MI REPORTAJE A MARÍA

Mons. Alfonso Uribe Jaramillo

Si no hubiese sido sacerdote por bondadosa vocación del Señor, habría deseado ser periodista y en este oficio habría escogido el de reportero. Me gusta saber lo que piensan y desean las personas. Es interesante ver cómo todas son distintas y cada una construye un universo desconocido e incomprensible, pero me pregunto, si después de una vida como reportero de hombres no me habría sentido frustrado al dudar de la sinceridad de sus respuestas. ¿No le habrá sucedido esto a una Oriana Fallaci?.



Por eso, hoy más que nunca, me siento feliz de haber sido sacerdote, y no otras cosas, ni siquiera reportero. Pero no quiero morir sin haber hecho un reportaje que no me dejará ninguna duda ni inseguridad por la certeza que tengo de la veracidad del personaje. Voy a entrevistar a María, la Madre del Señor.



No la busco en el cielo en donde es la Reina; me acerco a Nazareth y entro con la libertad de un hijo pequeño en su sencilla habitación en donde ha tenido el encuentro más maravilloso con la Divinidad.



Allí está silenciosa y noto inmediatamente que algo extraordinario le ha sucedido.



Hijo Mío Y Dios Mío



A.U.: No eres la misma que he conocido. Tienes algo raro; ¿por qué no me lo dices?



M.: Estaba dedicada a la oración vespertina, cuando de repente percibí la presencia de un Angel de Dios, llamado Gabriel y en mi espíritu escuche su saludo. "Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo".



Me conturbé con esa presencia y me puse a descubrir el significado de este saludo. Sentí alegría y turbación, pero experimenté como nunca la presencia del Señor en mi espíritu. Siempre lo había sentido muy cercano, pero jamás como ahora. "El Señor, es contigo..."



Y Gabriel, el Angel del Señor, al ver mi turbación me tranquilizó con estas palabras. "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios". De nuevo experimenté la realidad del amor de mi Dios en el cual siempre había creído, pero no me imaginé jamás lo que este Angel iba a anunciarme como enviado de Jahvé. Fue algo incomprensible para mí. "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo."



Viví como nunca mi pequeñez. Mi fe fue sacudida terriblemente. ¿Sería esto posible? ¿Yo sería la madre del Mesías? ¿Y cuándo y cómo? Porque ya estaba desposada con José pero aún él no me había llevado a su casa (Mat. 1, 18). Mis preguntas fueron muchas como puedes comprender.



Pero al Angel tuve que hacerle esta, por mi condición únicamente de prometida. ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? No he tenido relaciones matrimoniales con nadie, ni siquiera con José. ¿Cómo puede ser posible la concepción que acabas de anunciarme?



¿Cómo puede un varón engendrar en mi vientre al Hijo del Altísimo? ¿Cómo? ¿Cómo?



Y vino la respuesta misteriosa que no podía ni siquiera imaginar: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti..."



Y aquí sí que entró en acción la fe ¿Será posible lo que acabo de oír? ¿Concebir a un hijo por acción del Espíritu Santo? Pero El, interiormente, me regalaba el don de una fe extraordinaria para que pudiera creer lo que se me decía. Yo sabía que Isabel era estéril y vieja y ahora se me anunciaba que estaba ya en el sexto mes de embarazo "porque para Dios ninguna cosa es imposible". Estas últimas palabras fueron decisivas para mí. En verdad, todo es posible para el Señor. ¿Cómo puedo dudar?.



Abrasada en el amor del Espíritu y llena de fe en su poder dije: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". El Angel había cumplido su misión y podía ya alejarse. Y el Verbo se hizo carne y acampó en mi seno.



Desde ese momento, repetí: ¡Dios mío e Hijo mío! ¡Hijo mío y Dios mío!



A.U.: ¿Qué sentiste en ese instante maravilloso?



M.: Sentí y viví lo inefable.



El Secreto Pertenece Al Señor



A.U.: Sé que estabas desposada con José. ¿Le dijiste pronto lo que había sucedido?



M.: Voy a darte, una respuesta que no esperas. Sabía por el Libro Santo "que las cosas secretas pertenecen a Yahvéh nuestro Dios" (Deut. 30, 22). Él podía revelarlo cuando a bien lo tuviese. A mí me tocaba callar. Callé como era mi deber, y cuánto sufrí. Fueron apareciendo los síntomas de mi embarazo y con angustia indecible comprendí la turbación tremenda de José. Yo estaba encinta antes de empezar a vivir con él, por obra del Espíritu Santo, pero ¡cómo podía José, admitir esta realidad! Imposible. Tampoco podía condenarme como adúltera, pues me conocía muy bien y sabía que yo era incapaz de traicionarlo. Yo debí guardar el secreto del Rey. Fueron días de agonía para mí y de agonía para José.



