POR ENCIMA DE TODO AMAMOS A NUESTROS PASTORESSi amamos a nuestros Pastores, los Obispos, y a los sacerdotes, sus colaboradores más inmediatos, no porque pretendamos congraciarnos con su amistad y pleno apoyo, pues es el Señor el que tiene dispuesto el futuro de la R. C., sino por varias razones queremos manifestar aquí nuestra sincera actitud para con ellos:
-Como recordaba San Pablo a los presbíteros de Éfeso y por medio de ellos a los pastores de las Iglesias, ellos tienen como misión el cuidar de "la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios" (Hch 20.28). Y es el mismo Espíritu el que a nosotros nos hace sentir respeto, obediencia, pero sobre todo amor para con ellos.
-Para con ellos principalmente deseamos cumplir el mandato de S Pablo: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor" (Rm 13.8), pues como decía S. Agustín: ''Lo de ser cristiano es por nuestro propio bien; lo de ser obispo, por el vuestro".
-Apreciamos en ellos los carismas que han recibido del Señor y para usar en forma carismática en medio del Pueblo de Dios, para ser voces proféticas y hombres llenos de la inspiración del Espíritu, revestidos de la sabiduría de Dios, es decir, de los mismos gestos de Jesús en medio de los discípulos. La Palabra del mismo Espíritu nos dice: "que tengáis en consideración a los que trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan. Tenedlos en la mayor estima con amor por su labor" (I Ts 5, 12-13).
No queremos tratarlos de otra forma. Nunca como algo que nos resultara extraño o alejado, sino como algo que es muy nuestro, lo cual implica además del respeto, confianza y familiaridad.
-Nunca como hoy se ha desobedecido y hecho tanto desacato a la Jerarquía, aún dentro de la misma Iglesia. Entendemos que así, todo "reino dividido contra sí mismo queda solado" (Mt 12,25), y que el Espíritu nos hace sentir la necesidad, hoy también, de ser asiduos "a la enseñanza de los Apóstoles" (Hch 2,42), de obedecer y seguir sus orientaciones, como aquellos primeros cristianos de Roma cuya "obediencia se había divulgado por todas partes" (Rm 16.19).
Nos quieran o no nos quieran, e incluso a sabiendas de que por ahora no podemos gozar de todas las simpatías, cosa que comprendemos muy fácilmente, queremos ser dóciles y leales, porque no hay otra forma de edificar y hacer que crezca el Reino de Dios.
A pesar de todas las incomprensiones, conscientes de que en algunos Pastores y sacerdotes suscitamos desconfianza y hasta desprecio, estamos dispuestos a aceptarlo con gozo si éste ha de ser el precio para que se haga su voluntad. Si el Señor quiere que seamos discriminados, en relación con otros grupos no muy disimilares a nosotros, también lo aceptamos con gozo.
¿Qué más podemos desear que servir a la Iglesia "templo del Espíritu”? ¿Qué más anhelamos que una Iglesia nueva, más evangélica, más llena del Espíritu? ¿Qué mayor alegría sino poder aportar un mensaje de esperanza y alegría?
Esto no quiere decir conformismo con todo lo que vemos que en la Iglesia no es obra del Espíritu, sino un deseo de que se oiga más su voz tan queda y se le siga dócilmente.
Sin embargo nos parece que siempre hemos de proporcionar verdadera información de lo que somos y hacemos, no solo para romper prejuicios y barreras, sino para que no quede desaprovechada esta “oportunidad para la Iglesia" (Pablo IV), que con no pocas dificultades trata de llegar a una verdadera renovación; y en definitiva para que no se apague el espíritu profético, para que se escuche más la Palabra de Dios y arda constantemente entre nosotros la llama de la oración.
LA FE Y LA ESPERANZA FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA
Por Luis Martín.
"El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones, según le había sido dicho: 'Así será tu descendencia '. No vaciló en su fe al considerar ya sin vigor -tenía unos cien años- el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con la incredulidad, más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia" (Rm 4,18-22).
No pretendo en este artículo exponer, ni siquiera resumir, todo lo que se puede decir sobre la Fe y la Esperanza cristianas. Solamente trataré de tocar algunos aspectos de ambos dones, para hacer ver hasta qué punto son el fundamento de la vida del Espíritu. Habría que tratar también del Amor, pero siendo el tema en el que se centra el artículo siguiente, no entraré en su consideración en estas páginas.
Para mayor claridad en la exposición será conveniente tratar primero de la Fe y a continuación de la Esperanza.
LA FE INICIO Y FUNDAMENTO DE LA SALVACION
Hay cristianos que opinan que tienen fe cristiana porque nacieron en una familia o país cristianos, pero que igualmente podrían haber sido musulmanes o hindúes, de haber venido a este mundo en otras circunstancias.
Cuando así se piensa se está confundiendo la Fe cristiana con la virtud de la religión. Pero Fe no es lo mismo que religión. Uno puede creer en Dios y hasta dar culto a Dios, como son los adeptos de cualquier religión no cristiana, y no tener Fe, sino que tan solo practica la religión.
La religión parte de la iniciativa del hombre, que ante un mundo misterioso de cataclismos, enfermedades y muerte que le sobrecoge, se siente impotente y presiente la existencia de un Ser superior, cuya voluntad y agrado trata de propiciarse. La religión es un movimiento de abajo hacia arriba, del hombre hacia Dios, y la iniciativa está tomada por el hombre.
Pero con la Fe ocurre todo lo contrario. Es un don recibido gratuitamente de lo alto, un movimiento de arriba hacia abajo, y la iniciativa está tomada en forma graciosa y misericordiosa por Dios que "muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1,1-2).
A El es a quien fundamentalmente se cree, pero también a su Palabra, y después de El al "kerygma" o mensaje inicial, a saber: que Dios ha enviado a su Hijo al mundo, y convertido en "Siervo" de todos sin dejar de ser Dios, ofreció su vida por nuestros pecados, de acuerdo con el designio divino, pero "Dios le resucitó" y "exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido" (Hch 2,32-33), y todo el que le acoge y cree en El recibe la Salvación y el Don del Espíritu.
La Fe es la respuesta positiva del hombre a la acción y a la Palabra de Dios a través de su Hijo, Cristo Jesús.
Muchos cristianos tienen más religión natural que Fe, o viven de una vaga fe teñida de religión.
Llegar a tener Fe significa poseer un inmenso tesoro que no siempre sabemos valorar, y si tenemos fe no es por tradición recibida de nuestros padres sino por pura misericordia de Dios, pues es inmenso el número de los nacidos de familias muy cristianas que no tienen fe.
El cristiano que no sabe valorar o apreciar su Fe cristiana es porque no ha experimentado al vivo toda su miseria. Llegar a sentir la miseria del propio pecado y considerarse verdaderamente pobre es una de las mayores gracias que podemos recibir de Dios, porque nos dispone a anhelar la salvación, como el náufrago que se agarra ansioso a una tabla que le ofrecen.
Toda nuestra vida cristiana parte de la fe y tiene la fe como base. Si se debilita grandemente la fe o se pierde, se encuentra uno en un estado de incapacidad para ni siquiera desear la salvación o para orar o para recurrir a cualquiera de los medios que tenemos a nuestro alcance.
A la medida de nuestra fe, será la vida del Espíritu. Y a su vez, el nivel de nuestra fe está condicionado por nuestra propia vida. Si estamos viviendo en una relación de fidelidad e intimidad con Dios, la fe se robustece cada vez más. Si por el contrario estamos vegetando en nuestra infidelidad constante, o en indiferencia, la fe se debilita y de seguir por este camino puede llegar a perderse.
Tan importante y fundamental es la Fe que en toda tentación, en toda infidelidad, en todo pecado lo que más se debilita es nuestra Fe.
