y no es nada agradable saber que al cabo de pocas horas tienes que ponerte ante el micrófono para hablar, sin tener idea de lo que debes decir. Pero si se resiste en la fe, el Señor es fiel y yo doy testimonio de ello.

Otro don vital para la evangelización es la sabiduría, la cual sabemos que viene de un contacto directo con Cristo que es la sabiduría de Dios.

Este contacto con Cristo solamente nos lo da la asiduidad en la oración. Una fuerte relación personal de amigo, y también de servidor en sentido bueno -porque puede haber mucha alegría en sentirse pequeño soldado o servidor de Jesús - una relación de este tipo no nace sino de la asiduidad en el contacto con Cristo en la oración.

Esto es lo que hace que amen a Cristo los hermanos a quienes se le anuncia.

No se puede acoger a Jesús como Señor si el que lo proclama no ama a Jesús. Es necesario poder decir como Pablo: "el amor de Cristo nos apremia al pensar que si uno murió por todos... (2 Co 5, 14).

3.- Llegamos al tercer punto de la vida práctica para poder vivificar con el Espíritu nuestra Evangelización: es la comunidad.

No me refiero sólo a las comunidades más técnicas y específicas, sino también al grupo de oración, pues éste también cuando se reúne, y aunque no esté reunido, por el vínculo de la caridad, es una comunidad cristiana.

He constatado con frecuencia como la Palabra de Dios -la palabra profética viene más fácilmente a una comunidad que a un individuo particular. ¿Por qué? Porque el particular está siempre, como dice Jeremías, en peligro de apropiarse esa Palabra para su gloria o de creerse sabio. Por eso Dios da con más facilidad la Palabra a la comunidad, tal vez al más simple, porque así evita que los hombres se gloríen en su Palabra. Y lo mismo ocurre con el poder del Espíritu: viene mejor a la comunidad en la oración comunitaria.

Hay un ejemplo maravilloso de esto en el Libro de los Hechos y debo agradecer al P. Sullivan el que me hiciera prestar atención a este pasaje: Pedro y Juan han sido encarcelados por haber curado al tullido y predicado en el nombre de Jesús. Son procesados y más tarde liberados, con órdenes estrictas de no hablar más en nombre de Cristo.

Es ésta una situación muy delicada que se produjo y se produce aún en distintos momentos de la historia de la iglesia, por ejemplo, bajo el nacismo. ¿Qué debe hacer la Iglesia y en este caso que tuvieron que hacer Pedro y Juan? ¿Hablar claramente a pesar de todo, corriendo el riesgo de una intervención brutal de la autoridad que lo reduce todo al silencio y para siempre, o callarse más bien con el riesgo de traicionar el mandato de Cristo?

De hecho parece que Juan y Pedro están perplejos y no saben qué hacer. Entonces van a la comunidad y ésta se pone en oración y en esta oración se liberan todos los carismas ocultos en la comunidad: uno lee un texto de la Escritura, del Salmo 2: "¿A qué esta agitación de las naciones, estos vanos proyectos de los pueblos? Otro hermano, o tal vez el mismo, que tiene carisma profético, aplica el texto a la situación presente. Entonces, de repente, la comunidad cae gozosamente en la cuenta de que este caso no está en manos del Sanedrín, como podría suponerse, sino bajo el control de Dios que ya de tiempo conocía esta situación. Fortalecida con el descubrimiento del poder de Dios, la comunidad libera el carisma de la fe, de la fe carismática que es la fe que en este contexto hace que todos se unan para pedir que sucedan signos, curaciones y prodigios en el nombre de Jesús y dicen: "y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de su santo Siervo Jesús. Acaba su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía" (Hch 4, 23-31).

El término griego es "parrexia", es decir, con valentía, con libertad de palabra y sin miedos ni del Sanedrín ni de ningún otro.

En aquella ocasión la marcha de la Palabra de Dios fue salvada por la comunidad.