LA ALABANZA

La alabanza como signo del cristiano

Una contribución de inestimable valor a la espiritualidad de hoy y que está adquiriendo unánime aceptación aún fuera de los sectores de la R.C. ha sido el redescubrimiento que la Renovación en el Espíritu nos ha traído de la alabanza, de su importancia y de la manera de expresarla y vivirla.

Hoy se vive en los cristianos un sincero anhelo de volver a las fuentes y recobrar todo elemento auténtico del cristianismo que a lo largo de su historia bimilenial pudiera haber quedado desfigurado o preterido.

El Espíritu que rejuvenece sin cesar la vida de la Iglesia es el que verdaderamente da testimonio del Resucitado (Jn. 15, 26) y el que en nosotros revela y glorifica al Hijo de Dios (Jn 16, 14).

La alabanza es un constitutivo esencial de la vida cristiana y su presencia o ausencia en la espiritualidad del creyente puede definir el grado de profundidad de la fe, de la esperanza y de la caridad a que ha llegado.

En efecto, el cristianismo implica cierta experiencia religiosa que en mayor o menor intensidad marca la vida. Tal experiencia puede adoptar formas muy variadas: conversión, vivencia profunda del Señor, evolución espiritual progresiva, descubrimiento de una llamada particular, conciencia de la propia miseria, salvación de una situación crítica, etc. En el fondo de la verdadera experiencia cristiana hay un encuentro con el Cristo Resucitado como alguien muy real que comunica salvación e ilumina toda la vida.

La consecuencia que se sigue es una actitud muy definida ante Dios como respuesta en admiración, agradecimiento, alabanza y amor.

La alabanza es el resultado de sentirse salvado y amado por Dios. ?Se empieza a alabar a Dios, no porque nos lo hayan enseñado, sino por necesidad interior ante algo inefable y conmovedor que recibimos de parte del Señor.

No hay alabanza si no hay encuentro con el Dios vivo.

No puede uno alabar a Dios si no se siente salvado y amado por su Hijo. Solamente "los vivos" pueden alabarle (Sal 115, 17).

La alabanza es la respuesta del hombre a la acción amorosa de Dios. Más que algo que el hombre pueda ofrecer, o con lo que pueda corresponder a Dios, la alabanza es un don que Dios pone en el corazón y en la boca del que ha experimentado su salvación (Sal 40, 4).

Ahora bien, el hombre de hoy vive frecuentemente una vida sobrecargada de tristeza y desesperación. Muchos cristianos acusan este fenómeno en forma de pesimismo, angustia, desencanto, abandono espiritual, desarraigo eclesial.

Si se alaba a Dios necesariamente se vive en fe, en esperanza, en agradecimiento, en gozo, en amor. La alabanza se rinde totalmente a Dios y se sobrepone ante cualquier circunstancia que pudiera provocar desesperanza o angustia. El cristiano, o la asamblea de cristianos, que no llega a la alabanza adolece siempre de una falta de luz y alegría.

Para que el ímpetu de la alabanza llegue también a despertar a otros cristianos y haga irradiar su vida es necesario que nosotros sepamos vivirla con autenticidad sin caer en el formalismo.

Alabar a Dios es celebrar y engrandecer a Dios por lo que El es y dejar que nuestro espíritu se alegre en Dios nuestro Salvador (Lc 1, 46-55).




Criaturas del Señor... alabad al Señor

por Vicente Barragán, O.P.


El P. Vicente Borragán Mata, Dominico del Convento de Alcobendas y Profesor de Sgra. Escritura, es autor del conocido libro VIVIR EN ALABANZA, Ediciones Paulinas, Madrid 1983, 236 págs., que en poco tiempo ha conseguido una gran difusión y en el que desarrolla con amplitud y maestría el tema tratado en este artículo.

1. Hablar hoy de alabanza a Dios puede parecer una cruel ironía. Dios no está demasiado brillante en nuestro tiempo. ¿Cómo puede, en efecto, permitir tanto absurdo, tanto dolor, tantas lágrimas, tanta explotación, tantos fracasos...? El dolor del mundo es un reto a nuestra capacidad de comprensión, un desafío permanente a nuestra fe. No es fácil dar crédito y confianza a un Dios que tolera o quiere tanto mal, que parece vengarse en nuestras carnes y satisfacer su sed de venganza en los pobres hijos de los hombres.

La mayoría de los hombres viven en una queja permanente, como si hubieran sido programados para la amargura. La humanidad no es feliz. La brújula de la felicidad del hombre anda girando locamente, sin saber ya hacia dónde dirigirse. Los hombres lo han probado todo pero su corazón sigue desasosegado e inquieto porque en ningún bien creado han encontrado su felicidad y contento.

Vivimos sujetos a una insatisfacción radical. Conseguimos un sueño y surge inmediatamente otro, satisfacemos un deseo y aparece otro. Nada nos llena. Ni la persona que más amamos, ni el sueño que más ambicionamos. Todas las voces y deseos se pierden sin llegar al fondo de nuestro ser, a la infinita profundidad de nuestro espíritu.

Encerrados en las mil prisiones de la vida (trabajos, inquietudes, dolores) estamos esperando a Alguien que nos libere de nuestras cadenas, estamos esperando, acaso sin saberlo, a Dios.

2. Pero ¿quién es Dios? ¿Qué ideas evoca esa palabra en nosotros? ¿Es una necesidad del hombre o un invento de los poderosos para justificar sus intereses y banderas? ¿Es un ser lejano y distante, frío e insensible, a quien no sabemos cómo tratar, con quien no podemos entrar en relaciones amistosas, contable y espía de nuestros actos, que impone su ley de terror en todo momento? ¿Quién es ese ser a quien nunca hemos visto, con quien nunca hemos hablado, a quien nunca hemos encontrado en nuestro camino?

Los hombres somos invitados a tomar posturas claras con respecto a Dios. Cada uno de nosotros puede hacerse una idea de él, representarle a su antojo, hacer de él un dios minúsculo o grande, manejable o intransigente. Pero sólo hay un lugar donde él se ha manifestado: en la palabra revelada. Unos hombres que tuvieron la osadía de decirnos que habían "visto" al Invisible y que habían “oído" al Inaudible, nos han dejado escrito cómo es él, cómo es su rostro, cuáles son sus intenciones. Y el Dios que vieron los ojos atónitos de aquellos hombres es inimaginablemente hermoso: santo, transcendente, espiritual, soberano y dueño de todo lo creado, que se preocupa de nosotros y no es extraño a nuestra vida, que se abaja para salvar... un Dios cariñoso y tierno como una madre, clemente y entrañable como un padre, el Dios de los "amores y de los perdones", que todo lo pasa por alto y no guarda rencor perpetuo, que no discute con el desmayado, que arroja al fondo del mar pecados y rebeldías, que tiene "tatuado" al hombre en las palmas de sus manos... el Dios que, en un momento determinado de nuestra historia y en un punto concreto de nuestra geografía, se hizo carne de nuestra carne y pasó "por uno de tantos" y se entregó a la muerte por nuestra salvación... un Dios cuya esencia se concentra en una sola palabra: Amor. Dios es Amor.

De la aceptación o rechazo de esa palabra única e irrevocable dependerá por siempre nuestro estilo de vida: o la alabanza o la queja, o el gozo o la amargura.

Israel, un pueblo para la alabanza

3. Israel fue un pueblo pequeño pero observador y sabio. Llamó a las cosas por su nombre: al dolor lo llamó dolor y a la muerte, muerte. Sus gritos de queja fueron desgarradores. Pero, por encima de todo, fue un pueblo de esperanza. Creyó siempre en el Dios que le había 1levado "como sobre alas de águila" (Ex. 19, 4). Y terminó por comprender que una vida en alabanza era la única respuesta proporcionada que podía ofrecer a su Dios a cambio de tanta maravilla.

4. El hombre que ha sido "alcanzado" por Dios sabe que su vida ya no puede ser otra cosa que “una pura alabanza de gloria". La alabanza le afecta en su cuerpo y en su alma, en su interior y en su exterior, en su espacio y en su tiempo.

Las viejas concepciones maniqueas pretendían que el cuerpo era algo malo, un compañero pesado para el alma, una especie de potro al que había que domar. Pero el hombre de Israel no conoció ni dualismos ni antagonismos entre cuerpo y alma. Es el hombre, este ser humano entero y concreto, el que debe alabar con todas sus fuerzas a Dios. Es esta carne dolorida la que debe convertirse en una canción de alabanza para el Señor. La alabanza, partiendo del corazón como de su fuente, va inundando de un ímpetu gozoso todos los miembros del cuerpo humano: lengua, labios, boca, glándulas, nervios, sangre, alma entera:

Mi boca está repleta de tu alabanza, de tu gloria todo el día (Sal. 71, 8)
Bendeciré a Yahvéh en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza (Sal. 34, 2)
Abre, Señor, mis labios, y publicará mi boca tu alabanza (Sal. 51, 17) mis labios te glorificaban (Sal. 63, 4)

Viva mi alma para alabarte (Sal. 119,175)

La alabanza pone ritmo al cuerpo del hombre: le hace levantar las manos (Sal. 134, 1-2), bailar (Sal. 149, 3), adorar, prosternarse (Sal. 95, 6) etc. El cuerpo no permanece indiferente o inactivo ante la invitación a la alabanza. El ser entero del hombre se convierte en melodía para el Señor.

Pero alabar a Dios no es sólo un acto, un gesto, una acción ocasional que se hace en un momento, para volver a continuación a un estado de reposo o de quietud. Es la vida entera del hombre la que está implicada en alabar a Dios. La alabanza no conoce silencios, pausas, respiros... es para siempre:
Yo te ensalzo, oh Rey Dios mío,
y bendigo tu nombre para siempre jamás; todos los días te bendeciré,
por siempre jamás alabaré tu nombre (Sal. 145, 1-2)

Alabaré tu nombre sin cesar, te cantaré en acción de gracias (Eclo. 51, 10)
Bendeciré a Yahvéh en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza (Sal. 34, 2)

¡Alaba a Yahvéh, alma mía!
A Yahvéh mientras viva he de alabar, mientras exista salmodiaré para mi Dios (Sal. 146, 1)

Mi corazón por eso te salmodiará sin tregua; Yahvéh, Dios mío, te alabaré por siempre (Sal. 30, 13)
¡Bendito sea Yahvéh, Dios de Israel, por eternidad de eternidades! (Sal. 106, 48)

5. La grandeza de Dios no puede ser celebrada cumplidamente ni por una sola voz ni por una sola vida de alabanza. Por eso, el hombre que ha "visto" a Dios desea oír las voces de su gente, de sus hermanos. Con toda su pasión y emoción convoca a su pueblo a la alabanza. Todas las voces y todas las vidas de los hombres de Israel debían subir hacia el cielo unidas en una misma canción de alabanza:
Oh Israel, bendice al Señor, alabadle, exaltadle eternamente (Dn. 3, 83)
Siervos del Señor, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente...

Santos y humildes de corazón, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente (Dn. 3, 85.87)

Y nosotros, tu pueblo, rebaño de tu pasto, eternamente te daremos gracias,
de edad en edad repetiremos tu alabanza (Sal. 79, 13)

6. Israel supo desde el principio que era un "pueblo" para los demás. En él habían de ser bendecidas todas las familias de la tierra (Gen. 12, 3). El era el sacerdote del mundo ante Dios. Por eso urgió a todos los pueblos de la tierra a la alabanza. Hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, amos y esclavos, príncipes, magnates y plebeyos... todos tenían que alabar a Dios:

¡Te den, oh Dios, gracias los pueblos, todos los pueblos te den gracias! (Sal. 67, 4.6)

Aclamad a Dios, la tierra toda, salmodiad a la gloria de su nombre (Sal. 6, 1- 2)

¡Alabad a Yahvéh, todas las naciones, celebradle, pueblos todos! (Sal. 117, 1)

Hijos de los hombres, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente (Dn. 3, 82)

Reyes de la tierra y pueblos todos, príncipes y todos los jueces de la tierra, jóvenes y doncellas también, viejos junto con los niños.
Alaben el nombre de Yahvéh... (Sal. 148, 11-13)

El hombre, la voz de la alabanza de todos los seres.

7. Junto al hombre está toda la creación, el espacio casi infinito poblado de millones de estrellas... y dentro de ese mundo gigantesco hay un "corpúsculo" llamado tierra, habitado por los hombres y animado por seres innumerables, seres vivos o irracionales, seres que viven en el aire o se arrastran por la tierra, seres que cantan, nadan, braman, aúllan... Cada constelación o estrella, cada flor, pez, granito de arena, hoja de árbol, copo de nieve o gota de rocío, cada cosa y cada ser de este vasto mundo es una voz que canta la alabanza del Señor. Todos los seres celebran la gloria de Dios, pero no saben decir ni expresar hasta qué punto es admirable su nombre. Su alabanza es inconsciente. Por eso, el hombre, cuando contempla el mundo, se siente arrastrado por una inmensa pasión. El se sabe sacerdote de toda la creación. El puede prestar su voz a los "sin voz" y su conciencia a los "in-conscientes". El hombre es la síntesis de todo lo creado: está hecho de ángel, de estrella, de agua, aire y tierra. El es la voz de alabanza de todos los seres:

Bendígante los cielos, y tu creación entera, por los siglos todos (Tob. 8, 5)
¡Alábenle los cielos y la tierra, el mar y cuanto en él pulula! (Sal. 69, 35)
Obras todas del Señor, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente...
cielos, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente.
Aguas todas que estáis sobre los cielos, bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente... astros del cielo... lluvia toda y rocío... vientos todos... fuego y calor... frío y ardor... rocíos y escarchas, heladas y nieves... noches y días, luz y tinieblas... rayos y nubes...
montes y colinas... fuentes, mares y ríos... cetáceos y todo lo que se mueve en las aguas,
pájaros todos del cielo... fieras todas y bestias, bendecid al Señor,
alabadle, exaltadle eternamente (Dn. 3, 57-81)

Toda la creación es una canción. Los seres que la componen están hermanados en una tarea común: alabar a Dios. En el mundo no hay nada absurdo ni nada que esté de más. Toda la naturaleza es como un querer rebasar sus propios límites y lanzarse a la búsqueda de algo que se ansía por encima de todo. Alguien por quien vivir: Dios. Y cuando el hombre ama, canta y alaba lo hace con las ansias del mundo entero, con los deseos de los astros y de las montañas, de las flores y de los peces, del viento que roza su cara. Toda la creación alaba con el hombre. Y el hombre recoge la alabanza inconsciente de toda la creación y la pone, hecha sinfonía inacabada, a los pies del Señor. El mundo entero se convierte en una canción de alabanza.