En la pérdida de la fe tienen más importancia la propia infidelidad a Dios y las situaciones constantes de pecado, que llegan a endurecer el corazón, mucho más que los procesos del razonamiento o del estudio crítico de la verdad revelada.
LA FE ES CREER EN JESUS SALVADOR Y SEÑOR
La Fe no es solamente asentimiento intelectual a la verdad revelada. Es esto, pero principalmente es adhesión de toda nuestra persona a la Palabra que Dios nos dirige, a su mismo Verbo Encarnado "imagen de Dios invisible" (Col 1,15). Es un acto por el cual el hombre se entrega a Dios manifestado en Cristo, como la única fuente de salvación, fiándose totalmente de su veracidad y de su fidelidad a las promesas.
"¿Qué hemos de hacer para obrar la obra de Dios? Jesús les respondió:
La obra de Dios es que creáis en quien El ha enviado" (Jn 6, 28-29). Y esto significa asentir con toda nuestra persona, con todo nuestro ser, con todo lo que somos y amamos, siempre bajo la acción del Espíritu, a Cristo Jesús, como Salvador y Señor, el cual como consecuencia nos comunica la misma vida de Dios.
El punto central de la Fe es esta adhesión a Jesús como Salvador y Señor y este es el baremo por el que tenemos que medir la fe de una comunidad cristiana o de una sola persona. La enseñanza de Jesús es reiterativa hasta más no poder:
- "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn 3.36)
- "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás" (Jn 11 25-26).
- "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en El tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día" (Jn 6,40).
-”... así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por El vida eterna. Porque tánto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna ... El que cree en El no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios" (Jn 3, 14-18).
La Fe recibe su sello particular de la personalidad de Cristo, aceptado tanto como Salvador y Señor, cuanto como Maestro.
Estas afirmaciones tan rotundas del Mensaje de Jesús tendríamos que tenerlas más asimiladas y actuadas, y siempre a mano para poder evangelizar con ellas a cualquiera a quien tengamos que presentar brevemente el "kerygma". Así lo hicieron los Apóstoles: "De Este todos los profetas dan testimonio de que todo el que crea en El alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados" (Hch 10,43).
Y San Juan escribe: 'Todo el que crea que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios" (I Jn 5,1), "pues, ¿quién es el que vence al mundo sino el que crea que Jesús es el Hijo de Dios?" (I Jn 5.5).
Quizá lo más expresivo sea el pasaje de S. Pablo: "Cerca de ti está la Palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la Palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: “Todo el que cree en El no será confundido” (Rm 10,8-11). "Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios" (Rm 5,1-2).
En suma, que la fe tanto en su momento inicial, en el que supone cierta apertura a la Palabra y a la Salvación y no tener el corazón endurecido y ciego por el pecado, cuanto en un estadio más avanzado, en el que supone constante fidelidad y obediencia ante el Señor que se nos revela y manifiesta, constituye una verdadera experiencia vital que implica a toda la persona, llevando consigo un cambio o conversión de vida. Por eso Jesús es lo primero que exige siempre: ''Creed en el Evangelio" (Mc 1,15), "Convertíos porque el Reino de los Cielos ha llegado" (M t 4,17).
LAS PARADOJAS DE LA FE
1.- La fe es ante todo obscura y luminosa. En efecto, es "la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1), porque "ahora vemos en un espejo, en enigma" (I Co 13,12), pero a pesar de todo, a medida que la fe crece y se hace más intensa se va convirtiendo en un conocimiento divino que resulta "tan real o más que el conocimiento de las realidades sensibles".
Este conocimiento lleva consigo una certeza que puede llegar a ser superior a la certeza que nos proporciona el conocimiento experiencial, que proporciona en el que la vive una luz misteriosa, divina, interior.
La ausencia de la fe es incertidumbre, vaciedad de la mente, tiniebla. La fe es certeza, luz que todo lo ilumina.
Este conocimiento, en un grado extraordinario de la fe, "realmente es, en cierto modo, una visión, aunque se trate, según toda la tradición, de una visión obscura, la visión de una luz que es al 'mismo tiempo tiniebla: esa luz inaccesible donde mora Dios (J Tm 6,16), pero donde El mismo puede hacernos entrar, ya aquí en la tierra, si nos adherimos a El por la fe, en el corazón de la obscuridad presente. Es, en efecto, una visión, porque es un conocimiento sin intermediario, en el que conocemos a Dios por su propia presencia y su propia actividad en nosotros" (L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Herder, Barcelona 1964, p. 340).
Cuando se ha pasado de un estado de incredulidad a un estado de fe es más fácil comprender el lenguaje que utiliza el N.T.: "El nos libró del poder de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor" (Col 1,13), "os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (I P 2.9), "viváis ya no como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos" (Ef 4,17-18).
2. - Inseguridad y seguridad, o incertidumbre y confianza. La fe en el sentido más propiamente bíblico pone en juego toda la personalidad humana, conllevando consigo un alto grado de confianza en Dios, en contra y a pesar de todas las apariencias. Es inseguridad porque no se apoya en nada de lo que se ve, como cuando Dios ordenó a Abraham: "Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré" (Gn 11.1), y "ante las promesas divinas no cedió a la duda con la incredulidad, más bien fortalecido en su fe dio gloria a Dios" (Rm 4,20). Por esto la Escritura lo considera como prototipo de la fe, el Padre de los creyentes.
Pero al mismo tiempo es seguridad y certeza que hace exclamar a San Pablo: "Sé bien en quién tengo puesta mi fe", (2 Tm 1,12), "y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo como basura" (Flp 3,8).
Tánta importancia daba Jesús a la fe, entendida en su pleno sentido, que los Apóstoles exclamaron un día: "¡Auméntanos la Fe!" (Lc 17,5).
Basta que nosotros pongamos en práctica sus palabras, que tan solo tengamos "fe como un grano de mostaza" (Le 17,6), para que a través de nuestra oración lleguemos a contemplar verdaderas maravillas de Dios que "acompañarán a los que crean" (Mc 16,17) en su nombre, porque "el que crea en Mí hará el también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo"(Jn 14,12-13).
3.- Te hace libre, y al mismo tiempo te sientes seducido, atenazado por el Señor. El que verdaderamente ha tenido una experiencia de su Amor ya no puede vivir tranquilo lejos de El: "Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido" (Ir 20,7). "Continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo" (Flp 3,12).
4.- No olvidemos, por otra parte, que la fe también significa el contenido del mensaje, de la verdad revelada, que se abraza íntegramente, ya que aceptar a Jesús es aceptar también toda su doctrina. Con Jesús no es posible, como con los demás seres humanos, aceptar a la persona, y no aceptar totalmente sus ideas.
Considerada en este sentido, como el contenido del mensaje, no puede separarse de su aspecto principal, de la plena adhesión del hombre al Hijo de Dios Encarnado. Ambos aspectos son complementarios tanto en la vivencia como en el crecimiento y maduración de la fe.
¿COMO CRECE Y MADURA NUESTRA FE?
Si esencialmente es adhesión a Cristo, no por el camino del raciocinio, sino por un movimiento de todo ser, por una experiencia vital, no cabe duda que su crecimiento y desarrollo dependerá del trato, relación y fidelidad que observemos con el mismo Señor.
La fe no necesita pruebas. Lo que necesita es acudir a Dios hasta para las cosas más pequeñas, y entonces, ya se trate de tomar una decisión como si se trata de abordar un problema difícil, y sobre todo cuando nos sentimos indefensos ante cualquier situación, con la experiencia constante de cómo responde el Señor siempre se irá consolidando y robusteciendo.
El Evangelio de Marcos nos dice a propósito de la visita que Jesús hizo a Nazaret, "a su patria", que "no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe" (Mc 6,5-6).