Él era un hombre justo y no quería ponerme en evidencia y resolvió repudiarme en secreto. En secreto, es verdad; pero repudiarme ¿comprendes el peso doloroso de estas palabras? Y vino la luz. El Señor reveló a José el secreto que yo debía guardar y lo hizo por medio de su Angel. En sueños dijo a José que "no temiese tomarme porque lo que yo había concebido venía del Espíritu Santo". Le precisó que la creatura que llevaba yo en mi seno era un varón y le ordenó que, como jefe del hogar, le pusiere el nombre de Jesús porque "El salvaría al pueblo de sus pecados" (Mt 1, 18-22). No puedes imaginarte la alegría que nos embargó. José vino por la mañana a buscarme y contarme la revelación que había recibido en la noche anterior. El peso agobiante había caído de su corazón y ahora desaparecía del mío. Con cuánto amor nos abrazamos en este momento. Él abrazaba a su esposa y a la madre de Dios.



¡Cuánto gozamos entonces con gozo divino, cuánto gozamos!.



Ahora ya podía revelarle todos los detalles de lo que había sucedido.

Siempre Junto A Él En Oración



A.U.: Dime algo acerca de lo que sucedió creció Jesús. A medida que pasaba el tiempo y yo conocía mejor a Jesús comprendía que yo era suya y Él era del Padre (1 Cor 7,30). Él crecía y yo decrecía delante de Él. Cada día contemplaba más profundamente su divinidad y Dios me amaba siempre con mayor intensidad a través de su Hijo y mi Hijo.



M.: Más de una vez le oí hablar de "su hora", pero no sabía yo cuando sería en realidad cómo sería. Vivía en la fe que hunde sus raíces en la seguridad de Dios y en la esperanza que cada día se adhiere más a Él. Tuve durante esos años de vida silenciosa y oculta en Nazareth la gracia de hablar con Jesús, como nadie lo he hecho después la hermana de Marta (Luc. 10, 38) a sentarme a sus pies para escuchar sus palabras. Cuánto gozaba al escuchar de sus labios la doctrina que iba aprendiendo del Padre y que predicaría después a las multitudes. Mi silencio se unía al suyo.



¡Y cómo orábamos juntos! Oré con Él y aprendí de Él la ciencia perfecta de la oración. No rezaba sino que con él y junto a Él estaba siempre en oración y en diálogo amoroso con Él y con el Padre en el Espíritu y veía como amaba a los pobres, a quienes un día llamaría "bienaventurados".



¡Pero, sobre todo, admiraba cómo amaba al Padre!



Para El solamente contaba el Padre, su gloria y su honra y fui conociendo al Padre en esta escuela de amor filial. Comprendí que necesitaba llegar al Padre por medio de mi hijo, y lo conseguí.



No Regresó



A.U.: Y ¿cuando Jesús cumplió ya los treinta años?



M.: Cada día me hablaba más del Reino de Dios y me dijo varias veces: este será el tema principal de mi Evangelio. "El Reino de Dios está cerca" y felices quienes, cuando se los anuncie, lo acepten.



Mi corazón de madre entendía que la gran hora de mi hijo se acercaba. Oraba por ella y la esperaba en paz y en silencio. Un día me dijo Jesús: "¿Sabes, madre? Juan nuestro pariente se ha convertido en un gran predicador de penitencia. Está en la región del Jordán y allí "proclama un bautismo de conversión para perdón de los pecados" (Luc.3,3).



Quiero ir a verlo y oírlo. Prepárame el morral pues mañana parto para el Jordán.



Y comprendí que estaba próxima la hora y que la vida de Jesús y la mía cambiarían profundamente.



No regresó y pronto supe lo que había sucedido. En las aguas y las orillas del río, Juan, cuando lo vio dijo: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?."



Me pregunté interiormente por qué se había mezclado con l os demás para recibir aquel bautismo de penitencia, sabiendo yo como sabía que Él era la santidad. Tampoco comprendí él por qué.



Después me dijeron: "Mira, María: Tu hijo se ha convertido en Maestro y ya tiene varios discípulos: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Natanael, Felipe y otros han abandonada su oficio para seguirle. Dicen que predica muy bien y que la gente empieza a oírle con gran atención y alegría porque no predica como los demás. Debes comprender que como Madre sentía alegría al oír estas noticias.



Y entre tanto, oraba para que esa buena semilla del Reino de los cielos cayera en buena tierra y diera la mejor cosecha.



Nunca, como durante estos años, "derramé mi oración ante el Señor" (Dan 9,4).



Tenía menos trabajo material en mi casa porque Jesús estaba ausente, y disponía de más tiempo para saborear y vivir en mi corazón la maravillosa realidad del Reino.

Extraído del folleto . "Mi reportaje a María"

(Nuevo Pentecostés, nº 68)