Solo en el cielo podemos dar cumplida alabanza al Señor

8. Y por último, en un acto de osadía sin límites, el hombre se cuela en el cielo, se mezcla con la corte de los ángeles y, como si fuera su director, les invita a que se unan al canto de alabanza que desde la tierra sube al cielo:

Angeles del Señor, bendecid, al Señor, alabadle, exaltadle eternamente (Dn. 3,58)
¡Alabad a Yahvéh desde los cielos, alabadle en las alturas;
alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle! (Sal. 148, 1- 2)

9. Israel conoció, en los días de fiesta, ritos bellísimos de alabanza a Dios, ritos traducidos, con cierta aproximación, con las palabras "aclamación", "júbilo", "exultación”... Cuando el pueblo de Dios conmemoraba los grandes acontecimientos de su historia, las grandes hazañas de Dios en su favor, lanzaba hacia el cielo aclamaciones estruendosas, gritos ensordecedores, vítores y aplausos... hasta que las gargantas se quedaban roncas de tanto alabar. Y como si fueran personas humanas, todos los elementos de la creación se unían al concierto general: los cielos gritan de gozo, la tierra entera aclama a su Dios, las montañas lanzan gritos de júbilo, las honduras de la tierra exultan, el mar retumba, los ríos baten palmas (Sal. 98, 4-8; Is. 44, 23; 35, 12; 49, 13; 1 Cro. 16, 31-33 etc.). La creación es feliz alabando a Dios.

10. Y sin embargo, la alabanza que la creación entera puede tributar a Dios no es ni una gota en el inmenso océano de Dios. El Señor sobrepasa infinitamente a sus criaturas. El está más allá de toda medida, cálculo, sueño o imaginación. Lo que de Dios conocemos no es más que "un eco apagado de su voz", "un contorno de sus obras" (Job. 26, 14), una huella de su paso. Ninguna alabanza puede celebrarle cumplidamente. Habría que tener su talla para alabarle como él se merece. Y por eso, nuestra alabanza no puede tener límites. Siempre se podrá alabar a Dios más y más:

¿Quién dirá las proezas de Yahvéh, hará oír toda su alabanza? (Sal. 106, 2)

¡Bendito seas, Yahvéh Dios nuestro, de eternidad en eternidad!
¡Y sea bendito el Nombre de tu Gloria, que supera toda bendición y alabanza! (Neh. 9, 5)

Mucho más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Ello es todo".
¿Dónde hallar fuerza para glorificarle?
¡Que él es grande sobre todas sus obras! Temible es el Señor, inmensamente grande, maravilloso su poderío.

Con vuestra alabanza ensalzad al Señor, cuanto podáis, que siempre estará más alto: y al ensalzarle redoblad vuestra fuerza, no os canséis, que nunca acabaréis.

¿Quién le ha visto para que pueda descubrirle? ¿Quién puede engrandecerle tal como es?
Mayores que éstas quedan ocultas muchas cosas, que bien poco de sus obras hemos visto (Eclo.43. 27-32)

Sólo allá arriba en el cielo podremos dar al Señor una cumplida alabanza, aquella, aquella infinita.

Alabar a Dios es el oficio y profesión del hombre

11. Alabar a Dios es el oficio y profesión del hombre en los días de su paso por la tierra. Alabarle o no alabarle se contraponen como la vida y la muerte. Donde no hay alabanza, la muerte ha hecho ya su acto de presencia. El hombre que no alaba a Dios es, ya en vida, como un cadáver ambulante. La alabanza da el pulso de la vida: si es pujante, la vida es plena: si pierde ritmo, languidece o decae, la vida se debilita y extingue.

La alabanza será, en la vida eterna, la única ocupación del hombre. En el cielo todo será bendición, acción de gracias y alabanza a Dios. Lo que vamos a hacer por toda la eternidad no nos puede coger desprevenidos. Desde ahora, nuestros cuerpos y nuestras almas deben ser instrumentos afinadísimos para alabar a Dios. La alabanza es un anticipo de eternidad, un pregusto de cielo.

12. La nota más característica de la alabanza es su totalidad: se ha de alabar a Dios con todo el cuerpo, con toda el alma y con todas las fuerzas; lo han de hacer todos los hombres y todos los elementos, en todo tiempo y lugar... O dicho con otras palabras: la alabanza ha de ser total en cuanto a su extensión (todos los hombres, todos los seres creados, todos los ángeles), total en cuanto a su duración (sin cesar, por siempre, por los siglos, por eternidad de eternidades), total en cuanto a su intensidad (a pleno pulmón, con vítores y aclamaciones, con danzas y música...) Todos los seres, en todo momento y con todas sus fuerzas, tienen que alabar a Dios. Esa es su tarea, para eso fueron creados.

En el cielo y en la tierra no debe existir ni una sola voz que no se emplee en alabar a Dios. Cielo y tierra deberían ser un puro grito de alabanza, un clamor unánime: ¡GLORIA!





LA ALABANZA EN EL NUEVO TESTAMENTO

por Luis Martín

El Antiguo Testamento es anuncio y profecía del Nuevo Testamento. Cada uno de los elementos más característicos y salientes de la antigua alianza, la ley, el arca, el templo, el pueblo, el sacrificio, la Pascua, la Alianza anuncian y preparan otra realidad superior que tendrá plena realización en el Nuevo Testamento.

Si el pueblo escogido sintió la necesidad de que la alabanza estuviera siempre en su boca (Sal 34, 2-3) y anheló vivir para alabar al Señor que hace "brotar la alabanza ante todas las gentes" (Is 61, 11), podemos decir que en el Nuevo Testamento con la oración del Mesías, el Hijo amado del Padre, adquiere la alabanza una novedad y una profundidad como nunca había alcanzado en labios de "los justos" que durante tantos siglos esperaron el cumplimiento de las promesas.

Continuidad de la alabanza del A. T.

En principio descubrimos la presencia de la alabanza en la misma línea que en el Antiguo Testamento: unas veces se manifiesta en forma de agradecimiento y bendición ante los portentos del Señor, y otras prorrumpe en gozo ante la salvación y la ternura de Dios.

En continuidad con esta tradición hallamos en las primeras páginas de los evangelios la figura de María que con el Mognificat (Lc 1, 46- 55) entona el canto más bello de alabanza a Dios que nos ha transmitido toda la Sagrada Escritura. En sus estrofas dejó plasmada María la belleza de su alma "llena de gracia" y el gozo incontenible del espíritu que halla en Dios toda su alegría, la humildad y sencillez que deriva de una experiencia profunda de la divinidad. La Iglesia se siente tan identificada con este canto que con él alaba todos los días al Señor en la oración vespertina.

"Llena de Espíritu Santo" Isabel alabó a Dios "con fuerte voz":

"¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno!" (Lc 1, 41-42) Y su alabanza se prolonga de generación en generación hasta el fin de los tiempos.

Así también Zacarías, el padre del Bautista, "lleno de Espíritu Santo" (Lc 1, 67-79), profetizó alabando a Dios con el himno del Benedictus, utilizando formas y expresiones tradicionales del Antiguo Testamento. La Iglesia lo repite cada día en la oración de Laudes.

En el canto del Nunc dimittis, movido también por el Espíritu, el "justo y piadoso Simeón" utilizó textos de Isaías para agradecer la salvación universal que llegaba con el Mesías, como iluminación de todos los pueblos y gloria de Israel (Lc 2, 29-32). Así mismo la profetisa Ana "alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Israel" (Lc 2, 36-38).

En todos estos acontecimientos brota diáfana y natural la alabanza como algo incontenible que el Espíritu Santo hace surgir ante las maravillas de Dios.

La alabanza en Jesús

En Jesús adquiere la alabanza una novedad, originalidad y sublimidad sin precedentes en toda la historia sagrada. Sus rasgos más peculiares habrán de caracterizar y definir la alabanza cristiana.

I.- Como buen conocedor de las Escrituras, Jesús utilizó frecuentemente los salmos para alabar a Yahvéh lo mismo que cualquier fiel de Israel. En sus labios cobraba especial significado y actualidad todo lo que los Salmos comunican de parte de Dios a los hombres y todo lo que el hombre trata de expresar a Dios, ya que en los salmos el que verdaderamente ora es Cristo, no sólo porque El es el Verbo de Dios revelado en los salmos, sino porque es de El de quien principalmente hablan anunciando y proclamando el misterio de su vida: "En los Salmos es constantemente Cristo quien habla, y constantemente también es de nosotros de quienes habla, por nosotros y en nosotros, del mismo modo que nosotros hablamos de El: 'No ha querido hablar separadamente, porque no ha querido ser separado' (S. Agustín). De una frase para otra, y hasta en la misma frase, en una especie de trabazón continuada, tan pronto se expresa Cristo en su nombre sólo, como Salvador nacido de la Virgen, como se identifica con sus miembros, y entonces entra en escena la Santa Iglesia, aunque es siempre el mismo 'yo' quien se expresa en ese doble papel" (HENRl DE LUBAC. Catolicismo. Barcelona 1963, p.138-139).

Pero además de esto, la plegaria de Cristo fue la alabanza del Hijo al Padre, alabanza llena de espíritu filial que supo responder a la voz que de los cielos rasgados descendió sobre El en el momento del Bautismo: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1, 11).

Este sentido filial de su alabanza será lo más específico de la alabanza del cristiano que recibirá "el espíritu de adopción" por el que clamará él también: "¡Abba! ¡Padre!" (Rm 8, 15-17).

La alabanza estaba siempre presente en la oración de Jesús, ya fuera en forma de bendición y de acción de gracias o ya fuera en forma de reconocimiento de la gloria del Padre, como podemos apreciar a lo largo de todo el Evangelio, por ejemplo al dar de comer a los cinco mil (Mt 14, 19), en la transfiguración (Lc 9, 29), en la curación del sordo mudo (Mc 7, 34), en la resurrección de Lázaro (Jn 11, 41), en la última Cena (Mt 26, 26; Jn 17, 1-26), en la agonía del huerto (Mt 26, 36-44), al morir en la Cruz (Lc 23, 34-46; Mt 27, 46; Mc 15, 34).

Cuando uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar", Jesús les transmitió junto con el Padrenuestro el mejor compendio de su pensamiento, la clave para comprender no sólo su comportamiento, sino también su forma de orar y alabar. Las primeras peticiones no son más que otras tantas alabanzas:

-Padre nuestro que estás en los cielos,
-santificado sea tu Nombre,
-venga tu Reino,
-hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo..." (Mt 6, 7-15; Lc 11, 1-4).

Llamar a Dios Padre, glorificar su santo Nombre, anhelar su Reino, desear y buscar el cumplimiento de su Voluntad es como el Espíritu de Jesús nos enseña a alabar al Padre en espíritu y en verdad.

II - Más que con las palabras, fue con su vida, de manera especial con su actitud de obediencia y entrega al cumplimiento de su misión, como Jesús alabó al Padre.

Y esto destaca en la forma como nos habló del Padre, hablando siempre lo que el Padre le había dicho (Jn 12, 49-50), comunicándonos los secretos más íntimos del corazón de Dios, y en las actitudes que nos transmitió haciendo siempre lo que agradaba al Padre (Jn 8, 29). La expresión más sublime que la alabanza alcanzó en Jesús, como nadie podrá jamás igualar, está en la entrega que hizo de toda su vida a "hacer la voluntad" del que le había enviado y "llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34), "y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia" (Hb 5, 8; Rm 5, 19), "obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8). Su muerte y resurrección, como cumplimiento del mandato que del Padre había recibido: como ofrenda libre que hizo de sí mismo (Jn 10, 18), fue la verdadera alabanza de la Nueva Ley, el acto supremo de glorificación de Dios, con el que el Hijo del Hombre fue glorificado y Dios fue glorificado en El (Jn 13, 31-32).

La forma más convincente como Jesús nos ha enseñado a alabar a Dios la vemos en su anhelo ardiente de que el Padre fuera glorificado en el Hijo (Jn 14, 13):

"Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar..." (Jn 17, 1-5).

Es así como Jesús se convirtió en alabanza perenne de Dios y también en nuestra alabanza: todo lo que nosotros podamos decir ahora sobre la alabanza ha de tener necesariamente este punto de referencia, pues nunca sabremos qué es alabanza si no lo vemos todo bajo el prisma de la alabanza de Jesús al Padre.

La alabanza en las primeras comunidades cristianas

Si tan marcadamente la alabanza definió la vida de Jesús, necesariamente habría de quedar integrada en la oración de los Apóstoles y de los primeros discípulos, y así se transmitió a la Iglesia primitiva, como descubrimos en los Hechos de los Apóstales, en las Epístolas y en el Apocalipsis.

Los fragmentos de himnos primitivos que hallamos en las Epístolas son otras tantas expresiones de la alabanza con que aquellas primeras comunidades, maravilladas por la obra reciente que Dios Padre había realizado por medio de su Hijo, proclamaban el misterio de Cristo (Flp ?2, 6-11; Col 1, 13-20), el misterio de la salvación (2 Tm 2, 11-13), el misterio de piedad realizado en Jesucristo (1 Tm 3, 16). Otras veces proclamaban la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Tm 6, 15-16) o alababan al Señor como el Rey inmortal de los siglos (1 Tm 1, 17).

Si Dios había glorificado y exaltado a su Hijo, si había sido verdaderamente glorificado en El por la obra que llevó a cabo, era lógico que fuera también dirigida al mismo Cristo en persona, al mismo que ya en vísperas de la Pasión la multitud de los discípulos alabó a grandes voces por las maravillas que habían visto diciendo: "¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas" (Lc 19, 37- 38).

La alabanza en la primitiva Iglesia es canto de las maravillas que Dios ha realizado en nosotros por la obra de su Hijo y es también confesión de la fe y de la vida cristiana.

Las Epístolas paulinas empiezan muchas veces con un canto de alabanza en el que se expone bellamente la obra salvadora de Dios.

La expresión de esta alabanza es muy diversa:

a) Puede ser en forma de doxología (fórmula breve de oración litúrgica que celebra la gloria de Dios o de Jesucristo por el que nos llegó la salvación), como, por ejemplo, en Rm 1, 25; 7, 25; 16, 25-27; Ef 3, 21; Jud 25; Ap 7, 10; 11, 15; 12, 10.

La alabanza que se expresaba por medio de la doxología se relacionaba frecuentemente con el banquete y la comida, como manifestaciones visibles del don de Dios. Este aspecto se transmitió a las oraciones eucarísticas. La costumbre de que los presentes respondieran con un Amén se reafirmó aún más en el Nuevo Testamento (1 Co 14, 16), y ya a finales del siglo I la oración del Padrenuestro había sido ampliada con una doxología, como lo atestigua la Didaché.

b) Otras veces era en forma de acción de gracias, de acuerdo con la tradición bíblica, que al comienzo de una acción señalada o con motivo del recuerdo de las maravillas de Dios siente la necesidad de alabar a Dios.

c) Forma muy peculiar de alabanza son las expresiones que empiezan con el bendito sea Dios o Eulogia (bendiciones a Dios en forma de alabanza muy utilizadas en el A.T., bien como palabra eficaz e irrevocable que transmitía el don que en ella se expresaba o como acción de gracias y alabanza por la grandeza y bondad de Dios). Si bendecir es decir y comunicar el don divino, Dios es por excelencia el que bendice y su bendición llega al colmo en su Hijo y en el don del Espíritu Santo.