Nos preguntamos a veces ¿por qué en nuestro grupo no se dan tantos casos de curación de enfermos como en aquel otro grupo o comunidad? La respuesta no puede ser otra: porque no oramos lo suficiente, ni con fe ni con perseverancia y sencillez, y sobre todo con amor. Tomemos más en serio la Palabra el Señor, no busquemos nuestra propia gloria y satisfacción, lo abandonemos todo a su amor y admiremos sus maravillas.
La fe, lo mismo que el amor, necesita vivir constantemente de cosas pequeñas. Es entonces cuando puede crecer hasta llegar a ser una fe extraordinaria y carismática, "fe en el mismo Espíritu confiere como una gracia especial -enseña San Cirilo de Jerusalén ?en una de sus catequesis-, además de tener relación con las verdades, lleva consigo un poder que supera las fuerzas del hombre. Quien tuviere esta fe dirá en un momento: “desplázate de aquí allá; y se desplazará”. Al decir alguno una cosa así, movido por la fe, creyendo sin duda que ha de suceder tal como dice, es cuando recibe dicha gracia" (PG 33,518-519).
La fe, en cuanto contenido de la verdad revelada, también puede crecer en el sentido de adquirir una mayor penetración, por el Espíritu, en los misterios de la fe, contemplados y meditados bajo la luz del Paráclito que el Padre en nombre de Jesús nos envía para que nos lo enseñe todo y nos recuerde todo lo que El nos ha dicho (Jn 14,26).
La fe necesita verdadera instrucción, de forma que el creyente sepa siempre distinguir lo esencial de lo accesorio, y apreciar aquello que "se le ha transmitido" (1 Co 11,23; 15,3-8), "conservando la fe y la ciencia recta" (1 Tm 1,19), "el depósito" (1 Tm 6,20) de cuanto ha recibido de la Iglesia.
El trato con el Señor y la lectura asidua de la Palabra le ayudarán a que su vida y su fe no constituyan más que una misma realidad, no caminen disociadas. Es decir que su pensamiento y su acción marchen siempre de acuerdo con su fe.
Hoy día el que no es cristiano a fondo, es decir, el que no considera a su fe como unida a su propia vida y al conjunto de sus convicciones humanas, prácticamente termina por perderla.
LA RAZON Y NECESIDAD DE LA ESPERANZA CRISTIANA
Lo mismo que la Fe, la Esperanza es un don que se recibe de Dios, estrechamente unida a la presencia del Espíritu, pero al mismo tiempo es obra humana producida por Dios en nosotros.
El que no cree llega a veces a dar una explicación muy simplista al decir que no es más que la proyección idealizada de los propios sueños y ambiciones hacia el futuro. Otros creen que puede ser una forma de sugestión.
Pero tales explicaciones suponen una gran ignorancia, la cual por desgracia se da en muchos cristianos que no esperan nada, ni a Jesús, ni su Parusía, ni tampoco la propia resurrección.
Por mucho que lo intente, el hombre por sí mismo, es decir, únicamente con sus fuerzas, jamás podrá llegar a la esperanza cristiana, puesto que de nada sirve la ilusión, ni se funda tampoco en los méritos y buenas obras que uno pueda acumular durante toda su vida.
Si tenemos en cuenta que la esperanza no se refiere a las cosas visibles o que pertenezcan al mundo de la carne, sino a algo que es invisible, a la Salvación y a cuanto con ella se relaciona, comprenderemos mejor cómo escapa siempre a nuestro propio poder y dominio.
"Nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?" (Rm 8,24).
La salvación es un don que se recibe de Dios juntamente con la salvación. Es el elemento característico de los cristianos que se sienten salvados, "siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza", "con dulzura y respeto" (1 P 3,15).
INSEGURIDAD TOTAL Y CONFIANZA TOTAL
Tal como nos hace ver la Palabra de Dios, en la Esperanza cristiana, lo mismo que en la Fe, se da una desconcertante paradoja, porque es a la vez inseguridad total y confianza total.
Es inseguridad total porque no se apoya en nada de lo que vemos en este mundo, en nada que sea nuestro o de lo que nosotros podamos disponer.
Se oculta y escapa a todos nuestros cálculos, a todas nuestras seguridades humanas, a toda pretensión. Como en el caso de Abraham, en múltiples ocasiones tendrá que "esperar contra toda esperanza" (Rm 4,18).
Pero, al mismo tiempo, es confianza total, porque tan sólo se funda en la misericordia y fidelidad de Dios. "Fiel es el Señor" (2 Ts 3,3), "fiel es el que os llama y es El quien lo hará" (J Ts 5,24), y por esto "la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5).
Lo grande de la esperanza cristiana es que resulta más firme y segura que todas las esperanzas humanas juntas. "El cristiano es, esencialmente un ser que espera" (G. Thils) y la Palabra le invita a mantener "firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa" (Hb 10.23).
AHORA SUBSISTEN LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD, ESTAS TRES. PERO LA MAYOR DE TODAS ELLAS ES LA CARIDAD (1Co 13,13).
La Esperanza está profundamente unida a la Fe. Encuentra toda su seguridad en la Fe que "es garantía de lo que se espera" (Hb 11,1). Pero a su vez la Fe recibe de la Esperanza toda su paz y alegría: "El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu" (Rm 15,13). La fe es consciente de que vive "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2,13).
La Esperanza está muy unida al Amor. Todo lo que espera para sí lo espera también para aquellos a los que ama. Por lo demás, no es posible amar al hermano sin esperar para él todo lo que esperamos para nosotros, lo cual hace exclamar a San Pablo: "Es firme nuestra esperanza respecto a vosotros; pues sabemos que como sois solidarios con nosotros en los sufrimientos, así lo seréis también en la consolación" (2 Co 1,7).
Fe, Esperanza y Amor son la base, el fondo y gran parte del contenido de la vida del Espíritu, y las tres virtudes teologales, recibidas infusamente de Dios y que nos orientan directamente a El, hallan todo su apoyo y toda su fuerza en la misericordia y el "amor que nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (J Jn 3,1).
NOSOTROS ESPERAMOS EN JESUCRISTO
¡Sí, en "Cristo Jesús nuestra Esperanza"! (1 Tm 1,1).
Nuestra esperanza, no importa repetirlo, no se apoya en nada que nos pertenezca. Tampoco es una idea o una ilusión.
Se apoya en la persona viviente del Cristo Resucitado. En El tenemos la seguridad de las cosas que esperamos, en El tenemos la demostración de lo que todavía no vemos, pero que esperamos ver un día (Hb 11, 1), porque si El dio su vida por nosotros, no puede querer para nosotros otra cosa más que nuestro propio bien, si le acogemos por la Fe.
Y aún más. San Pablo llega a decir que "nuestra salvación es en esperanza" (Rm 8.24) Y que Dios "nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con El nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,4-6). Sólo la esperanza cristiana puede llegar a semejante nivel de confianza y seguridad.
Esperanza, en definitiva, es sinónimo de Jesucristo en nosotros. El es "nuestra Esperanza" (I Tm 1,1), El es para nosotros, los creyentes, "la esperanza de la gloria" (Col 1,27).
La Palabra de Dios, igualmente rotunda, afirma esto mismo desde otro punto de vista. Nos llega a decir nada menos que "poseemos las primicias del Espíritu" (Rm 8,23), porque es Dios "el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1,21-22; 5,4-5).
Tener "las primicias del Espíritu" o haber recibido de Dios "las arras del Espíritu": ¿puede haber algo que nos dé mayor garantía y confianza?
LO ESPERAMOS TODO
La vida del cristiano es un largo peregrinaje, en constante lucha y combate espiritual. La Esperanza es una luz colocada en la cima de la montaña que está escalando, una energía que siempre le hará mirar hacia adelante.
Se ha dicho que la esperanza cristiana tiene alas. Por muy pesadas que sean las contradicciones y más arrecien las tribulaciones, vive inquebrantable en la certeza de que nada ni nadie, "ni la muerte ni la vida... ni criatura alguna podrá separamos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor Nuestro" (Rm 8,38-39), en constante tensión hacia la Consumación final del Reino, "porque la apariencia de este mundo pasa" (1 Co 7,31), de este mundo en el que muchas veces nos sentiremos "como extranjeros y forasteros" (1 P 2,11), porque "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (Hb 13,14) y "esperamos según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra" (2 P 3,13).
A nivel personal el cristiano lo espera todo: "el Reino y su justicia" (Mt 6,33), o sea su Salvador y Señor, y con ello todas las demás cosas por añadidura, la perseverancia hasta el final, el don del Espíritu Santo, la Resurrección final y hasta las mismas cosas materiales que necesite para vivir sobriamente, "pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso" (Mt 6,12), el pan de cada día, el trabajo, la casa, etc. Pero la esperanza consiste en esperar a "alguien", al Señor.
A un nivel más universal el cristiano espera la plena consumación y revelación del Reino de Dios. En un mundo obscuro, lleno de odio, crueldad y desesperación espera que un día llegará la purificación y transfiguración de todo. "Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios" (Rm 5.2), y estamos "siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 P 3, 15).
Nuestra esperanza será siempre escatológica, porque lo que esperamos es algo futuro pero que ya está presente en nosotros. "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Lo que ahora necesitamos es que el Espíritu de Jesús ilumine los ojos de nuestro corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados por El (Ef 1,18).
Sí la esperanza se desarrolla en nosotros y la vivimos intensamente, imprimirá en toda nuestra vida cristiana una acusada característica de serena alegría, y en más de una ocasión nos hará sentir una impaciencia divina de que llegue pronto el momento de nuestro encuentro definitivo y final con el Señor en el que podamos verle "cara a cara" (1 Co 12,12), y hasta el mismo Espíritu clamará en nosotros con "la Esposa": .. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,20).
Vivir la Esperanza cristiana es vivir la vida del Espíritu en toda su plenitud.
¡MARANA THA! ¡SEÑOR NUESTRO, VEN!
EL ESPIRITU Y SUS DONES
Por Juan Manuel Martín-Moreno, S. J.
La especulación teológica medieval construyó sobre la arena movediza de una exégesis arbitraria de un texto de Isaías un grandioso edificio doctrinal sumamente elaborado, acerca de los siete dones del Espíritu Santo. Los materiales bien endebles con los que se llevaba a cabo esta construcción consistían en aplicar el análisis de objetos formales a cada uno de los dones mencionados en el texto.
Si a esto se suma que había que dejar espacio para la gracia santificante, las gracias actuales, las siete virtudes infusas y los doce frutos del Espíritu, nos vemos un poco perdidos en una jungla conceptua1 muy lejana de nuestra sensibilidad moderna y bien lejana también del mundo de nuestras experiencias del Espíritu.
¿Quiere decir esto que toda aquella construcción teológica es algo inservible que haya que relegar a la historia? Pensamos que no. De las ruinas de aquel edificio que hoy día no puede tenerse en pie, podemos rescatar elementos e intuiciones muy valiosas para una mejor comprensión de nuestra experiencia del Espíritu y de nuestra vida de transformación en Cristo. Esto es lo que pretendemos hacer en estas breves líneas, a la manera como de las ruinas de los antiguos templos se han aprovechado columnas y materiales para integrar en nuevas construcciones enmarcadas en el estilo de la nueva época.
1. El Texto de Isaías.
Decíamos que la piedra angular de aquel edificio doctrinal sobre los siete dones del Espíritu Santo era el texto de Isaías 11, 1-3a:
” Saldrá un vástago del bronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh. Y le inspirara en el temor de Yahveh".
En el texto hebreo original sólo aparecen seis dones, estando repetido dos veces el temor de Yahveh. El séptimo don, o don de piedad, solo aparece en la traducción griega de los LXX y en la Vulgata latina. Es sólo apoyándose en estas traducciones como el texto ha podido servir de fundamento para una teología de los siete dones.
Además, el texto de Isaías tiene un sentido mesiánico. Y se refiere primariamente al futuro Rey que establecerá el perfecto Reinado de Dios. Los dones del Espíritu son dones del Mesías, y por eso el Nuevo Testamento aplicará este texto a Jesús en el momento de su unción mesiánica, al ser bautizado en el Jordán (Mt 3,16; Mc 1,10).
Solo en un sentido muy secundario se puede aplicar este texto a los cristianos, en la medida en que participan del don de Jesús Mesías y concurren por su vocación a realizar el Reino de Dios.
Pero aquí hay una nueva dificultad. En el texto de Isaías se habla de dones del Espíritu para la tarea de la construcción del mundo y la sociedad nueva. En cambio en la teología clásica los siete dones tenían, como finalidad la santificación personal, y se contraponían a los carismas que eran los que sí ayudaban para la construcción de la nueva comunidad.
Por todo ello vemos que el citado texto de Isaías mal puede dar pie para una teología de siete dones de santificación personal de cada cristiano. Prescindiremos de este texto y reflexionemos sobre otros textos bíblicos que nos parecen más relevantes para el tema. Prescindiremos de numerar los dones, del número siete o de cualquier otro número concreto, y no trataremos de delimitar con exactitud el área correspondiente a cada uno de ellos.
II. Si conocieras el don de Dios.
Antes de hablar de la pluralidad de los dones convendría fijarse en todo el poder de sugerencia que tiene el término don, regalo. En el discurso de Pedro el día de Pentecostés se exhorta a la multitud: "Que cada uno se haga bautizar y recibiréis el don del Espirita Santo" (Hch 2,38). Se nos habla del don así, en singular, ese don del agua del Espíritu del que Jesús hablaba también en singular a la Samaritana: “Sí conocieras el don de Dios...” (Jn 4.10).
Antes de diversificarse en un haz de dones concretos, el gran don de Dios en su mismo Espíritu, que nos viene dado como manifestación de su amor y de su generosidad. De la misma manera que el rayo de luz blanca, al refractarse en el prisma, da lugar a un haz de diversos colores, así también, el don del Espíritu en nosotros se diversifica en un haz multicolor de dones concretos. Pero el mayor regalo que una persona puede hacer es el don de sí. Y esto es lo que hace el Padre con nosotros, infinitamente mejor que esos padres que siendo malos saben dar cosas buenas a sus hijos (cf Mt 7,11). El que nos entregó a su propio Hijo, “¿cómo no nos dará todas las otras cosas juntamente con El?" (Rm 8.32). Padre e Hijo nos hacen donación de su mismo Espíritu por el que son Uno, para hacernos vivir de su misma vida.
Pero para acoger el don de Dios hace falta una conversión previa. Hace falta estar abierto a recibir. Una espiritualidad demasiado voluntarista ha centrado todo en el esfuerzo del hombre, en el merito humano, en el precio que pagamos para recibir los dones de Dios. La Renovación Carismática quiere subrayar la gratuidad del don divino. La sociedad nos envuelve en sus hábitos mercantilistas. Las cosas valen por lo que cuestan. Estamos habituados a pensar que lo que no cuesta no tiene valor. Por eso hay que convertirse para apreciar el don de Dios. Hay que llegar a comprender que las cosas verdaderamente valiosas no cuestan nada, que una puesta de sol es más bella que el más lujoso espectáculo. ¿Qué hay tan valioso como el aire? Sin embargo no cuesta nada. Ahí está gratis; sólo hace falta abrir los pulmones para acogerlo. ¿Qué hay tan valioso como el agua? Ahí esta gratis, siempre dispuesta a satisfacer nuestra sed.