La Eulogia al pasar al Nuevo Testamento quedó en el culto cristiano como recordatorio de los hechos salvíficos, y en adelante la bendición con que se alaba a Dios se vincula a la persona de Jesucristo, principalmente a su Resurrección (Rm 1, 4-5: 1 P 1, 3-5). El ejemplo más logrado de alabanza en forma de bendición lo tenemos en la introducción de la Epístola a los Efesios, en la que San Pablo recorre las bendiciones espirituales con las que Dios nos ha bendecido en su Hijo desde la eternidad.

"Para ser nosotros alabanza de su gloria" (Ef 1, 12.14)

1.- La alabanza juntamente con la acción de gracias resalta en el Nuevo Testamento como la actitud fundamental y permanente de la vida cristiana.

De la primera comunidad, nacida de Pentecostés, se dice que "alababan a Dios y gozaban de la simpatía del pueblo" (Hch 2, 47). Ante un acontecimiento que manifiesta la acción de Dios siempre se glorifica a Dios.

Mientras Pedro exponía al Centurión y a su casa el mensaje de salvación, "el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra..., pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios" (Hch 10, 44-46).

Cuando Pablo en Jerusalén, acompañado de algunos de sus discípulos, cuenta en casa de Santiago a los presbíteros de Jerusalén "una a una todas las cosas que Dios había obrado entre los gentiles por su ministerio, ellos al oírle glorificaban a Dios"(Hch 21, 18-20). Y en la Epístola a los Romanos escribe que los hombres "que aprisionan la verdad en la injusticia... son inexcusables, porque habiendo conocido a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias" (Rm 1, 18-21).

2.- La alabanza divina se convirtió en la comunidad cristiana en el auténtico culto a Dios:

"llenaos más bien del Espíritu Santo. Recitad entre vosotros, salmos, himnos y cánticos inspirados: cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5, 18-20).

"Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3, 16).
"Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros" (1 Ts 5, 16-18).

"Para que el nombre del Señor Jesús sea glorificado en nosotros y nosotros en El" (2 Ts 1, 12).

"Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar los alabanzas de aquél que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz...” (1 P 2, 9).

3.- El Apocalipsis nos describe la liturgia celestial, el cántico nuevo de los bienaventurados, y nos transmite himnos preciosos de alabanza:

"La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero... Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén." (Ap 7, 10-12).

Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios" (Ap 15, 3-4).

"Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, pequeños y grandes... ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa se ha engalanado, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura... “(Ap 19, 1-8).

Todo esto nos da a entender que la alabanza era la auténtica forma existencial de la comunidad cristiana, modelada de acuerdo con la liturgia celeste.

4.- La exigencia de la vida cristiana es ofrecer a Dios sin cesar y por medio de Jesucristo "un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre" (Hb 13, 15).

Esta alabanza es auténtica y viva porque se ha encontrado con el Dios vivo, porque ha palpado su acción en la vida personal.

Por eso la vida del cristiano es inconcebible sin alabanza. Al ser algo tan primordial en la Iglesia primitiva no pudo menos de quedar reflejado así en la rica Tradición que llega hasta nosotros en la oración litúrgica, en la que los frecuentes aleluyas y gloria Patri marcan el ritmo de la alabanza.

Deja de ser alabanza cuando queda en mera exteriorización verbal o puro formalismo, defecto del que frecuentemente se puede adolecer.

El cristiano debe convertirse en alabanza de Dios en Cristo, y su alabanza ha de terminar siempre en la Trinidad. Debe elevarse a Dios Padre con Cristo y en El y por El.

"A Aquél que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén" (Ef 3, ?20-21).

Pero el Señor es nuestra alabanza. El es la mejor alabanza que podemos ofrecer a Dios en nuestra plegaria, en nuestra liturgia eucarística y en toda nuestra vida.

La oración del cristiano ha de estar por tanto hecha en sintonía con la oración de Jesús, y al mismo tiempo ha de ser en nombre de Jesús (Ef 5, 18-20).




LA ALABANZA EN LA LITURGIA.

Por Sor Ma. Victoria Triviño, osc.

El cristiano está llamado a ser en el santuario de su propio ser, una "alabanza de Gloria", sin interrupción en el tiempo, hasta que el último instante de su condición peregrina se pierda en el inmenso mar de la eternidad. Más, esta actitud íntima no basta. El cristianismo es comunitario por su esencia y la alabanza tiene su lugar de expresión familiar en la Liturgia.

El Pueblo de Israel, tan pronto como hubo cruzado el Mar Rojo, a las primeras luces del alba, hizo una experiencia nueva. Reunidos maravillosamente en la Ribera, mientras las aguas volvían a alcanzar su nivel, se sintieron y descubrieron como "un pueblo de hermanos". Un mismo aliento de alabanza henchía su pecho y juntos expresaron con canciones, danzas e instrumentos, la alabanza al Dios que salva "en el Mediador, en la Nube y en el Mar”.

La misma experiencia iban teniendo los primeros cristianos al ser bautizados en el Agua y en el Espíritu. Nacían como pueblo de hermanos que necesitaban reunirse: para la enseñanza de los Apóstoles, para la Fracción del Pan y para las oraciones. El calor de esta comunión fraterna era el signo de su autenticidad entre los gentiles.

También nosotros, como comunidad de Redimidos, seguimos siendo convocados en el Espíritu para alabar al Padre en Cristo, por El y en El. El es nuestro Sacerdote, nuestro Liturgo en plenitud. En El la koinonía se derrama enlazando tierra y cielo, todos los miembros de su Cuerpo Místico. En El la alabanza litúrgica trasciende el tiempo y el espacio adentrándose en el santuario del cielo... En El es la alabanza en Espíritu y Verdad.

Algunos rasgos de la alabanza en la eucaristía

La realización por excelencia de la alabanza cristiana es la Eucaristía. No sólo porque se concentra sobre la unidad de la obra creadora, sino también porque es su fruto: el gran acto de reconocimiento, en el que la criatura salvada en Cristo le alaba por la gracia recibida, y haciendo esto se asocia ya a la alabanza perfecta, a la glorificación definitiva del Padre... ¡Hasta que El vuelva!

El "Gloria"

Ya en el rito de Entrada, la Madre Iglesia pone en nuestros labios un legado precioso de la poesía hímnica primitiva, una joya de inspiración bíblica que se ha guardado en Oriente y Occidente, el Gloria. Entró en la Liturgia de la Misa como una pieza excepcional reservada a brillar en el tiempo pascual. Sólo posteriormente se hizo común a las misas dominicales. El conocer el aprecio en que se ha tenido el Gloria a través de los siglos debe llevarnos a estimar y cuidar su digna ejecución.

Su estructura se presenta en tres partes:

Se inicia con el anuncio de la salvación, canto de los ángeles que dan "Gloria a Dios" y "Paz a los pastores" (Lc 2, 14) a todo hombre sencillo, pobre, capaz de acoger el Don de Dios que tan gratuitamente nos hace en el Hijo entregado:
"Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor... "

Tras esta introducción a la alabanza llena de evocaciones salvíficas, brota como una cascada incontenible de alabanzas al Padre.

Se acumulan después los títulos al Hijo. Y al fin se hace extensiva la alabanza a la Trinidad. Y los predicados divinos se suceden con firmeza:

"Porque sólo Tú eres SANTO, sólo Tú, SENOR,
sólo Tú ALTISIMO... "
¡Sólo El!... Con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre.

¿Acertaríamos nosotros a ensartar una guirnalda de alabanzas más firmes y bellas, más evocadoras que éstas que la Tradición nos ha legado? Tenemos la responsabilidad de darles vibración en nuestras asambleas, para entregar con amor lo que con tanto aprecio se nos ha transmitido a través de los siglos.

Prefacio

La Madre Iglesia, en el caminar progresivo hacia la Pascua del Año Litúrgico, va canalizando nuestra alabanza en las expresiones más coherentes, según los matices de nuestro itinerario participante en los Misterios de Cristo. La pieza litúrgica especialmente sensible a estos matices es el prefacio.

La Gran Plegaria Eucarística

Lo pieza clave de la Liturgia de la Eucaristía es la Anáfora o Plegaria Eucarística que se despliega solemnemente ante el Padre, por mediación del Hijo, y es "centro y culmen" de toda la celebración. Sus acentos son de alabanza y acción de gracias por las obras maravillosas y salvadoras del Padre. Particularmente bella es la Plegaria IV. La recita únicamente el que preside, en Persona de Cristo. Sin embargo tiene como dos polos en que se apoya la expresión y participación de la asamblea y en los que se realiza la plenitud del rito por medio del canto. Son el Santus y el Amén final.

El Santus

Se conoce en la estructura de la Misa, desde el s. IV en Oriente, y desde el s. V en Occidente. Es el canto más antiguo y más importante del Ordinario. Corresponde siempre a la asamblea, y para facilitar su participación vale la pena potenciarla con técnicas de repetición.

Arranca de una escena bíblica, Is 6, 1 ss. la grandiosa visión del Santo alabado sin cesar por los "seres ardientes":

"Santo, Santo, Santo...!"

Es una aclamación que integra la alabanza cósmica y universal, himno de los Serafines que traspasa los límites de tiempo y espacio anticipado, como decía Tertuliano, el "oficio de nuestra gloria futura".

El Amén

Viene a sellar como una ratificación solemne toda la Gran Plegaria Eucarística. Es una intervención clara de nuestro sacerdocio de fieles, de nuestra adhesión entusiasta a Cristo Resucitado que glorifica al Padre.

Una interpretación vibrante e insistente puede ser el "signo" expresivo de este momento.

Liturgia de las horas

La alabanza lleva en sí misma la tendencia a ser incesante y simplicísima. "Contempladlo y quedaréis radiantes!"

Si la Eucaristía es "Centro y cumbre", la Liturgia de las Horas la continúa y prepara. Así tres -o siete- veces al día volvemos a unirnos a la Liturgia celeste, nosotros..., los peregrinos que caminamos entre dificultades y desgarros. No para evadirnos, sino para realizar este deber de alabanza clavado en nuestro ser. Sabiendo que mientras lo realizamos amorosamente como Iglesia, se fragua la salvación del mundo.

Vamos con todo lo que tenemos y somos a la presencia del Dios Santo. Los Salmos, los Cánticos del A.T. y N.T. hacen desembocar en la alabanza toda la oración del hombre que está en camino. Celebramos la Palabra divina, no solo como revelación sino como Acontecimiento.

¡Dios que recuerda su Alianza... Dios que realiza en el Hijo el designio de su Amor sobre nosotros... Dios que salva!

Dentro de las familias en que se agrupan los salmos, hay los llamados hímnicos o salmos de alabanza. Son aquellos que, trascendiendo los demás géneros literarios (lamentación, súplica, acción de gracias, etc.), se tejen con acentos de pura alabanza. En Laudes se comienza con un salmo matutino al que sigue un Cántico del A. T. Hasta aquí cabe recordar lo que podríamos llamar "nuestro pan", pero el salmo siguiente se eleva siempre a la pura alabanza. Se toma los salmos hímnicos marcando así la cumbre de una progresión oracional que crece como la luz del alba.

Pero en realidad, aunque los géneros variados de los salmos se alternen, -siendo preferentemente de acción de gracias los de Vísperas e históricos los del Oficio de Lecturas-, la alabanza está alentando a lo largo de toda la liturgia desde el primer Alleluia.

El Alleluia no es un canto esencial, pero cumple una función importante en la Liturgia, matizando el carácter más o menos exultante de una celebración. Es una alabanza que se apoya en sí misma: ¡Allelu- Yah! ¡Alabad a Yahvéh!

Así, al partir el Pan de la Palabra en la Liturgia de las Horas, se dilata la alabanza glorificando al Padre en el Hijo y el Espíritu, al ritmo del AlIeluia en la Pascua, y más todavía en todo tiempo a ritmo del Gloria Patri, que al final de cada salmo o Cántico lo eleva, en una alabanza trinitaria pura, suspendiéndolo en la contemplación admirada de lo que nos sobrepasa, ante el Misterio que es y será por los siglos.

Hasta sentirse inmersos en la liturgia del reino

Toda celebración litúrgica debería ser un acontecimiento, pletórico de nuevas experiencias. Allá donde la fe exultante se ensancha, se expresa al entrar en comunión con la asamblea de los justos, de los humildes, de los que se admiran ante la grandeza de Dios; al acoger la Presencia del Resucitado...

La alabanza nace... del embeleso, de la admiración, del fuego que se enciende por dentro en presencia del Señor. Supone un alma dilatada que puede expresarse de manera total. En la Liturgia esa expresión normalmente ha de ser inteligible a la comunidad, y se vierte dentro de las formas de expresión que realmente "significan" en el marco vital. Esas formas son frecuentemente el canto, la música y la danza.

A este respecto os confiaremos un testimonio de un hermano, Fr. Josep Mª Massana, ofm., que hasta hace poco estaba entre nosotros y ahora nos escribe desde la Misión de Lilongwe (Malawi-África): " ... Cada día tengo el gozo de participar con las hermanas Clarisas la Liturgia: Laudes a las 5.20, Eucaristía a las 6, y a la tarde Vísperas a las 4,50. Os diré que, aunque de momento no entiendo "ni papa" de Chichewa, vivo intensamente esta liturgia. Es totalmente africana en contenido y expresión. Más de una vez me saltan las lágrimas, por la vivencia profunda de presencia del Señor. ¿Como os lo diría? La Liturgia es una perfecta síntesis de concierto (tambores, y otros instrumentos típicos) y representación simbólica. Todo con una sencillez sobrecogedora. Danza y texto, ritmo y música forman una perfecta unidad. Todo es cantado y muchas cosas son representadas en danzas, gestos; a veces en grupo, a veces todas. Aplaudir, elevar las manos en gesto de ofrenda, o de petición, postración en gesto de profunda adoración... Cada día es diferente.

El primer día en que vi 28 monjas, negras todas, menos cuatro, descalzas totalmente, danzando delicadamente en alabanza del Señor al son de los instrumentos y cantando polifonías africanas... vi a Sta. Clara en rostro negro, pero con ojos" claros" y rostro radiante... Me sentí inmerso en la liturgia del Reino. (13-12-1983)."