Pero habitualmente apreciamos las cosas por su precio o por nuestro esfuerzo en conseguirlas. Y hay que convertirse de esta actitud, para poder conocer el don, apreciarlo y acogerlo en su gratuidad. Y para acoger la vida como don gratuito hay que sentirse pobre y renunciar definitivamente a nuestros esquemas mercantiles en nuestro trato con Dios. “¡Oh todos los sedientos venid por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan y vuestro jornal en lo que no sacia?" (Is 55,1-2). Venid al mundo nuevo en el que no hay dinero, en el que "todo es gracia".
El concepto de gratuidad viene reforzado por el término infuso que la teología medieval aplicaba a los dones del Espíritu. Infuso quiere decir infundido, derramado, y hace alusión al agua derramada en el bautismo, que es el momento en que recibimos estos dones. Junto con el agua que se derrama sobre nuestras cabezas, son derramados los dones del Espíritu. Y este concepto de infusión se opone radicalmente a cualquier idea de adquisición, de logro, de compra o de mérito.
Se oponen estos dones infusos a las virtudes que uno puede ir adquiriendo poco a poco a base de ejercicio, de constancia, de ascética, de esfuerzo humano. Hay evidentemente en la vida unas virtudes que vamos adquiriendo poco a poco como fruto de nuestro esfuerzo. Pero no nos referimos a ellas al hablar de los dones, sino a un regajo gratito de quien “nos amó primero". “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros sino que es don de Dios: tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe." (Ef 1.8-9).
III. Dones de Santificación.
Otro elemento válido e iluminador de la teología medieval era la distinción que hacia entre los dones santificantes (los siete dones) y los carismas o gracias "gratis datae". Según esto habría que distinguir, en el plano de la gracia, unos dones preferentemente destinados a la santificación personal del cristiano, y otros destinados a la edificación del cuerpo de la Iglesia (carismas).
No conviene insistir demasiado en esta diferencia, ya que se da una relación mutua entre ambos. Una persona santa (interiormente abierta a la acción del Espíritu) será forzosamente un instrumento más apto para acoger los carismas en la tarea de la construcción de la Iglesia. Sin embargo sí puede ser útil señalar la diversidad de funciones entre dones y carismas.
Hay que resaltar primariamente una llamada del cristiano a la santidad. ¿Qué es santidad? En el Nuevo Testamento santidad significa consagración. Los santos son aquellos que están consagrados para el servicio de Dios. El Santo de Dios es Jesús, consagrado por el Padre, sellado con la unción del Espíritu, para realizar la misión salvadora que el Padre le confió. El cristiano en su bautismo es también escogido, consagrado por e1 Espíritu para asimilarse a Cristo, revestirse de Cristo, conformarse a su imagen. El ideal de santidad es entrar en el misterio pascual de Jesús, en su profunda actitud de despojo interior para la entrega al amor de los hermanos. Santidad es emprender el éxodo que nos saca de este mundo y sus criterios, para vivir a la luz de las bienaventuranzas: "A los que de antemano conoció los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera El el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8.29).
El Espíritu Santo nos consagra con sus dones, nos aparta para una dedicación exclusiva al servicio de Dios, nos reviste de la misma entrega de Cristo por amor, y nos da un corazón nuevo, manso, pobre y limpio, hambriento de justicia, paciente y misericordioso, instrumento de paz. Y esta acción del Espíritu se interioriza en el hombre. Además de las llamadas gracias actuales o inspiraciones pasajeras, hay en el hombre nuevo una disposición permanente de docilidad, de prontitud para dejarse moldear según la imagen de Jesús. Es como una segunda naturaleza.
La santidad es una vocación, una llamada que tiene su propio dinamismo, que se va desplegando en el tiempo y va creciendo "hasta llegar al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef 4, 13). Es un proceso en el que nos vamos despojando del hombre viejo y revistiendo del nuevo.
Pues bien, todo este proceso y dinamismo tiene dos polos: uno exterior al hombre, que son las gracias y ayudas concretas que vienen de Dios, y otro interiorizado dentro del cristiano, que son los dones como capacidad de respuesta, como facilidad y agilidad del hombre interior para dejarse conducir por e1 Espíritu en su tarea de recrear en nosotros el hombre nuevo. Esta facilidad y capacidad permanente de respuesta interior en sus diversos aspectos es lo que llamamos dones del Espíritu Santo.
IV. Docilidad al Espíritu.
Definíamos, pues, los dones como docilidad interior y permanente a la obra del Espíritu en nosotros. Decíamos que esta actitud no es adquirida sino infusa, otorgada. Podemos explicarla mejor con algún ejemplo.
Hay personas que nacen con buen oído y con una capacidad especial para gustar la música. Este buen oído no se puede adquirir ni aprender, y no es fruto de mucho trabajo o de muchos estudios. Se nace con él; es un don de la naturaleza, que capacita al hombre para gustar la música, para componer melodías nuevas o interpretarlas. Es un don permanente, habitual que hay que distinguir de los momentos pasajeros de inspiración para componer una melodía. La inspiración es pasajera, pero la facilidad para la música es habitual.
En la vida del Espíritu ocurre algo semejante. ¿Por qué hay personas que se aburren habitualmente en la oración, a quienes la Biblia no les dice nada, incapaces de vibrar o emocionarse ante la belleza de las bienaventuranzas, torpes para captar la vocación o los impulsos con los que Dios quiere ir conduciendo su vida? En el fondo es la carencia de los dones del Espíritu la que lleva a esta situación de pasividad y aburrimiento, semejante a la que siente en un concierto un hombre que no tiene ningún interés ni facilidad para la música. Tardos de corazón para creer (Le 24,25), incapaces de comprender las cosas que son de arriba (Jn 3,12), sin sentido del misterio, sin capacidad de maravillarse y extasiarse. Lo que ocurre sencillamente es que "el hombre animal no tiene sensibilidad para el Espíritu”. (1 Co 2,14). Es romo, zafio, insensible, tosco, superficial. Se aburre, bosteza, no capta los matices, no es capaz de ilusionarse. En el fondo es que no hay en él esa sensibilidad, ese don interior que le haga vibrar y resonar en armonía con la acción del Espíritu.
En cambio el hombre espiritual muestra una gran connaturalidad con las mociones espirituales, que conlleva facilidad, gusto, agilidad, sensibilidad a los detalles, perspicacia, agudeza intuitiva, profundidad, docilidad y abandono. Son estos dones interiorizados los que posibilitan que el hombre pueda responder de una manera dinámica y crecer en santidad, es decir, irse asimilando progresivamente a Cristo.
En los picaderos distinguen entre caballos de boca dura, a quienes hay que regir con un grueso hierro en la boca (bocado), y los caballos finos a quienes se rige con un finísimo hilo de metal (filete) y son sensibles al más suave tirón de las riendas. Es de esta docilidad habitual al Espíritu de la que estamos tratando.
V. Diversidad de dones.
¿Por qué hablar de dones así, en plural? Hasta ahora sólo hemos hablado de palabras en singular: docilidad, sensibilidad, etc.... ¿En qué sentido podemos hablar de los dones en plural, de docilidades, sensibilidades, etc.?
Sin insistir en el número siete, ni tratar de diversificar los dones con precisión según el criterio de sus objetos formales, sí podemos decir que esta actitud de docilidad puede recibir diversos nombres, al ser aplicada a las distintas áreas o aspectos de nuestra vida en las que se ejercita la acción del Espíritu.
Encontramos personas sencillas que sin muchos estudios han llegado a una comprensión muy profunda de los misterios del Reino. Hay en ellos una inteligencia natural. Ese es un don del Espíritu.
En otras personas encontramos un don especial para saborear las cosas de Dios, para asombrarse ante sus maravillas, para gustar contemplativamente la alabanza, la música y la poesía de la oración. Es otro don del Espíritu.
En otras personas encontramos un gran don para discernir interiormente las mociones del Espíritu y los signos por los que Dios nos muestra su voluntad en nuestra vida. En otras detectamos una gran capacidad de ilusión por el programa evangélico, y una gran creatividad para concretarlo en formas renovadas y en dar sentidos proféticos nuevos a la propia existencia bajo la acción del Espíritu.
De alguna manera podemos decir que hay una gran variedad de dones de santificación personal: sensibilidad para captar los valores de la castidad consagrada; sensibilidad para vibrar emocionalmente ante un compromiso radical de pobreza evangélica; docilidad al Espíritu para transformar situaciones de intenso dolor o humillación en signo de amor y misericordia...
Verdaderamente "cada uno recibe de Dios un don particular; éste de una manera, aquél de otra" (1 Co 7,7). Así como en la llamada a construir la Iglesia hay distintos carismas para distintos individuos, así también en la llamada a la santidad hay diversas vocaciones a encarnar algún aspecto especial de Cristo, a especializarse en su actitud contemplativa, en su misericordia, en su amor fiel en medio del sufrimiento, etc.... A cada una de estas vocaciones corresponde un don del Espíritu que prepara y capacita para responder activamente a las diversas mociones que se irán dado a lo largo del proceso de crecimiento en Cristo.
Distinguían también los teólogos entre dones y virtudes. Quizás esta distinción pueda parecer demasiado sutil, pero quiero recogerla porque nos ayuda a ilustrar algo muy importante. Según esta teología las virtudes nos disponen para poder actuar conforme al dictado de la razón. En cambio los dones nos disponen para actuar conforme a los dictados del Espíritu Santo. Hay algo muy importante en esta distinción. Pone de manifiesto que la acción del Espíritu, aunque nunca sea absurda o antirracional, sí desborda con mucho los límites de la razón. Los santos han llegado a hacer cosas a las que nunca hubieran llegado por el solo ejercicio de su razón.
En el caso del discernimiento espiritual, por ejemplo, S. Ignacio de Loyola distingue dos momentos en que entran en juego distintas capacidades del hombre. En un primer momento se sopesan los pros y los contras a favor de una u otra opción en cualquier alternativa que se nos presente, y todo ello según la luz de la razón. Aquí estaría en juego la virtud de la prudencia. Pero hay un segundo momento en que se captan las mociones concretas del Espíritu por vía de signos, diversidad de espíritus, consolaciones o desolaciones, intuiciones que ya no pueden ser discernidas por la razón humana. La capacidad para este discernimiento nos viene de un don especial del Espíritu. Lo entenderemos mejor con un ejemplo. La razón es apta para captar tan solo aquellos mensajes que llegan en una cierta frecuencia dentro de una banda determinada. Pero hay mensajes de Dios emitidos en unas frecuencias que no corresponden a la banda de la simple razón. Necesitamos un receptor equipado con una banda especial para estas frecuencias. Los dones del Espíritu son esta banda especial que nos capacita para captar frecuencias que escapan a la simple razón.
"El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ... Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales hablamos también, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios: son necedad para él. Y no las puede conocer, pues sólo espiritualmente pueden ser discernidas" (1 Co 2,10.12-14).
Son los dones del Espíritu los que nos constituyen, por tanto, en hombres espirituales, capaces de sondear hasta las profundidades de Dios (v. 10), "captar las cosas del Espíritu de Dios" (v. 14) y no "naturalmente" (v. 13) ni "con una sabiduría humana" sino con una nueva sensibilidad recibida de Dios por todos cuantos tenemos la mente de Cristo".
LOS FRUTOS DEL ESPIRITU SE REDUCEN AL AMOR
Por José Antonio Martínez, C. M. F.
San Pablo, en Gálatas 5,22-23, contrapone a aquellos que viven sometidos a las obras de la carne "el" fruto del Espíritu que es único: el Amor, y que florece en toda clase de virtudes. Signos del reino del Amor son: "alegría y paz": sus manifestaciones son "paciencia (tolerancia), amabilidad, bondad"; y las condiciones para su nacimiento y desarrollo: "fidelidad (lealtad), mansedumbre (humildad) y dominio de sí mismo".
El don del Espíritu de Jesús testifica que se han cumplido las promesas. El fruto del Espíritu no es una mayor exigencia del hombre para una generosidad moral. No. La presencia del Espíritu de Jesús en el cristiano significa que estamos en el tiempo en que el hombre podrá cumplir lo que jamás podría cumplir por sí mismo. El Reino de Dios no consiste, pues, en que se le exija más al hombre, sino en que para todo aquello que debe o está invitado a hacer se vea potenciado y posibilitado. Y por esto es la Buena Noticia.
Dios comunica al hombre su Espíritu Santo, el cual transformará su "corazón de piedra", tal como lo había prometido:” Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas" (Ez 36,27; Jr 31,31-34).
Los que han recibido el don del Espíritu se encuentran, por gracia, trasladados a esa dimensión inconcebible que jamás pudieron soñar: que sólo Dios basta, y que ha llegado el momento en que Dios hace sentir al hombre que El es su propia plenitud: "recibiréis la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 1,8).
Y este Nuevo Pentecostés que tantos hermanos pueden anunciar, para todo el que crea en Jesús, es algo que va mucho más allá de los dones y carismas que a veces pueden deslumbrar. La presencia del Espíritu en el bautizado le transforma y configura con los rasgos de Cristo, es decir, con lo que es el fruto del Espíritu: el Amor.
Los dones son exteriores, pero el fruto es interior. Los dones pasan, se desvanecen o se inutilizan (1 Co 13), pero el fruto del Espíritu, el Amor, permanece. Dios ve en lo profundo de nuestro ser y escruta la riqueza interior de cada uno, la docilidad y disponibilidad a la presencia vivificante de su Espíritu, más allá de los relumbrones y esplendores exteriores, que causan admiración y asombro y que muchas veces coexisten con nuestro orgullo y vanidad, "porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos" (Mt 24,24).
La presencia del Espíritu en el creyente no es para causar admiración, asombro, ni para acomplejar a nadie, sino para fructificar en servicio y amor al hermano a quien vemos, al que podemos amar con el mismo amor con que somos amados por Dios.
I. AM O R
La palabra que emplea Pablo es "ágape", que significa una relación personal de amor del hombre con Dios y de los hombres entre sí como hermanos en Cristo e hijos de un mismo Padre.
Esta relación personal de amor del hombre con Dios es instaurada y producida por la comunicación del Espíritu. Y es entonces cuando verdaderamente podemos dialogar amorosamente con el hombre.
Este Amor, fruto de la presencia del Espíritu de Jesús, nada tiene que ver con los intereses humanos egoístas, condicionados por las propias conveniencias. Nace este Amor del Don de Dios e irradia hacia el hermano y vuelve a Dios como a su origen. El amor humano es potenciado y liberado de todo egocentrismo posesivo y explotador, en el fondo, del prójimo.
En la Primera Carta a los Corintios, capítulo 13, Pablo describe lo que entiende por amor cristiano, fruto del amor que Jesús nos tiene. No se puede elegir entre unas cualidades u otras del amor. El cristiano que ama con el amor de Cristo, movido por el Espíritu, las posee todas (1 Co 13). Podemos dar sin amor, pero no podemos amar sin dar y darnos.
II. SIGNOS DEL REINO DEL AMOR
ALEGRIA.- La alegría, fruto del Espíritu Santo, supera las categorías humanas, de manera especial, por lo que se refiere a un amor gozoso.
La alegría puede depender de un estado de ánimo originado por la euforia biológica o psicológica de la persona. Entonces resulta cambiante, con unos altibajos según los acontecimientos sean agradables o penosos.