¿No vale este testimonio más que muchas ponderaciones?

¡He aquí el ideal! Que al celebrar la Liturgia, la LUZ del Señor Resucitado lo transforme e informe todo... hasta el punto de sentirnos "inmersos en la Liturgia del Reino".

La Eucaristía, escuela de alabanza

por Manuel R. Espejo, Seh. P.

Es muy importante, para crecer en la alabanza, profundizar en la Eucaristía, como la mejor escuela de alabanza que se nos ha dado.

I.- UNAS AFIRMACIONES GENERALES

1. La Eucaristía es el memorial de la perfecta alabanza al Padre, puesto que es el recuerdo sacramental de la alabanza que le tributó su Hijo Jesús con la propia vida.

En el momento central de la consagración se dice: Jesucristo, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dándote gracias y bendiciéndote... ". Creo no exagerado afirmar que la acción de gracias, la bendición, el dar gloria, cantar himnos y alabar es substancialmente lo mismo.

2. La Eucaristía es "sacrificio de alabanza". Lo dice la misma Plegaria eucarística-I, en la conmemoración de los vivos: "te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza... ".

3. Cada Eucaristía es una Efusión del Espíritu Santo. Y nosotros sabemos que la auténtica alabanza brota del Espíritu que habita el corazón del creyente y "se desata" en la efusión. Veamos algunos textos:

• "santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu" (epíclesis de la plegaria- ll).
• "Por eso, Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para tí' (epíclesis-III).
• "Dirige tu mirada sobre la ofrenda... para que... llenos del Espíritu Santo... “(memorial- III).
• "Dirige tu mirada... para que... bendecidos con tu gracia, tengamos también parte en la plenitud de tu reino" (memorial- 1, que en la traducción italiana dice así: descienda sobre nosotros la plenitud de toda gracia y bendición del cielo).
• "Que este mismo Espíritu santifique, Señor, estas ofrendas" (epíclesis IV).

4. La Eucaristía es una celebración, una fiesta por la bondad del Padre, una acción de gracias. Y qué otra cosa es la alabanza, si no una celebración, una fiesta, una acción de gracias? En el memorial de las cuatro Plegarias se lee: "al celebrar ahora el memorial... ".

II. ESCUELA DE ALABANZA

1. Desde el saludo inicial está presente la alabanza: reconocemos la gracia de Jesús, el amor del Padre y la comunión del Espíritu. Esta es la raíz de la alabanza.

2. En el acto penitencial confesamos (alabamos) a Dios todopoderoso y perdonador. Levantamos nuestro corazón a El en vez de encerrarnos en nuestro pecado. Esta actitud es la clave de la alabanza.

3. En el gloria ensalzamos al Padre, al Hijo y a su Espíritu.

4. En la Colecta siempre se suele empezar por el reconocimiento (alabanza) de un don del Padre: p. ej. "Señor, tú que en nuestra fragilidad nos ayudas con medios abundantes... “(viernes de la 4ª semana de cuaresma). Sólo en un segundo tiempo pedimos ser consecuentes con ese don que hemos alabado o reconocido: "concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas y manifestarla a los hombres con nuestra propia vida".

5. En la Palabra de cada día se nos revela Dios, su amor. Y esta revelación es la que saca de lo más profundo de nosotros la alabanza. He aquí por qué contestamos a las lecturas "te alabamos, Señor", y por qué el salmo interleccional y el aleluya tienen casi siempre formulación de alabanza: p. ej. "Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (24 diciembre).

6. En la presentación del pan y del vino, con la que comienza la liturgia eucarística, no hay otro sentido que la alabanza: sacerdotes y fieles decimos "bendito seas, Señor, Dios del universo por... "- "bendito seas por siempre, Señor".

7. En los Prefacios, umbral de la Plegaria Eucarística, se encuentran las enseñanzas más bellas sobre la alabanza:

• Todos los Prefacios comienzan con la invitación a dar gracias al Señor (alabarlo), y el reconocimiento de que esto "es justo y necesario". ¿Se puede decir más? Sin embargo, acabada la Eucaristía, muchos fieles nos olvidamos de que lo justo y ne-ce-sa-rio es alabar al Señor, y hacemos todo menos alabarlo...

"(Tengo realizado un estudio detenido de todo lo que los Prefacios dicen sobre la alabanza, pero no quiero alargar estas notas. Lo dejo para otra ocasión.)

• .Al "justo y necesario" se añade, generalmente, "en verdad... es nuestro deber y salvación darte gracias (alabarte) siempre y en todo lugar". Sobra todo comentario. Quien ha recibido el don de la alabanza, posiblemente el mayor después del de la fe, sabe que sólo es posible alabar "siempre y en todo lugar" no mirándonos a nosotros mismos, sino a Dios y su fidelidad.

• Concluyen todos los Prefacios cantando la alabanza del Señor, con el himno de su gloria: el Santo. Alabanza cósmica en la que unimos nuestras voces a las de los ángeles y, por nuestro medio, alaban al Señor todas las criaturas (cf. Prefacio de la Plegaria-IV).


8. En las cuatro plegarias eucarísticas se comienza con una fórmula de alabanza:

• ''A ti, pues, Padre misericordioso... " (1).

• "Santo eres en verdad, Señor, y con rozón te alaban todas tus criaturas... “(III).

"Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, etc." (IV).

9. En el desarrollo de las Plegarias existen múltiples alusiones a la alabanza:

• ''Te damos gracias (te alabamos) porque nos haces dignos de servirte en tu presencia (memorial-II).

• "Seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas" (intercesión por un difundo-III).

Al decir la Liturgia que cantaremos eternamente la alabanza del Señor, está diciendo que alabar aquí en la tierra es adelantar nuestro quehacer de la eternidad... "Concede... seamos, en Cristo, víctima viva para tu alabanza" (memorial-IV).

He aquí un texto programático profundísimo: estamos llamados a ser víctima viva para alabanza del Señor.

Y es que la oración de alabanza nos lleva a la aceptación de la voluntad del Padre, sea cual fuere ésta, y hayamos de dejar lo que hayamos de dejar. La oración de alabanza se hace vida de obediencia, que nos lleva a la cruz gloriosa. No conocen la alabanza quienes dicen que aliena y descompromete.

• "Padre de bondad, que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino... y allí, junto con toda la creación, libre ya de pecado y de muerte, te glorifiquemos por Cristo ... "(intercesión- IV).

La traducción italiana dice: "cantaremos tu gloria. ¡Qué texto más denso!: es toda la creación quien alabará al Padre, por Cristo. Nuestra situación de pecado impide la alabanza perfecta del Espíritu de Cristo que permanece atado en nosotros...

10. En la conclusión de las cuatro Plegarias se repite la misma alabanza trinitaria: todo honor y toda gloria, por siempre a Dios Padre por Cristo y en el Espíritu.

11. En el rito de comunión existen también elementos que nos interesan:

a) Debo confesar mi sorpresa el día que descubrí que el Padre nuestro comienza por una alabanza: el reconocimiento de la paternidad de Dios y el deseo desinteresado de que sea santificado (reconocido, alabado).

b) Existen, además, repetidas indicaciones sobre la fuerza sanadora del cuerpo de Cristo: la oración "Líbranos, Señor" es, según algunos, un resto de una oración de liberación-sanación. Los dos textos que emplea el celebrante para prepararse a la comunión piden la salud del cuerpo y del espíritu. El "Señor, no soy digno" afirma la sanación...

¿Qué momento mejor para sanar que el de la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo?

c) La oración final recoge muchas veces esta idea de la Eucaristía como fuente de liberación y sanación.

12. En el rito de conclusión se emplean en ciertas ocasiones bendiciones solemnes cargadas de fórmulas de alabanza. Y siempre se concluye con el "demos gracias a Dios" (alabamos a Dios).

III. P ARA TERMINAR

1. La Eucaristía nos señala el motivo para nuestra alabanza; p. ej. (sin entrar en el rico análisis de los Prefacios) cuando se dice en la Plegaria II:

"Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad…”; “Jesús cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada... "; "te damos gracias, porque nos haces dignos de servirte en tu presencia",

O cuando se lee en la III:
"Al celebrar ahora el memorial... "; "por la inmolación (de Cristo) quisiste devolvernos tu amistad.. ".

y cuando en la IV se afirma:
''Te alabamos, Padre santo, porque eres grande, etc., etc."; "Tú mismo has preparado a tu Iglesia esta Víctima (Cristo)". ..

2. La Eucaristía nos enseña "la técnica" de la alabanza; p. ej. cuando se dice en el rito de la paz:
"No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia; y en la conmemoración de los difuntos de la I: "acéptanos... no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad”.

¿Cabe la alabanza, si no es con esta "técnica" de no mirar ni nuestros pecados ni nuestras virtudes, sino la bondad del Señor y la fe de su Iglesia?

3. La Eucaristía nos recuerda el efecto de la alabanza; la conversión de la vida, la aceptación de la voluntad del Padre, renunciando a la propia voluntad: en la Plegaria IV se lee:
"Te alabamos, Padre... porque... nos enviaste como salvador a tu único Hijo, quien envió desde tu seno al Espíritu Santo para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él... ". "Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que ... seamos, en Cristo, víctima viva para tu alabanza ".

4. La Eucaristía fomenta el deseo ecuménico de la unidad, otra dimensión muy querida en los Grupos de la Renovación: • "Señor Jesucristo... conforme a tu palabra concede a tu Iglesia la paz y la unidad" (Rito de la paz).

• "Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantas participamos del cuerpo y Sangre de Cristo" (memorial II).

• "Con la fuerza del Espíritu Santo... congregas a tu pueblo sin cesar" (inicio III).

• "Fortalecidos con el cuerpo y sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" (memorial III).

• ''Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el munda" (intercesiones III).

• "Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo... "(memorial IV).

IV. OTRA ESCUELA DE ALABANZA

Quiero concluir con un texto del Vaticano II que nos pone en la pista de otra gran Escuela de alabanza, la Liturgia de las Horas:

"Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. El mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando la Liturgia de las Horas" (Sacr. Conc. Nº .83).



Alabanza a Dios en unión con la Iglesia del cielo.

En la Liturgia de las Horas, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su cabeza, ofrece a Dios, sin interrupción, el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre. Esta oración es "la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aun: es la oración de Cristo, con su cuerpo, al Padre". "Por tanto, todos aquellos que ejercen esta función, por una parte, cumplen el deber de la Iglesia y, por otra, participan del altísimo honor de la Esposa de Cristo, ya que, mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia.”

Con ]a alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales, y siente ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y del Cordero, como Juan la describe en el Apocalipsis. Porque la estrecha unión que se da entre nosotros y la Iglesia celestial se lleva a cabo cuando "celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la divina majestad, y todos los redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación, congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios uno y trino".

Esta liturgia del cielo casi aparece intuida por los profetas en la victoria del día sin ocaso, de la luz sin tinieblas: "Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua." "Será un día único, conocido del Señor, sin día ni noche, pues por la noche habrá luz." Pero hasta nosotros ha llegado ya la última de las edades, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente. De este modo la fe nos enseña también el sentido de nuestra vida temporal, a fin de que unidos con todas las creaturas anhelemos la manifestación de los hijos de Dios. En la Liturgia de las Horas proclamamos esta fe, expresamos y nutrimos esta esperanza, participamos en cierto modo del gozo de la perpetua alabanza y del día que no conoce ocaso.

(Ordenación GENERAL DE LA LITURGIA DE LAS HORAS, Núms. I5-16.en Breviario, t. I, pg. 36-37.)



ENTRESACANDO DEL RICO TESORO DE LA TRADICIÓN.


La Alabanza está siempre presente en la vida de los cristianos de todos los tiempos. Algunos la llegaron a vivir de forma extraordinaria. Los santos son los que mejor supieron plasmarla en toda su vida. Algunos han escrito páginas preciosas sobre lo que es alabar a Dios.

En esta sección presentamos algunos textos que más a mano hemos encontrado. Lo que se podía haber seleccionado sería un material cuantioso y que no se puede encerrar en este pequeño espacio. Es un trabajo que quizá algún hermano podría realizar y que sería una obra de gran belleza y utilidad.

Los textos que aquí reproducimos son densos y requieren tiempo y atención para asimilar el rico contenido que nos ofrecen. Los que transcribimos de los Santos y Doctores quizá ya los conozcamos, pero aquí bien merecen nuestra atención por lo mucho que nos enseñan.

Cantar salmos con el espíritu, pero cantarlos también con la mente

¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos claman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.

En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina: son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de amor, en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.

¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces, porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

(S. AMBRIOSIO, Comentarios sobre los salmos. Traducción del Breviario, t. III. págs. 288-289.)


Alabanza en la conversión

Movido ante estas cosas a volver sobre mí mismo, entré en mi interior guiado por Dios, y lo pude hacer porque El fue mi ayuda: entré y vi con los ojos de mi alma -que no sé cómo decir que son- una luz fija sobre mis ojos, sobre mi mente, no la luz que habitualmente vemos, ni siquiera parecida, sino mayor, como si brillase más y con más claridad y lo iluminase todo con su grandeza: no era la luz que siempre vemos, sino distinta, muy distinta a todas.

Ni su manera de estar ante mis ojos y en mi mente era como está el aceite sobre el agua en la alcuza o el cielo sobre la tierra, sino más arriba, porque ella me hizo, y yo muy abajo, porque he sido hecho por ella. Quien conoce la verdad sabe cómo es, y quien sabe cómo es conoce la eternidad: es el amor quien la conoce.

¡Eterna verdad, verdadero amor, amada eternidad! Ella es mi Dios: por ella suspiro día y noche, y cuando por primera vez la conocí, me llevó con ella para que viese que existía lo que yo debía ver y aún no estaba preparado para ver. Hizo que la debilidad de mis ojos reflejasen su luz, dirigió con fuerza sus rayos sobre mí y me estremecí de amor, y a la vez de miedo: y advertí entonces que me encontraba lejos de ella, en una región extraña, desde donde me pareció oír su voz que de lo alto me decía: Yo soy el manjar de los grandes, crece y podrás comer. Tú no me cambiarás en ti; como cambias la comida en tu propia carne, sino que yo te convertiré en mí.

Y supe que por su maldad el hombre fue condenado, y que su alma se secará como una tela de araña, y me dije: ¿Es que no es nada la verdad por no encontrarse extendida en el espacio? Y Dios me gritó desde lejos: ¡AI contrario, Yo soy el que soy! y lo oí como se oye interiormente en el corazón, sin dejarme lugar a la más mínima duda; con más facilidad dudaría yo de que vivo que de que la verdad existe, de que, a través de las cosas creadas, se advierte su existencia.