Puede depender también del bien de la amistad poseída, y entonces connota algo superior, pues este gozo desbordante va vinculado al amor actual de los que se aman, que nace de su misma presencia. Dentro, pues, de este segundo aspecto de la alegría por el amor, el Espíritu Santo es la expresión de la autoposesión gozosa de Dios amándose a sí mismo. Y este mismo don es el que recibimos con el Espíritu. Amor personal de Dios, amor referido al Padre y al Hijo, constituyendo su suprema alegría. Por eso para Pablo la alegría cristiana es fruto del Espíritu y nota característica del Reino de Dios (Rm 14,17).
Siendo realistas hemos de reconocer que encontramos tantos cristianos sinceros y honrados que no han experimentado el gozo desbordante del Espíritu, o que en el mejor de 1os casos lo único que experimentaron fue el entusiasmo pasajero que suscita la Palabra pero que desaparece en cualquier tribulación (Mc 4,16). Por eso, esta alegría, fruto del Espíritu, no pertenece sino a la fe probada. Para poder disfrutar de la alegría cuando se revele Cristo, es preciso que su discípulo llegue a regocijarse en la medida en que participa de sus sufrimientos (1 P 4,13).
Pablo, ministro de Jesús, saborea esta alegría de la Cruz, y éste es un elemento de su testimonio: los ministros del Señor "afligido" están siempre alegres (2 Co 6,10). El Apóstol sobreabunda de gozo en sus tribulaciones (2 Co 7,4); es más, se regocija con tal que se anuncie a Jesucristo (Flp 1,17ss).
Ni siquiera nuestro pecado puede abatir al cristiano, pues está seguro que el Señor se valdrá de ese mismo pecado y de la lucha contra él para mostrarle su misericordia (Lc 7,36-50; Jn 4,8; 21 ,15-19; Hch 9).
PAZ.- Isaías (9,5) dice del Emmanuel: se llamará su nombre... Príncipe de la Paz. Lucas traza de forma especial el retrato del Rey Pacífico. En su nacimiento anuncian los ángeles la paz a los hombres en quienes se complace el Señor (Lc 2,14).
Una idea superficial de paz, como si fuera una ausencia de declaración de guerra, por ejemplo, nos puede hacer pensar que hay contradicción entre las profecías sobre Jesús y sus mismas palabras: "no he venido a traer paz sino guerra" (Mt 10,34-36). Sin embargo antes de que la paz verdadera pueda llenar nuestra vida, antes de que seamos cristianos pacíficos, hay que extirpar, destruir, derrocar (Jr 1,10) falsos ídolos, ideales, actitudes, mentalidad... y esto produce tensión. Antes de gustar la paz, de poder dar paz, hay que renacer como hombres nuevos, pacificados desde nuestro interior. Esto, en parte, es difícil y se recurre a pactos de conveniencia, de no beligerancia, incompatibles con la paz que da el Espíritu.
La paz que Jesús ofrece no es la de la "buena conciencia" o la de los estoicos que se mortificaban anulando sus sentimientos, o la de los epicúreos (que hoy se traduce en confort, comodidad, mínimo esfuerzo, pasotismo...) que evitaban todo dolor, pena, esfuerzo. La Paz de Jesús, por el contrario, es una calma profunda que es don, regalo, fruto de la presencia del Espíritu de Jesús en el alma, y que permanece inalterable en toda tensión y circunstancia allá en lo más profundo del ser. Es una paz que nos reconcilia con el hermano formando en Cristo un solo Cuerpo (Ef 2,14-22). Y como "estamos en un mismo Cuerpo", "la paz de Cristo reina en nuestros corazones" (Col 3,15) gracias al Espíritu que crea en nosotros un vínculo sólido (Ef 4,3).
III. MANIFESTACIONES DEL AMOR
PACIENCIA (tolerancia).- Jesús con su actitud para con los pecadores y a lo largo de toda su enseñanza ilustra y encarna la paciencia y la tolerancia divina. Reprende a sus discípulos impacientes y vengativos (Lc 9,55). Las parábolas de la higuera estéril (Lc 13,6-9), la del hijo pródigo (Lc 15), la del servidor sin piedad (Mt 18,23-35) son revelaciones de la paciencia de Dios que quiere salvar a los pecadores, al mismo tiempo que constituyen verdaderas lecciones de tolerancia y de amor para uso de sus discípulos.
El ejemplo de Jesús es signo del fruto del Espíritu en el creyente, le da resistencia en toda situación, capacidad para soportar, ánimo grande y esforzado para el combate espiritual.
Paciencia es perseverancia, firmeza, constancia en el compromiso adquirido. En el sufrimiento y en la persecución, permitidos por Dios, el hombre halla su fuerza en Dios mismo que le da por su Espíritu la salvación y la esperanza, y en la vida cotidiana la paciencia que practica para con sus hermanos es una de las manifestaciones del amor.
Cosas muy pequeñas pueden llevar al creyente a la desesperación. Frustraciones no resueltas que parecen tontas se pueden amontonar y acumular unas sobre otras hasta bloquear por completo el camino espiritual. El cristiano no está exento de sufrimientos, angustias, incomprensiones, vacíos... que le irritan. Jesús no prometió ausencia de sufrimiento y tribulación, sino su fuerza y asistencia en el momento de la prueba.
La paciencia es el fruto de la acción del Espíritu en nosotros por la que esperamos con oración, lágrimas, ayunos nuestra propia conversión y la de los hermanos. Es fruto activo espiritual que participa (Flp 3,10; Rm 8,17), lucha (Hb 12,1 ss.), espera (Rm 5,5), soporta (Ap 2,10; 3,21), persevera (2 Co 6,4; 12,12).
AMABILlDAD.- La amabilidad es manifestación de la presencia del Espíritu en el cristiano. En primer lugar, en el trato respetuoso, acogedor, amable con toda persona que se le acerque, sea cual sea su clase social, temperamento, simpatía... Tantos y tantas personas como al cabo del día nos encontramos, tratamos, ayudamos, amamos ... y quizá no vean en nosotros más que al individuo exigente, distante, amargado, tenso y cerrado, sin que lleguemos a transparentar ese interior habitado por el Espíritu, al que quizá tenemos como encadenado.
En segundo lugar amabilidad para con nosotros mismos. Muchas veces esa dureza y frialdad con que tratamos a los demás no es más que proyección de la dureza que tenemos para con nosotros mismos. Queremos ser perfeccionistas, no admitimos faltas porque en el fondo creemos que nosotros mismos podemos evitarlas. Este es el orgullo que nos pierde. Cierto que debemos considerarnos, como Pablo, el último de los hermanos; pero no podemos dejar que un complejo de culpabilidad morbosa anule nuestra libertad y nuestra relación amable tanto con nosotros mismos como con los demás.
Hay quienes nunca perdonan sus faltas, defectos o pecados. Viven una existencia atormentada, y su alma gime en agonía. Pedro no se desesperó, ni abandonó el apostolado por haber renegado de su Maestro. Tomás no se apartó de los Doce por haber dudado. Marcos no se desanimó porque en cierta ocasión tuvo miedo y abandonó la misión. Y Pablo, perseguidor de la Iglesia, recuerda su pecado, no para achicarse sino para glorificar al Señor que le eligió como Apóstol. Descubrieron el poder redentor y creativo de aceptarse tales como eran para poder así aceptar el Don de Dios.
BONDAD.- Como manifestación del Amor, que es el fruto total del Espíritu Santo, la bondad se confunde a menudo con la amabilidad. La verdadera bondad requiere mucha fortaleza espiritual que sobrepasa la mera decisión de ser "bueno".
La bondad nace del Espíritu, fuente final de toda bondad, y llega a tomar el control de nuestro actuar cuando nos sometemos a su acción. Algunos traducen esta bondad en generosidad para dar nuestro tiempo, energía, salud, talento, dinero, etc., puesto que son dones también de Dios. Estar con las manos abiertas, sin atar ni querer aprisionar a nadie que se nos acerque, sino para levantar, animar, curar, abrazar amorosamente.