Miré las demás cosas, que están debajo de Dios, y vi que no sólo no son de una manera absoluta, sino que absolutamente no son. Estrictamente hablando son, es claro, porque proceden de Dios, pero no son porque no son lo que Dios es, y sólo es verdaderamente lo que permanece inconmovible. Para mí el bien está en adherirme a Dios, porque si no permanezco en El tampoco podré permanecer en mí; pero El, al permanecer en sí mismo, renueva todas las cosas, y El es mi Señor porque no necesita de mis bienes.

(S. AGUSTIN. Confesiones, Edic. Palabra, Madrid 1980. págs. 124-125.)


Toda mi esperanza está puesta en tu gran misericordia

Señor, ¿dónde te hallé para conocerte -porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese-. dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti mismo, lo cual estaba muy por encima de mis fuerzas? Pero esto fue independientemente de todo lugar, pues nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, esto se lleva a cabo sin importar el lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan y, a un mismo tiempo, respondes a todos los que te interrogan sobre las cosas más diversas.

Tú respondes claramente, pero no todos te escuchan con claridad. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Óptimo servidor tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que el quisiera, cuanto a querer aquello que de ti escuchare.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te ame! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo: gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti: me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de tí. Tú, al que llenas de ti, lo elevas, mas, como yo aún no me he llenado de ti, soy todavía para mí mismo una carga. Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de que parte está la victoria.

(S. AGUSTIN, Confesiones, del Breviario Miércoles VIII.)

Nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti

Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; eres grande y poderoso, tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, parte de tu creación, desea alabarte: el hombre, que arrastra consigo su condición mortal, la convicción de su pecado y la convicción de que tú resistes a los soberbios. Y, con todo, el hombre, parte de tu creación, desea alabarte. De ti proviene esta atracción a tu alabanza, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti.

Haz, Señor, que llegue a saber y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, qué es antes, conocerte o invocarte. Pero, ¿quién podrá invocarte sin conocerte? Pues el que te desconoce se expone a invocar una cosa por otra. ¿Será más bien que hay que invocarte para conocerte? Pero, ¿cómo van a invocar a aquél en quien no han creído? Y ¿cómo van a creer sin alguien que proclame?

Alabarán al Señor los que lo buscan. Porque los que lo buscan lo encuentran y, al encontrarlo, lo alaban. Haz, Señor, que te busque invocándote, y que te invoque creyendo en ti, ya que nos has sido predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la que tú me has dado, la que tú me has inspirado por tu Hijo hecho hombre, por el ministerio de tu predicador.

(S. AGUSTIN. Confesiones, del Breviario, Domingo IX.)



El júbilo de la alabanza

Cantadle un cántico nuevo, cantadle con maestría.
Cada uno se pregunta cómo cantará a Dios. Cántale, pero hazlo bien...

Mas he aquí que El mismo te sugiere la manera como has de cantarle: no te preocupes por las palabras, como si éstas fuesen capaces de expresar lo que deleita a Dios. Canta con júbilo. Este es el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En efecto, los que cantan, ya sea en la siega, ya en la vendimia o en algún otro trabajo intensivo, empiezan a cantar con palabras que manifiestan su alegría, pero luego es tan grande la alegría que los invade que, al no poder expresarla con palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de júbilo.

El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo. "

(S. AGUSTIN, Salmo 32, sermo 1. Traducción de Breviario. Oficio del 22 de noviembre.)



La manifestación del Señor

¿Cómo podría no buscarte? Tú te has revelado al alma de modo indecible. La tienes prisionera de tu amor; ella no puede olvidarte.

De improviso el alma ve al Señor y le reconoce. ¿Quién puede describir esta alegría y este consuelo? El Señor es reconocido en el Espíritu Santo y el Espíritu Santo obra en todo el hombre: en el espíritu, en el alma y en el cuerpo. Así es reconocido Dios, así en el cielo como en la tierra. En su infinita bondad el Señor concedió esta gracia, a mi pecador, para que los hombres le conozcan y se conviertan a El.

Alabanza y acción de gracias a Dios y a su gran Misericordia, porque El concede a nosotros, hombres pecadores, la gracia del Espíritu Santo. No se necesita riqueza ni erudición para conocer a Dios, sino la obediencia y la castidad, un espíritu humilde y amor al prójimo. El señor ama a un alma tal y se revela a ella. La amaestra en la caridad y en la humildad y le da lo que es necesario para alcanzar la paz en Dios.

Conozco a un hombre a quien el Espíritu Santo visitó con su gracia. Si el Señor le hubiese preguntado: "¿Quieres que te dé todavía más?", él habría respondido, en su impotencia carnal:

"Señor, tú lo ves, si fuese mayor, moriría." Porque el poder del hombre es limitado y no puede contener la plenitud de la gracia.

SILVANO DEL MONTE ATHOS, Escritos, en Espiritualidad Rusa, Nebli. Ed. Rialp. Madrid 1965, pg. 155-156).


Orar siempre y en todas partes

Para un verdadero sabio (o cristiano instruido), toda la vida es una fiesta sacra. Sus sacrificios consisten, por tanto, en las oraciones y en las alabanzas, en la lectura de la Sagrada Escritura antes de las comidas, en la recitación de los salmos y de los himnos durante las comidas y antes de acostarse, y en la oración de la noche. Así se une a la milicia celestial, mediante su pensar incesante en una contemplación inolvidable. ¿Pero cómo? ¿No se reconoce el otro sacrificio, que consiste en dar espontáneamente con doctrina y con hechos a los necesitados? Cierto, pero durante la oración, que recita en alta voz, no usa muchas palabras, porque ha aprendido también del Señor cómo se ha de rezar. Reza, pues, en todo lugar, pero no públicamente y delante de los ojos de todos. Y reza en toda circunstancia, bien sea al hacer un paseo, bien sea cuando va en compañía de otros, o cuando reposa, o también al comienzo de una obra espiritual. Y cuando en el interior de su alma alimenta un pensamiento y con gemidos inenarrables invoca al Padre.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata. ¡ESPIRITUALIDAD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS, Rialp, Madrid 1979, págs. 166-167)



Como la oración puede ser Continua

Al cabo de tres semanas aproximadamente comencé a experimentar en el corazón cierto dolor, pero acompañado de una alegría y un fervor inmensamente agradables. Esto me indujo a insistir aún más en la oración: dominaba completamente mis pensamientos, sentía una gran alegría y como una liberación de la gravedad de mi cuerpo, de modo que me veía transformado y arrebatado. Sentía gran amor por Jesucristo y por toda la creación de Dios. Se me llenaban de lágrimas los ojos, lágrimas de gratitud hacia el Señor. Tan misericordioso conmigo, obstinado pecador. Mi pobre inteligencia se iluminó de tal manera, que podía contemplar cosas que antes no hubiera osado pensar. A veces, un ardor celestial penetraba todo mi ser y, en mi recogimiento, sentía la divina presencia. Sólo con pronunciar el nombre de Jesús me sentía feliz. Entonces comprendí lo que significan aquellas palabras: el reino de Dios está dentro de vosotros.

Todas estas experiencias me enseñaron que la oración interior produce abundantes frutos: sincero amor de Dios, paz interior, rapto del espíritu, pureza de pensamiento, agilidad y vigor en todos los miembros, un general bienestar, insensibilidad a las enfermedades y dolores, nueva fuerza de raciocinio, nueva inteligencia de la Sagrada Escritura: comprensión del lenguaje de todas las criaturas, repulsa de toda vanidad, nuevo concepto de la santidad y de la vida interior y, finalmente, la conciencia cierta de que Dios está presente y de que su Amor lo abraza todo.

Después de pasar cinco meses en este recogimiento y con experiencias tan dichosas me acostumbré de tal manera a la oración que no la abandonaba nunca, la sentí resonar dentro de mi no sólo cuando estaba despierto, sino también durante el sueño, sin interrumpirse por un solo instante, cualesquiera que fuesen mis ocupaciones. Mi alma daba continuas gracias a Dios y mi corazón se derretía de una beatitud infinita. Vino el tiempo de la tala del bosque y por todas partes comenzaron a llegar obreros. Tuve que dejar mi silenciosa morada. Di las gracias al guardabosque, oré, besé la tierra en que Dios se me había mostrado tan liberal, cogí mi alforja y me fui.

Peregriné largo tiempo y por diversos lugares hasta llegar a Irkustk. El rezo silencioso de la oración a Jesús en el fondo del corazón me confortaba y sostenía en mi viaje. Ninguna circunstancia externa, ninguna ocupación la impedían. Cuando me ocupaba de algún asunto, la oración me ayudaba a resolverlo más rápidamente. Mientras escuchaba o leía, la oración seguía brotando de mi corazón. Pensaba dos cosas a la vez como si se desdoblase mi personalidad o hubiese dos almas en mí. ¡Cuán misteriosa es la naturaleza humana! ¡Cuán grandes son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tu riqueza (Sal 13, 24).

(EL PEREGRINO RUSO, Edic. de Espiritualidad, Madrid 1982, págs.85-87)



Alabar a Dios porque es Dios

Pero la oración de alabanza debe ir más lejos todavía. En efecto, la alabanza es todavía imperfecta cuando se dirige a Dios en función de los beneficios que recibimos de él - esta seria todavía una actitud demasiado interesada-, es preciso darle gracias, alabarle, bendecirle porque es Dios, porque en sí mismo es amor. Es la oración de bendición que encontramos en todas las páginas de la Biblia, y que Cristo expresa maravillosamente en el padrenuestro: "Padre, santificado sea tu nombre. " (Mt. 6.9) ..
Bendecir a Dios, es alegrarse de que exista y se manifieste como Dios: es alegrarse profundamente de su presencia. Dios es Dios... ¡punto final! "Padre, glorifica a tu nombre" (Jn. 12, 28).

A cambio, Dios hace bajar su bendición manifestando su rostro glorioso a sus hijos que le bendicen y alaban. "Yahvé habló a Moisés y le dijo: Habla a Aarón y a sus hijos y diles: Así habéis de bendecir a los hijos de Israel. Les diréis: "Yahvé te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea propicio. Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz. Que invoquen así mi nombre, sobre los hijos de Israel, y yo les bendeciré'" (Nm. 6, 22-27).

Como dice muy bien Hélinaud de Froimont, un cisterciense del siglo XII:

" Hay unos que bendicen al Señor porque es poderoso; otros porque es bueno para ellos, finalmente otros porque es bueno en sí mismo. Los primeros son esclavos que tiemblan, los segundos, mercenarios que no piensan más que en su interés, pero los terceros son hijos que sólo piensan en su padre... Sólo este amor puede apartamos del amor del mundo o del egoísmo para dirigirlo hacia Dios".

Se da una especie de recuperación de la condición parusíaca que se traduce en el hecho de que la vida de los santos es un canto de gloria a la alabanza de la Trinidad.

(JEAN LAFRANCE. La oración del corazón, Ed. Narcea. Madrid 1981. Pág. 74) .

¿Quién ha alcanzado el estado de oración perpetua? El hombre despierto a la vida del Espíritu, que desde que se despierta por la mañana, vuelve a encontrar la oración viva en él, que no le abandona hasta la noche; aún al adormecerse desea que la oración penetre su sueño. No se trata de una actividad psicológica, repitámoslo, sino de una espiritualización de toda su persona. El hombre deificado no está en acto de oración, sino en estado de oración. Un monje escribía: "Al acto de oración sucede el estado de oración." Esto es muy importante porque el hombre es oración.

La verdadera naturaleza del hombre es oración, como verdadera naturaleza de todas las cosas.
(H.B. Pág. 69)



La primera manifestación de la profecía es la alabanza

Las profecías del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento están, al menos indirectamente, centradas en Cristo; pero mientras que las profecías del Antiguo Testamento deben volverse desde ahí hacia el futuro, la profecía cristiana del Nuevo Testamento es esencialmente una celebración de lo que ya está ahí. Todavía hay, por supuesto, un elemento de futurismo, todavía hay una profecía cristiana que mira hacia delante, como vemos en el Apocalipsis. Pero no hay nada que contenga el futuro que no esté ya contenido en el presente de Jesucristo.

Por esto la primera manifestación de la profecía cristiana es alabanza, celebración de lo maravilloso que es Dios. En Pentecostés, como Pedro explicó a la multitud (Hch. 2, l7) el Espíritu de profecía prometido fue derramado por el resucitado, el Señor exaltado; pero el resultado inmediato no fue la profecía, como se hubiera esperado casi naturalmente, sino una alabanza estrepitosa. Y no deja de tener significado el que fuera una alabanza pronunciada bajo el poder del Espíritu Santo, "en otras lenguas". Nuestra alabanza a Dios, en esta curiosa época intermedia, es una alabanza misteriosa, su reino está presente de verdad, pero presente "en misterio", de modo que muy a menudo nos encontraremos sumergidos en la maravilla de una acción de Dios que no entendemos plenamente. Hay revelación, pero también hay un algo escondido en ella, y así, nuestra alabanza y acción de gracias no es del todo de la misma clase de la que ocurrirá cuando todo se revele plenamente al final de los tiempos. Celebramos la victoria de Dios en verdadera alegría, pero no siempre entendemos del todo lo que significa. Requiere una intuición profética, profética verdadera y la profecía siempre es limitada incluso entonces (1 Cor 13, 9). Esta alabanza en otras lenguas en Pentecostés es una expresión muy apta tanto de la revelación como del misterio de todo esto.

Esta doble interrelación entre la profecía y la acción de gracias es de gran importancia para nuestra vida cristiana. Dar gracias a Dios requiere preparación para penetrar bajo la superficie de las cosas, preparación para no juzgar superficialmente. Y de igual manera nuestro testimonio profético no debe ir nunca sin su elemento de acción de gracias.

Es demasiado fácil llamar a alguien profético sólo porque tiene el valor de decir cosas poco agradables, cosas que tienen que decirse. Pero el verdadero testimonio cristiano siempre debe equilibrar sus críticas y denuncias con sincera acción de gracias. Es muy instructivo ver a san Pablo, en acción. Nunca se muerde la lengua, tiene por ejemplo, algunas cosas durísimas que decir a los corintos. Sin embargo, su primer pensamiento no es la condena, sino: "Continuamente doy gracias a mi Dios por vosotros, por la generosidad que ha usado con vosotros como cristianos" (1 Cor'. 1, 4). Aunque no los puede llamar espirituales (I Cor. 3, 1), todavía da gracias a Dios por ellos siempre, por la gracia de Dios les ha otorgado.

(SIMON TUGWELL, Orar, hacer compañía a Dios, Ed. Narcea, Madrid 1982, págs. 163-164)


La Verdadera alabanza es trinitaria

¡Oh Deidad eterna, oh eterna Trinidad, que por la unión de la naturaleza divina diste tanto valor a la sangre de tu Hijo unigénito! Tú, Trinidad eterna, eres como un mar profundo en el que cuanto más busco, más encuentro, y cuando más encuentro, más te busco. Tú sacias al alma de una manera en cierto modo insaciable, pues en tu insondable profundidad sacias al alma de tal forma que siempre queda hambrienta y sedienta de ti. Trinidad eterna, con el deseo ansioso de verte a ti, la luz, en tu misma luz.

Con la luz de la inteligencia gusté y vi en tu luz tu abismo, eterna Trinidad, y la hermosura de tu criatura, pues, revistiéndome yo misma de ti, vi que seria imagen tuya, ya que tú, Padre eterno, me haces partícipe de tu poder y de tu sabiduría, sabiduría que es propia de tu Hijo unigénito. Y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, me ha dado la voluntad que me hace capaz para al amor.

Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor y yo la hechura, por lo que, iluminada por ti, conocí, en la recreación que de mí hiciste por medio de la sangre de tu Hijo unigénito, que estás amoroso de la belleza de tu hechura.

¡Oh abismo, oh Trinidad eterna, oh Deidad, oh mar profundo! ¿podías darme algo más preciado que tú mismo? Tú eres el fuego que siempre arde sin consumir; tu eres el que consumes tu calor los amores egoístas del alma. Tú eres también el fuego que disipa toda frialdad; tú iluminas las mentes con tu luz, en la que me has hecho conocer tu verdad.

En el espejo de esta luz te conozco a ti, bien sumo, bien sobre todo bien, bien dichoso, bien incomprensible, bien inestimable, belleza sobre toda belleza, sabiduría sobre toda sabiduría; pues tú mismo eres la sabiduría, tu, el pan de los ángeles, que por ardiente amor te has entregado a los hombres.

Tú, el vestido que cubre mi desnudez; tú nos alimentas a nosotros, que estábamos hambrientos, con tu dulzura, tú que eres la dulzura sin amargor, ¡oh Trinidad eterna!

(STA. CATALINA DE SIENA El Diálogo, Traducción del Breviario, t. II. págs. 1430-1491.)


Una vocación: ser alabanza de gloria

¿Cómo llegar a realizar el gran sueño del corazón de nuestro Dios, ese querer inmutable con relación a nuestras almas? ¿Cómo responder, en una palabra, a nuestra vocación y llegar a ser perfectas alabanzas de gloria de la Santísima Trinidad?

"Cada alma es en el Cielo una alabanza de gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, porque cada una está asentada plenamente en el amor puro, y ya no vive su propia vida, sino la vida de Dios. "Entonces le conocerá, como dice San Pablo, como es conocida por El... "

Alabanza de gloria es un alma que mora en Dios, que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a si misma en el consuelo de ese mismo amor; que le ama por encima de todos sus dones, y estaría dispuesta a amarle aun cuando nada hubiese recibido de El; que busca el bien del objeto amado con el mayor desinterés por su parte.

Ahora bien: ¿de qué manera ha de buscarse y querer eficazmente el bien de Dios sino cumpliendo su santísima voluntad, ya que esta divina voluntad es que la dispone todas las cosas para su mayor gloria? Esta alma, por lo tanto, debe entregarse plenamente, ciegamente, a cumplir esa voluntad, de tal manera que llegue al extremo de no querer otra cosa sino lo que Dios quiere.

Alabanza de gloria es un alma que logra mantenerse como una lira dócil en las manos misteriosas del Espíritu Santo, para que El haga saltar de sus cuerdas armonías divinas.

Convencida de que el sufrimiento es la cuerda que emite los sonidos más delicados, se complace en ver esta cuerda en su propio instrumento, a fin de regocijar más deleitosamente el Corazón de su Dios.

Alabanza de gloria es un alma que está fija en Dios por medio de la fe y de la simplicidad; un alma que es un reflejo vivo de lo que es El: un alma que es a la manera de un abismo sin fondo donde El puede difundirse, expansionarse; un alma ?semejante a un cristal, a través del cual puede El hacer pasar sus rayos, contemplar sus propias perfecciones, su propio resplandor.

Un alma que permite de este modo que el ser divino sacie su ansia de comunicar todo cuanto El es y todo cuanto El tiene, es en realidad de verdad la alabanza de su gloria en todos sus dones.

Alabanza de gloria, en fin, es un ser que vive de continuo en una perenne acción de gracias: que todos y cada uno de sus actos, de sus movimientos, de sus pensamientos, de sus aspiraciones, al propio tiempo que la arraigan más y más en el amor, vienen a ser como un eco del "Sanctus" eterno.

En el cielo de la gloria, allá arriba, no se cansan los Bienaventurados de repetir día y noche: "Santo. Santo. Santo es el Señor todopoderoso…, y postrándose, adoran al que vive por los siglos de los siglos"

En el cielo del alma, acá abajo, la alabanza de gloria comienza a ejercer el oficio que habrá de proseguir luego para siempre en la eternidad. Su canto no se interrumpe un instante porque ella se mueve bajo la acción del Espíritu Santo. Y aunque no siempre tenga conciencia de ello, porque la debilidad de la naturaleza no le permite estar siempre fija en Dios, sin distracciones, canta sin embargo en todo momento; se mantiene de continuo en una perpetua adoración; se halla, por así decirlo, en perennes transportes de alabanza y de amor, en un anhelo incesante por la gloria de su Dios.

ISABEL DE LA SMA. TRINIDAD. Obras Completas, Edit. de Espiritualidad, Madrid 1964. págs. 168-171.


Balbucear a Dios y el canto según el espíritu

¿Y cómo podemos adorar el misterio de Dios si es incognoscible e impronunciable? Nosotros podemos alabar a Dios por su creación y podemos enumerar todas las criaturas y las cosas que ha creado. Así pronunciamos contenidos que todos podemos entender. El himno de San Francisco es uno de los más hermosos en este sentido: ¡Loado seas por el sol, la luna y las estrellas; por el mar y la tierra firme; por la luz y la oscuridad; por los días y las noches; por las fuentes, los campos y las montañas; por la mañana y por los animales! Si adoramos a Dios, sólo podemos exclamar: ¡Te alabamos, te bendecimos, te adoramos! Este "Tú" que decimos a Dios, no contiene algo especial porque no podemos imaginarnos el "Tú" de Dios.

Ninguna de nuestras palabras humanas, incluso las palabras "Dios", "Padre", "Santo", etc., pueden comprender el misterio de Dios. Siempre quedan nuestras palabras llenas de nuestras experiencias humanas. La Biblia misma aplica estas imágenes a Dios; pero quien y cómo es Dios, es un incognoscible e inenarrable misterio. Si empezamos a enumerar las "cualidades" de Dios (tú solo eres santo, tú solo el Señor, tú solo el Altísimo), entonces llenamos este "Tú" referido a Dios con determinados "contenidos". En la oración de lenguas tomamos muy en serio lo inefable de Dios. Por eso es esta oración para muchos un enriquecimiento esencial y la puerta para la adoración de Dios por lo que El es.

En la sexta semana de la Parte Primera de este libro hemos dicho algo sobre esta manera de rezar. San Pablo indica expresamente que Dios le ha concedido hablar en diversas lenguas (cf. 1 Cor. 12, 28). Una de estas formas es seguramente la aclamación: "Abba, Padre" (Rm. 8, 15; Gal. 4, 6). Su continua repetición no tiene sentido para la "inteligencia". En la oración de lenguas no digo nada de los otros, sino expreso mi mismidad al "TÚ" impronunciable de Dios. En este sentido la oración en lenguas es un "balbucear".

Si el Espíritu de Dios te ha llevado durante estas semanas, o tal vez ya antes, a dar nuevos pasos en la fe, podrías pedir ahora este don, incluso sin que otros te ayuden. En primer lugar, es algo natural, porque cada hombre ha recibido desde su nacimiento la facultad básica para hablar; y ésta se desarrolla en el niño pequeño, en su idioma familiar. En la oración de lenguas, esta capacidad sube de nuevo de las profundidades de nuestro ser, fuera de todo sistema y se hace expresión de nuestra fe. Si no se da el paso hacia una fe muy personal, la oración en lenguas queda en un suceso psíquico como todos los demás. Recuerda, en primer lugar, que Dios ha "instituido" este don, y con esto te lo ha prometido también a ti (cf. I Cor. 12, 28). Cada uno no puede ni debe practicar públicamente este don en el grupo de oración (v. 29); pero Dios lo da a cada uno si se lo pide para la oración privada. Tienes que convencerte de que Dios te lo ofrece también a ti. Tú no estás obligado a tener este don como tampoco tienes que recibir necesariamente un regalo para tu cumpleaños. Tal vez Dios te lo dé más tarde, después de la renovación en el Espíritu.

En comunidades grandes se puede introducir ante todo el "Canto" en lenguas: "Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef. 5, 19 ss.). "Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados, y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre" (Col. 3, 16-17).

Con estas palabras no se quiere indicar, sin duda alguna, cantos compuestos según las leyes de la música, sino cánticos que vienen del corazón y de la plenitud del Espíritu, durante la oración. Se puede empezar con un canto en el que todos participan, sin que sea una presentación artística. Hay una gran diferencia si se canta algo con maestría y arte, o si se trata de una presentación, al mismo tiempo, espiritual que viene de la plenitud del Espíritu como servicio a la fe de los demás.

Un servicio semejante es también el sonido común de muchas oraciones y cantos en lenguas que se unen en la armonía de este cuerpo de Cristo. A continuación de uno de estos cantos "espirituales", o en un momento dado, alguien empieza con un tono, los otros lo siguen y se busca un tono más arriba o abajo o igual, resultando una armonía. Esto es ya también un dato socio-espiritual; no se indican antes las notas, ni se dan los tonos, sino cada uno se reduce al conjunto “para que no haya discordia en el cuerpo" (cf. 1 Cor. 12, 25). Cada uno puede subir o bajar en está escala de notas. Según como lo inspire el Espíritu. Puede ser aclamaciones en la propia lengua (Jesús es Señor, Señor, ten piedad), un aleluya o una sola vocal. No importa lo que se canta o suena, sino que uno canta delante de Dios en la profunda adoración de su inexplicable misterio. Todos y cada uno pueden participar en el "canto según el Espíritu", aunque no se tenga el don de lenguas en sentido más estricto. A cada uno ha sido prometida la experiencia de que la oración es un proceso de Dios en su inexplicable misterio. Dios, el Espíritu Santo, reza en nosotros por medio del Hombre Dios, Jesucristo, a Dios, el Padre.

(HERIBERT MUHLEN, Catequesis para la renovación carismática, Secretariado Trinitario, Salamanca 1979, págs. 339 – 343).




PARA LA MAYOR GLORIA DE DIOS

Por. Manuel Martín-Moreno, S.J.

El mensaje que nos transmite el P. Juan Manuel Martín-Moreno, SJ., lo hallaremos más ampliamente expuesto en su libro ALABARE A MI SEÑOR, Ediciones Paulinas, Madrid 1982, 143 pgs., cuya primera edición se agotó enseguida. Esperamos que su próxima obra, que está para salir, TU PALABRA ME DA VIDA, tenga la misma acogida.

Recuerdo que cuando tuve mis primeros contactos con la Renovación carismática, me resultaba muy extraña la forma como se repetía continuamente la expresión: ¡Gloria al Señor! Me parecía que era una muletilla, casi como un movimiento reflejo, un tic nervioso. Pero al mismo tiempo advertía que en aquellas palabras había un acento familiar de algo que había escuchado muchas veces.

Un día, de repente, comprendí. ¡Cuántas veces en mi vida de jesuita había oído repetir la expresión ad maiorem Dei gloriam, "para mayor gloria de Dios"! Esta expresión también llegó a convertirse para Ignacio de Loyola en una muletilla, un tic nervioso -si queremos-; pero brotaba de lo más profundo de su experiencia de Dios. Desde aquél día ya nunca me he avergonzado de repetir a cada paso, en cualquier situación, en cualquier contexto, esta bellísima expresión: ¡Gloria al Señor!

A) El hombre juglar de Dios

Todo el universo ha sido creado a gloria de Dios. Dios no ha podido pretender otro fin en su creación que el de manifestar y participar su gloria. Esa gloria que definen los manuales de teología como clara cum laude notitia: un luminoso reconocimiento que lleva a la alabanza. Todas las cosas, pero de una manera especial el hombre, han sido creadas para alabanza de su gloria (Ef. 1, 12.14).

Distinguen todavía los teólogos dos maneras de dar gloria a Dios. Una es la gloria objetiva, la que dan también los cielos, las montañas, las aves y los árboles, y todos los seres que no gozan de inteligencia. Ellos también participando de la belleza de Dios, dan gloria al Creador. Los cielos cantan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos... No es un mensaje, no hay palabras, ni su voz se puede oír, mas a toda la tierra alcanza su pregón (Sal 19, 2.4).

Pero hay otra forma de dar gloria a Dios, la gloria formal que sólo pueden dar los seres inteligentes, capaces de reconocer la belleza de Dios reflejada en la creación. El hombre es el juglar de Dios. Con su inteligencia y con su corazón puede poner letra a la música de las estrellas y transformarla en un canto de amor. O mejor, si preferimos, la creación es como una partitura, un pentagrama en el que están escritas las más bellas melodías. Pero la partitura está muda hasta que la voz del hombre le arranca sus acentos.

El hombre participa a la vez de la gloria formal, en cuanto alaba a Dios con su corazón y sus labios, y de la gloria objetiva en cuanto él mismo participa de la belleza y de la santidad de Dios. Por eso el hombre alaba a Dios no sólo cuando canta o cuando reza salmos, sino también cuando refleja en su vida la santidad de Dios. Dice san Agustín:

"Procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios. sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia, pero cuando volvemos a casa parece que cesamos de alabado. Y no es así: si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón" (San Agustín, al Salmo 148. CCL 40, 2166).

Pedimos en el Padre nuestro: Santificado sea tu nombre, y en realidad lo que estamos pidiendo es que Dios difunda su santidad en nosotros. En el fondo es otra manera de decir: Venga tu Reino. Revístenos de tu santidad, para que así tu nombre pueda ser santificado en nosotros. "Bendito el Señor que nos ha bendecido" (Ef. 1, 3). Sólo cuando Dios nos bendice podemos nosotros bendecirlo a El. Sólo cuando nos santifica, podemos santificarlo a él. Nos hace capaces de glorificarle comunicándonos su vida abundante. El seol no te alaba, y la muerte no te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba como yo ahora (Is. 38, 18-19). La gloria de Dios es el hombre que vive y en la medida en que vive.

Esta vida de Dios en nosotros es la que cantan los juglares de Dios, como Francisco de Asís, que pasó su vida cantando. Ya nos dicen sus biógrafos que el día en que renunció a la herencia de su padre, se fue por los bosques cantando las alabanzas del Señor. Y cuando por las calles de Asís pedía de limosna piedras para restaurar la capillita de san Damián, lo hacía cantando, hasta el punto de que le tomaban por loco.


B) Alabar y servir

Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio se abren solemnemente con el Principio y Fundamento: "El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor" (23). ¡Cuántas veces en la exposición de este tema se escamotea la alabanza, para pasar demasiado rápido a hablar del servicio! Cuando doy Ejercicios dedico una mañana entera a meditar en la alabanza como fin del hombre. Porque en realidad alabar y servir son sólo dos aspectos de una misma realidad.

Jesús mismo dice: Padre, te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar (Jn. 17, 4). Como Jesús, también nosotros estamos llamados a glorificar a Dios realizando su obra, su vocación para nuestra vida. Alabar y servir son dos palabras íntimamente unidas en la espiritualidad ignaciana, y se repiten juntas continuamente en los escritos de Ignacio, que nos exhorta a hacer "lo que juzgare sea a mayor gloria y servicio de Dios nuestro Señor y bien universal, que es el solo fin que en ésta y en todas las otras cosas se pretende" (Constituciones, 508). "Siendo todas cosas guiadas y ordenadas para mayor servicio y alabanza de Dios nuestro Señor" (Examen, 133).

Cada vez que repetimos ¡Gloria al Señor!, lo que estamos en realidad expresando es nuestro profundo deseo de que venga su Reino, de que seamos revestidos de su santidad, de ?que su voluntad sea realizada en nuestra vida y en el desarrollo de nuestra vocación. Es nuestra sed más profunda, como la sed de Jesús al pozo de Sicar a la hora sexta, y sobre la cruz. Es nuestra hambre más profunda, que sólo puede ser saciada con un alimento. Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn. 4, 34).

C) Hasta el extremo

El evangelio de Juan suele dividirse en dos partes: El libro de los signos y El libro de la gloria. En la primera parte se narra el ministerio de Jesús como una sucesión de signos de misericordia en los que se trasparenta de algún modo la gloria de Dios, se filtra su amor fiel por los hombres y su plan de salvación. Pero es sólo en la segunda parte, al llegar la hora, cuando se revela en toda su plenitud la gloria de Dios en Jesús, que consiste en la plenitud de su amor y su fidelidad. Sólo en la cruz es donde Jesús glorifica plenamente al Padre, mostrando en ella un amor hasta el extremo. El evangelista que vio el costado de Cristo atravesado podrá decir: Hemos visto su gloria, la gloria que el Hijo único recibe del Padre, la plenitud del amor y la fidelidad (Jn. 1,14).

La cruz revela el extremo de la gloria de Dios. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo (Jn. 13, 1). Si san Juan identifica la gloria de Dios con su amor fiel, la mayor gloria de Dios se manifiesta allí donde el amor es mayor, y no hay mayor amor que dar lo vida (Jn. 15, 13). Por eso en ninguna otra circunstancia brilla tanto la gloria de Dios como en el hecho de dar nuestra vida por amor. Aquí está verdaderamente la mayor gloria de Dios.

Por eso la alabanza a Dios no brota sólo cuando las cosas van bien, cuando brilla el sol y todo es hermoso a nuestro alrededor. La alabanza a Dios se hace perfecta en la entrega de la vida. Dirá san Ignacio: "Como en la vida toda, así también en la muerte, y mucho más, debe cada uno de la Compañía esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en él glorificado y servido". (Constituciones 595). Por eso san Francisco incluyó la "hermana muerte" en el cántico de sus criaturas y acogió la muerte cantando: "Mortem cantando suscepit". En definitiva nuestra muerte será el más bello acto de alabanza a Dios nuestro Señor, si hacemos de ella nuestro más profundo acto de amor a Dios (Jn. 21, 19).

Y no sólo en la muerte, sino en la enfermedad, la persecución, las contrariedades, podemos glorificar a Dios. Y de un modo muy especial es para gloria de Dios el perdonar. Jesús manifestó la gloria de Dios, el amor fiel de Dios, derramando su amor sobre los que le atravesaban con una lanza. San Francisco incluye el perdón en su cántico de las creaturas:

"Alabado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor, y aguantan las enfermedades y la tribulación".

A propósito de la alabanza del perdón, quisiera recordar una hermosa anécdota en la vida de san Ignacio, que él mismo nos cuenta en su autobiografía: El relato de un peregrino. Cuando Ignacio llagó a París como estudiante, llevó consigo un poco de dinero para segurar su mantenimiento los primeros meses. Lo dio a guardar a un español que vivía en la misma posada. Pero éste se gastó todo el dinero, e Ignacio tuvo que ponerse a mendigar.

Poco después aquel español cayó muy enfermo en Ruán. Enterado san Ignacio, se puso en camino para visitarle y mostrar que no le guardaba ningún rencor. Anduvo tres días a pie, descalzo, sin comer ni beber. Estando en el camino, y llegando a un alto, "le vino una consolación y un esfuerzo espiritual, con tanta alegría, que empezó a gritar por aquellos campos y hablar con Dios" (Autobiografía 80).

¡Qué hermosa aquella alabanza, aquellos gritos en pleno campo, que brotaban de un corazón que había perdonado. No hay himno tan bonito a la gloria de Dios como el del perdón

D) Llevar mucho fruto

Esta es la gloria de mi Padre, que llevéis mucho fruto y seáis mis discípulos (Jn. 15, 8).

Examinemos brevemente, ya para terminar, otra de las maneras como se realiza en nosotros la alabanza y la gloria de Dios: llevando fruto. Y el fruto al que se refiere el evangelio, el fruto que crece en la vid, es el fruto del amor a los hermanos.

Decía san Irineo que la gloria de Dios es el hombre que vive. Daremos gloria a Dios en la medida en que pasemos por el mundo dando vida abundante, como pasó Jesús.

Ya decíamos que la gloria de Jesús se reveló a plena luz en la cruz, pero se había ido ya revelando a través de los signos. Los signos de Jesús son sus obras en favor del hombre herido, su restauración de la imagen de Dios en el hombre destrozado. En estos signos Jesús manifiesta su gloria, y creen en él sus discípulos (Jn. 2, 11).

La imagen de Dios en el hombre está rota, está empañada. Hay que devolver la luminosidad a tantos rostros sin luz. Hay que devolver la sonrisa a tantos rostros apagados. La manera de reparar el honor de Dios, es "reparar" a ese hombre averiado. Multiplicando el bien sobre el mundo estamos multiplicando los motivos de alabanza y de gloria a Dios, la gran obra de Jesús fue descrita por el profeta Isaías en los siguientes términos:

El Espíritu de Yahveh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, a pregonar año de gracia de Yabveh, día de venganza para nuestro Dios. Para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, perfume de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido (Is. 61, 1-3).

Se describen en este texto dos situaciones existenciales totalmente diversas. Una que se define como tinieblas, cautiverio, lágrimas, ceniza, vestido de luto, en una palabra abatimiento. Otra que se define como visión, libertad, consuelo, diadema, perfume de fiesta, en una palabra alabanza.

Jesús ha glorificado a su Padre realizando la obra que éste le encomendó, a saber, trasladar a los hombres del país del abatimiento al país de la alabanza. Restaurar la imagen destruida del hombre es hacer brotar la fuente más pura de la alabanza de Dios.

Por eso el evangelio de san Lucas ha subrayado cómo, después de cada uno de los milagros de Jesús en favor del hombre enfermo, brota un coro de alabanzas a Dios.

El paralítico se volvió a casa dando gloria a Dios (Lc. 5, 25). El ciego glorificaba a Dios y todos los que lo vieron alababan a Dios (Lc. 18, 43). Todos los discípulos empezaron a alegrarse y a alabar a Dios con fuerte voz por todas las obras tan grandes que habían visto (Lc. 19. 37). El samaritano leproso, al sentirse curado, se volvió alabando a Dios con grandes gritos (Lc. 17, 15). El paralítico curado por Pedro y Juan junto a la Puerta Hermosa, de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el templo andando, saltando y alabando a Dios. Todo el pueblo le vio cómo andaba y alababa a Dios (Hch. 3, 7-8).

Por eso se comprende que una Orden, como la de Ignacio, que tiene como lema "la mayor gloria de Dios", esté dedicada a la predicación del evangelio, a la salvación de los hombres. Porque es dando vida abundante, produciendo mucho fruto, realizando la obra que nos ha sido encomendada, como toda nuestra vida queda orientada al mayor servicio y alabanza de Dios nuestro Señor, "AD MAIOREM DEI GLORIAM".



Los dones del Espíritu Santo y la evangelización

Por Raniero Cantalamessa


El P. Raniero Cantalamessa es teólogo franciscano y predicador papal que ha dado varios retiros a la Curia del Vaticano. En Italia desarrolla también una gran actividad como predicador y como líder de la Renovación Carismática. Puede leerse la entrevista que le hicimos en KOINONIA, N°.43, pgs. 19-20. A continuación reproducimos parte de la conferencia que pronunció en el I Encuentro Europeo para Líderes de la R. C. celebrado en Roma. La segunda parte la presentaremos en el próximo número.


Es bueno comenzar este nuestro encuentro escuchando, antes que cualquier otra palabra y antes que mi palabra, la Palabra de Jesús, precisamente las últimas que pronunció en la tierra:

"No os toca a vosotros conocer los tiempos y los momentos que el Padre se ha reservado, pero tendréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 7-8).

En el lenguaje del Nuevo Testamento la expresión testigo, testimonio de Jesús, significa exactamente lo que hoy entendemos por evangelización. Lo demuestran muchos textos del Nuevo Testamento, donde la expresión testimonio de Jesús indica la palabra de Dios, el anuncio de esta palabra. El apóstol es definido como el testigo de Jesús o de su resurrección, o, en expresión de S. Pablo, el que ha sido elegido para anunciar el evangelio de Dios.

Cuando dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos enuncia una ley, un principio importantísimo, universal. Dice que el Espíritu Santo es la fuerza de la evangelización, aun más, la condición misma de su posibilidad.

No hay evangelización si no es en el Espíritu Santo.

Para mí está claro que debemos partir de esta palabra de Jesús para encuadrar el tema de nuestro encuentro, de cómo reevangelizar Europa para Cristo.

Se celebran continuamente encuentros sobre evangelización y en estos encuentros se suelen estudiar las formas, los medios, dificultades, las nuevas exigencias de la evangelización, como los signos de los tiempos, la inculturación, etc.

Nuestro objetivo debería ser hacer algo distinto. No porque seamos mejores que otros, sino porque Jesús espera de nosotros otra cosa. Debemos ocuparnos no tanto de las formas, cuanto de la substancia de la evangelización, no tanto del cuerpo cuanto del alma, es decir, de aquel aspecto de la evangelización para el cual no es suficiente el estudio o el análisis sociológico-pastoral, sino que hay que dar un salto cualitativo hasta la fe y la oración.

1.- En Jesús el Espíritu era la fuerza de su palabra.

Volvamos al primer evangelizador, al modelo único, a Jesús de Nazaret.

Poco después de haber combatido contra Satanás en el desierto, Jesús, nos dice Lucas, retornó a Galilea con la fuerza (el poder) del Espíritu Santo.

Con mucha frecuencia estas dos palabras están unidas: fuerza y Espíritu Santo. Por tanto, volvió a Galilea por el poder del Espíritu Santo y enseñaba en las sinagogas. Toda la actividad evangelizadora de Jesús es puesta de este modo bajo la acción del Espíritu Santo. El mismo Jesús nos lo dice predicando en la Sinagoga de Nazaret:

El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha enviado a anunciar a los pobres el alegre mensaje, el evangelio (Lc 4, 18 - 19).

No le fue dado el Espíritu Santo a Jesús en el Jordán para comunicarle la palabra que debía anunciar, porque Jesús es El mismo la Palabra de Dios, sino para conferirle la fuerza de la palabra. El Espíritu es la fuerza y la eficacia de la palabra de Jesús. Por eso la palabra de Jesús es siempre creadora, eficaz. Cuando Jesús habla suceden cosas, se realizan hechos: el mar se calma, el paralítico se levanta, la higuera se seca, recobran la vista, etc.

El Espíritu Santo da fuerza a Jesús principalmente, como decía Isaías hablando del Siervo de Yahveh, para no abatirse ante las dificultades. Le es dado el Espíritu Santo más bien en relación con el fracaso que con el éxito de la predicación, porque su misión de siervo rechazado comporta una salvación por medio del propio fracaso. La potencia máxima del Espíritu Santo en la predicación de Jesús se manifiesta precisamente ahí: socorriéndole en la derrota y en la humillación, en las cuales paradójicamente el Padre establecerá el Reino.

En la predicación de Jesús admiramos la constancia, la perseverancia, nunca se cansa ni se desalienta; admiramos magnanimidad, unción, dulzura, sabiduría, piedad, todos los dones que ya Isaías había predicho acerca del Mesías.

Es justo y teológicamente evidente que debería ser así, porque, como dice San Cirilo de Jerusalén, "convenía que las cosas mejores y las primicias de lo que el Espíritu Santo dona a los bautizados fueran derramadas sobre la humanidad del Salvador, el cual después nos repartiría gracia tras gracia."

Es evidente que todos los dones que actúan en nosotros, en la Iglesia, deben estar en la Cabeza pues de El es de quien los recibimos. En Jesús, están, pues, todos los dones imaginables de la evangelización.


2.- En la Iglesia el Espíritu se manifiesta por los signos y los carismas.

Si ahora pasamos de Jesús a la Iglesia, notamos una relación idéntica entre la palabra y el Espíritu Santo.

Si la Iglesia hubiera tenido voz humana, después de Pentecostés hubiera gritado como Jesús en Nazaret: "El Espíritu de Dios está sobre mí, me ha enviado a predicar la Buena Nueva a los pobres”. Es el resumen de los Hechos de los Apóstoles. En esta frase está todo.

Una vez recibido el Espíritu Santo, Pedro y los once comienzan a evangelizar por las calles de Jerusalén. Y la fuerza de su palabra es tan grande y misteriosa que la gente al oírles hablar sienten traspasado el corazón.

¿A qué se debe todo esto? ¿Por qué esta gente se derrumba ante la predicación de Pedro que les dice: "Vosotros habéis crucificado a Jesús de Nazaret, pero Dios lo ha resucitado y lo ha constituído Señor? (Hch 2, 36)¿Qué está sucediendo? Lo que Jesús mismo había prometido: "El Espíritu Santo convencerá al mundo de pecado" (Jn 16, 8-?9).

Esto percibido dentro, en el corazón, es la causa deque estas personas se sientan compungidas y nazca la Iglesia y se reúnan los primeros cinco mil miembros. Y es que dentro de la palabra de Pedro actuaba el Espíritu Santo que tocaba con su dedo el corazón, les convencía de pecado y los inducía al arrepentimiento.

Jesús había prometido en el Evangelio que haría irresistible a la palabra frente a la Sinagoga y los Tribunales. Y de hecho, cuando Esteban habla ante el Sanedrín, cuentan los Hechos que los adversarios no podían hacer frente a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba (Hch 6, 10).

Es conmovedor ver en los Hechos cómo cada una de las promesas de Jesús sobre el Espíritu Santo se realizan puntualmente. Por ejemplo, Jesús dijo:

“…cuando venga el consolador dará testimonio de mí y también lo daréis vosotros” (Jn 15, 26-27).

Y en efecto, en los Hechos vemos a Pedro que como asombrado dice:

De estos hechos -vida, muerte y Resurrección de Jesús- somos testigos nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen (Hch 5, 32).
La evangelización, por tanto, es siempre el resultado de un doble testimonio: el nuestro y el del Espíritu Santo.

Hay un primer testimonio visible, audible, de los Apóstoles y de la Iglesia que habla de Jesús y transmite la noticia, pero está también el testimonio invisible del Espíritu Santo que actúa dentro del testimonio de los Apóstoles y de la Iglesia y lo hace eficaz. Por eso penetra y convence los corazones.

El testimonio interior del Espíritu, a diferencia del de los Apóstoles, de la Iglesia y del mío, por ejemplo, es un testimonio invisible ciertamente. El testimonio que el Espíritu Santo da en Jesús no se puede traducir en palabras humanas; sin embargo se hace totalmente visible por medio de los efectos que produce. San Pablo escribía:

Mi palabra y mi mensaje no se han basado sobre discursos persuasivos de la sabiduría humana, sino sobre la manifestación del Espíritu y del Poder (l Co 2, 4) es decir, sobre la manifestación del Poder del Espíritu.

Estas manifestaciones del poder del Espíritu son de dos clases:

-Las primeras están destinadas a los oyentes para que crean y son los signos, prodigios y milagros. Es el mismo Pablo el que dice: mi predicación entre vosotros ha sido confirmada con signos, prodigios y milagros (2 Co 12, 12).

- Las otras son para el anunciador, sirven para potenciar al que transmite la palabra, y son los carismas, los carismas de evangelización, que son muchos y San Pablo enumera en diversos lugares, por ejemplo, el carisma de la palabra, de la profecía, etc. Todas estas cosas, dice San Pablo, son manifestaciones del Espíritu para utilidad común (1 Co 12, 7).

Por tanto, está claro que el Espíritu es una realidad invisible, pero que se manifiesta y se hace visible a través de efectos concretos que son los signos y los carismas.

El Espíritu es la fuerza de la Palabra

Bastan estos textos citados para hacernos comprender cómo la primitiva comunidad cristiana consideraba al Espíritu Santo como la gran fuerza motriz de la Palabra. Esa fuerza que permitía a la Palabra seguir su curso, como dice San Pablo, hasta los confines de la tierra en extensión, y en profundidad hasta lo más hondo del corazón del hombre.

Entre la Palabra y el Espíritu, el Nuevo Testamento pone la misma relación que entre la espada y el que la empuña. La Palabra de Dios, dice la Carta a los Hebreos, es viva y eficaz como espada de doble filo, que penetra y cambia los corazones (Hb 4, 12). Pablo precisa que esta espada es la espada del Espíritu (Ef 6, 17).

¿Qué quiere decir la espada del Espíritu? Quiere decir que es un arma usada por el Espíritu para cambiar el corazón de los hombres. Por tanto, una palabra, como el Evangelio, sin el Espíritu Santo es una espada afilada, cuanto se quiera, pero que no corta nada porque no hay nadie que la usa. La Palabra de Dios es el arma que el Espíritu Santo usa para cambiar el corazón de los hombres y convertirlos.

El Espíritu es la fuerza del anunciador

Por lo demás, el Espíritu Santo... -y quisiera hacer un paréntesis, en el sentido de que aunque nombro tan frecuentemente al Espíritu Santo no debemos caer en el terrible error de reducirlo a una idea o a dos palabras; debemos continuamente auscultar el interior de nuestro corazón, porque hablamos de aquel Espíritu que está en nosotros derramado por el Padre; es nuestro amigo, no una palabra; no un tema - decía que el Espíritu Santo no da sólo la fuerza a la Palabra sino también al anunciador, al que debe transmitir la Palabra, como espero me la esté dando a mí en este momento.

San Ambrosio escribió un bello texto para explicar cómo el Espíritu Santo es la fuente de la fuerza del que anuncia la Palabra de Dios. Escribía a un colega del episcopado comentando el versículo del Salmo que dice: levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor. (Sal 93, 3). Cito a San Ambrosio:

"Hay ríos que manan del corazón de aquél que ha sido enseñado por Cristo y ha recibido el Espíritu de Dios. Son ríos los que salen de ese tal. Estos ríos cuando se colman de gracias espirituales levantan su voz. Hay, en efecto, un Río que se derrama sobre los santos como un torrente. (El torrente es un río que corre veloz e impetuoso). Cualquiera que reciba de la plenitud de este Río, como Juan, Pablo, Pedro, éste alza su voz, pero no de tono, no grita, sino en el sentido de que su voz adquiere poder, fuerza, y como los Apóstoles han difundido la voz de la predicación evangélica con festivo anuncio hasta los confines de la tierra, así este río también comienza a anunciar al Señor. Recíbelo, pues, de Cristo para que también tu voz se haga sentir".

3.- Silencio del Espíritu.

Ahora demos un salto grande. Antes lo hicimos de Jesús a la Iglesia. Ahora, de la Iglesia apostólica a la Iglesia de nuestro tiempo.

Si miramos a la situación del anuncio cristiano en el contexto de la Europa moderna, desde el humanismo y la Reforma, notamos una característica predominante innegable. Se manifiesta en los niveles superiores de la Teología y de la Filosofía, pero tiende a difundirse en todos los aspectos del anuncio cristiano, y a condicionarlos. Trataré de explicar cuál es esta característica negativa.

San Pablo escribía que su predicación no se había basado, a sabiendas, sobre discursos persuasivos de la sabiduría, sino sobre el poder del Espíritu, y esto, decía, para que vuestra fe no se fundara en la sabiduría humana sino sobre la fuerza de Dios (1 Co 2, 4-5).

Ahora bien, en Europa, entre nosotros, se ha verificado precisamente lo que el Apóstol Pablo temía. La predicación ha ignorado cada vez más el Poder del Espíritu, para sustentarse en la sabiduría humana, aunque sea teológica o apologética.

La diferencia es enorme. Los discursos de sabiduría humana son persuasivos, sí, pero por sí mismo inducen a los oyentes, cuando los inducen, a una adhesión al mensaje puramente humana e intelectual. Mientras que la predicación cristiana se basa también en una demostración, pero en la demostración del Espíritu, no de la sabiduría humana.

Por tanto, la adhesión es de un orden distinto: de fe, de fe y de fe. La carne no aprovecha para nada, decía Jesús; sirve para hacer doctos, pero no justificados ante Dios. Y la carne es lo que queda de la predicación cristiana cuando no hay poder del Espíritu.

La predicación reducida a la letra y a la carne

Sin querer generalizar y sabiendo que en estos siglos se han dado excepciones validísimas que nos dan envidia, debemos sin embargo decir que la predicación cristiana en la Europa moderna ha recaída en lo que S. Pablo llama letra y carne. El Racionalismo, que es la enfermedad típica de Europa, pretendía que el cristianismo presentase su anuncio de un modo dialéctico, es decir, sometiéndole en todo y por todo al análisis y a la discusión, de tal forma que él también pudiera caber en el cuadro, juntamente con la Filosofía y otras muchas cosas, de una autocomprensión del hombre y del mundo.

De esta forma, y casi sin darse cuenta, al anuncio cristiano se le hace servir a una finalidad puramente humana, en vez de ser él servido, como es propio, por toda otra realidad humana.

Los cristianos, en especial algunos teólogos modernos, se han dejado influir demasiado por esta búsqueda mundana. Hemos sido durante siglos, y tal vez aun ahora en buena parte, los herederos directos de aquellos griegos que según San Pablo no buscan más que sabiduría y tuercen la nariz cuando se habla de Cristo crucificado.

De un modo paralelo a estos hechos, advertimos que en este tiempo la idea cobra un realismo superior al de la vida.

El idealismo como corriente filosófica es la forma aguda de esta enfermedad, pero no es un caso aislado sino que toda la cultura y la Teología europea a partir de cierto momento son fundamentalmente ideológicas.

Yo me pierdo, porque la verdad es que conozco muy poco de la Filosofía, mucho menos de lo que aparento, pero me parece que el fenomenologismo en el que estamos hoy en gran parte inmersos es una de las formas más grandes de esto, es decir: el triunfo de la idea interior, del arquetipo, sobre la realidad. También el Dios vivo es reducido a una idea. También el Espíritu Santo para Hegel es una idea, la idea del Espíritu Absoluto.

Legalismo y juridismo

En los ambientes más cercanos a la Iglesia Católica y a la Tradición, me refiero en especial a los países mediterráneos, este Radicalismo e Idealismo han tenido una influencia menor, pero no por ello hemos visto mayores manifestaciones del poder del Espíritu.

¿Por qué? Porque aquí en estos ambientes imperaba el legalismo y a veces el juridismo. También el legalismo es una forma del triunfo de la letra, de la carne, de la ley.

Pablo habla de la ley como opuesta al Espíritu cuando esta ley (cosa que sucedía con frecuencia en la teología de los manuales que nosotros mismos estudiamos) de espiritual se transforma en sistema de ideas y de cáscaras vacías.

Podemos comparar (se entiende siempre que salvando las debidas proporciones y reservas) los tres o cuatro últimos siglos que tenemos a la espalda en Europa a los tres o cuatro siglos que en Israel precedieron a la venida del Mesías, y que son conocidos como los siglos del silencio del Espíritu y de la profecía.

Ciertamente el Espíritu Santo no ha abandonado a la Iglesia y por eso no es justo hablar del retorno del Espíritu Santo. Es mejor hablar del retorno al Espíritu Santo, que es distinto. Por tanto, el Espíritu no ha abandonado a la Iglesia, de lo contrario la Iglesia estaría hoy muerta y no sería más que un cadáver. Sin embargo, la falta de atención de los hombres al Espíritu Santo impedía al poder del Espíritu manifestarse plenamente en la predicación cristiana.

Un obispo ortodoxo, Ignatios Lattaquié, ha escrito un bello texto sobre el Espíritu Santo que tal vez conocéis:

"Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el pasado, el Evangelio en letra muerta, la Iglesia no pasa de simple organización, la autoridad se convierte en dominio, la misión en propaganda..."

Sin el Espíritu Santo la misión de la Iglesia es propaganda, y de hecho el anuncio cristiano con frecuencia se parecía a una propaganda. Permitidme aquí una nota un poquito maliciosa: también la Congregación romana para la Evangelización se llamaba de Propaganda Fide.

Teniendo en cuenta que Jesús llama en el Evangelio palabras inútiles a todas las palabras, aun las que nos hablan de Dios, que son palabras de hombre y no de Dios, podemos realmente decir que estamos inmersos bajo una avalancha de palabras inútiles, es decir, ineficaces, que no transmiten vida, a diferencia de la Palabra de Dios.

4.- Resurgir actual de la acción del Espíritu.

Si ahora limitamos nuestro horizonte a la Iglesia Católica, debemos constatar con alegría y estupor que existen hechos nuevos que están cambiando en profundidad esta situación de silencio del Espíritu. No que sea la única iglesia en la que existen los signos del Espíritu, pero nosotros aquí nos ocupamos de la Iglesia Católica, por eso restrinjo el horizonte.

Nosotros sólo entendemos algunas manifestaciones de esta presencia del Espíritu y tal vez ni siquiera las más profundas, pues las más profundas son las que están sucediendo en el secreto de los corazones, las que están haciendo a los santos de nuestra época y que sólo mañana se conocerán.

Entre los hechos más importantes de este despertar del Espíritu que podemos enumerar está sin duda el Concilio Vaticano II. En la intención del Papa Juan, que convocó este Concilio, debía ir acompañado por el deseo y la invocación de un nuevo Pentecostés para la Iglesia. La importancia de esta intuición del Papa se ha ido revelando poco a poco, como por lo demás las cosas que vienen de Dios nacen siempre de una pequeña semilla. Tal vez en el corazón del Papa Juan esto nació como un pequeño pensamiento percibido a lo lejos: "un nuevo Pentecostés... ¿por qué no?... un nuevo Pentecostés... “y esta pequeña semilla en el corazón de un Papa contenía en sí la virtualidad y potencia de todo lo que está sucediendo ahora en la Iglesia.

El Pentecostalismo católico nació entre los hermanos de los Estados Unidos y se lo agradecemos, yo en particular porque allí entre ellos recibí el bautismo en el Espíritu.


Sin embargo, aunque surgió concretamente en los Estados Unidos, el Pentecostalismo católico nació en el corazón de la Iglesia con aquella intuición del Papa Juan cuando tuvo el coraje de pensar y desear un nuevo Pentecostés para la Iglesia.

El teólogo Yves Congar, que como se sabe tiene simpatía por la Renovación, aunque no pertenece a ella, y no sólo simpatía sino también críticas, en la Relación que tuvo en el Congreso Internacional de Pneumatología, celebrado aquí en Roma el año 1982 por voluntad del Papa para conmemorar el XVI Centenario del Concilio de Constantinopla, decía las siguientes palabras:

"Cómo no situar aquí, entre los signos del despertar del Espíritu, la corriente carismática, llamada mejor Renovación en el Espíritu, que se ha difundido como un fuego que corre por el cañaveral? Se trata de algo muy distinto de una moda. Se parece más bien a un movimiento renovador, sobre todo por una característica: por la dimensión pública y constatable de su acción espiritual con la que cambia las vidas".

A nosotros que estamos en la Renovación tal vez no nos es fácil caracterizarla en su rasgo más sobresaliente. Para un teólogo, desde fuera, entendida globalmente da esta impresión: la de ser un movimiento cuya característica más singular es la de cambiar las vidas.

A mí me agrada esta característica de la Renovación.

La Renovación no es un hecho aislado. Es más bien una expresión concreta, emergente podríamos decir, de un soplo que embiste a toda la Iglesia y que tiende a renovar todos los aspectos de la Iglesia.

El Papa Juan Pablo II, en el escrito en el que conmemoraba el Concilio de Constantinopla decía estas palabras:

"Toda la obra de renovación del Concilio no se puede realizar si no es en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su fuerza".

" En el original están subrayadas las palabras "renovación de la Iglesia en el Espíritu Santo".

(Continuará la 2a• parte en el próximo número)