IV. CONDICIONES PARA EL NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL AMOR
FIDELIDAD (Lealtad).- La fidelidad, lealtad al Evangelio y por el Evangelio al hombre, sólo puede nacer de Cristo, el Señor. Cristo Jesús, Hijo y Verbo de Dios, el verdadero fiel quiere cumplir la Escritura y la obra de su Padre (Mc 10,15; Lc 24,44; Jn 19,28-30; Ap 19,11ss.).
La fidelidad de Dios (1 Ts S, 23ss), cuyos dones son irrevocables (Rm 11,29) se manifiesta en Jesús con plenitud, y para confirmar en la fidelidad invita a seguir la constante de Cristo (2 Ts 3,3).
Cristo, "el Testigo fiel" (Ap 1,5), cuestiona e interroga al creyente, le ofrece una alianza para que la acepte libremente. La fidelidad a Dios lleva en sí la fidelidad al hombre. Cuando una de las dos desaparece, siempre es en detrimento de la otra.
Fidelidad a Dios y al hombre sin acomodos, pactos secretos, contemporizaciones que el hombre se busca para no alterar su "buen modo" de vivir el Evangelio, ya asimilado y hasta domesticado para que no resulte perturbador. Fidelidad que crea compromisos y provoca la decisión de cumplirlos porque se cuenta con la fuerza del único fiel: Jesús.
MANSEDUMBRE (humildad).- Este fruto del Espíritu se confunde a veces con una dulzura que es pasividad o debilidad.
La mansedumbre cristiana es energía, fuerza y fortaleza bajo el propio dominio. En la Biblia y en la historia de la Iglesia aparecen hombres que reconocían su pobreza y eran al mismo tempo conscientes de la vocación y misión que habían recibido de Dios y actuaban en consecuencia. Dotados al mismo tiempo de enorme humildad, mansedumbre y grandeza de espíritu, consideraban como una de sus obligaciones el vivir atados como "débiles" a otras voluntades más dominantes. Esa mansedumbre o humildad que es debilidad nunca jamás hubiera podido dotar de dirigentes responsables a Israel y a las comunidades cristianas.
No es mansedumbre cristiana la falta de carácter, sino una fuerza recibida del Espíritu de Dios que nos hace ser decididos, limpios, transparentes, honrados y rectos al vivir y testimoniar el Evangelio.
El manso y humilde reconoce quién es su Creador y Señor, y acepta que El dirija su vida y al mismo tiempo se somete a Dios, lo cual hace brotar en él una fuerza superior, que nunca podrá apropiarse, para cumplir el plan trazado por Dios en su vida, sin que ningún obstáculo pueda acobardarle o disuadirle.
Moisés es el modelo de la verdadera mansedumbre que no es debilidad, sino humilde sumisión a Dios, basada en su amor (Nm 12,3; Si 45,4).
Mansedumbre es conocer, experimentar el amor misericordioso y transformante de Dios para con uno mismo. Este es el milagro del nuevo nacimiento en el Espíritu.
DOMINIO DE SI.- El hombre por su misma naturaleza, es a la vez pesado como la materia, vegetativo como la planta, e instintivo como el animal. Pero también inteligente y libre como Dios, cuya imagen es (Gn 1,27). El dominio de sí, como fruto del Espíritu, es el gobierno que debe ejercer el creyente sobre todo su ser, sus actos, y surge del centro mismo de 1a persona (2 P 1,5). El dominio de sí es entrenamiento, aprendizaje lento (1 Co 9,25-27) que el don de Dios y su presencia provocan, potenciando todas las cualidades, fuerzas, instintos y pasiones del cristiano y la responsabilidad de cada una de sus decisiones.
La vida humana es como un río útil, fresco y fecundo en su energía, pero nefasto y mortífero en sus desbordamientos. Los que han buscado la libertad en sus excesos, abandonando el control de sus pasiones, apetencias, instintos, etc., se han cerrado en la más tiránica y penosa esclavitud (Rm 1,26-29 1 Co 5,1.10.11; 6,9-10; 1 Tm 1,9-10; 1 P 4,3).
Dios ha dotado al hombre de un potente y temible poder. No es una máquina diseñada para efectuar sólo trabajos especializados. Es persona libre que puede elegir lo bueno y dominar lo malo que hay en él, en su opción y compromiso.
Pablo nos recomienda: no os emborrachéis, si no queréis dar en el libertinaje. Llenaos, por el contrario, del Espíritu (E 5,18), pues el que se embriaga con vino, con instintos, pasiones, malas tendencias, pierde el control de sí para convertirse en mero objeto. La plenitud del creyente le restablece en un clima armonioso y prudente, y realiza en él un ideal de equilibrio vital.
El cristiano vive para Cristo, en servicio y trabajo a tiempo completo y para siempre; y no hay lugar a vacaciones, paros, huelgas ni jubilaciones por las que el timón de su vida lo tome otro sino el Señor, y es consciente de que el Espíritu le capacita por el dominio de sí y de todas sus virtualidades más allá de su pobreza y debilidad.
-Como recordaba San Pablo a los presbíteros de Éfeso y por medio de ellos a los pastores de las Iglesias, ellos tienen como misión el cuidar de "la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios" (Hch 20.28). Y es el mismo Espíritu el que a nosotros nos hace sentir respeto, obediencia, pero sobre todo amor para con ellos.
-Para con ellos principalmente deseamos cumplir el mandato de S Pablo: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor" (Rm 13.8), pues como decía S. Agustín: ''Lo de ser cristiano es por nuestro propio bien; lo de ser obispo, por el vuestro".
-Apreciamos en ellos los carismas que han recibido del Señor y para usar en forma carismática en medio del Pueblo de Dios, para ser voces proféticas y hombres llenos de la inspiración del Espíritu, revestidos de la sabiduría de Dios, es decir, de los mismos gestos de Jesús en medio de los discípulos. La Palabra del mismo Espíritu nos dice: "que tengáis en consideración a los que trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan. Tenedlos en la mayor estima con amor por su labor" (I Ts 5, 12-13).
No queremos tratarlos de otra forma. Nunca como algo que nos resultara extraño o alejado, sino como algo que es muy nuestro, lo cual implica además del respeto, confianza y familiaridad.
-Nunca como hoy se ha desobedecido y hecho tanto desacato a la Jerarquía, aún dentro de la misma Iglesia. Entendemos que así, todo "reino dividido contra sí mismo queda solado" (Mt 12,25), y que el Espíritu nos hace sentir la necesidad, hoy también, de ser asiduos "a la enseñanza de los Apóstoles" (Hch 2,42), de obedecer y seguir sus orientaciones, como aquellos primeros cristianos de Roma cuya "obediencia se había divulgado por todas partes" (Rm 16.19).
Nos quieran o no nos quieran, e incluso a sabiendas de que por ahora no podemos gozar de todas las simpatías, cosa que comprendemos muy fácilmente, queremos ser dóciles y leales, porque no hay otra forma de edificar y hacer que crezca el Reino de Dios.
A pesar de todas las incomprensiones, conscientes de que en algunos Pastores y sacerdotes suscitamos desconfianza y hasta desprecio, estamos dispuestos a aceptarlo con gozo si éste ha de ser el precio para que se haga su voluntad. Si el Señor quiere que seamos discriminados, en relación con otros grupos no muy disimilares a nosotros, también lo aceptamos con gozo.
¿Qué más podemos desear que servir a la Iglesia "templo del Espíritu”? ¿Qué más anhelamos que una Iglesia nueva, más evangélica, más llena del Espíritu? ¿Qué mayor alegría sino poder aportar un mensaje de esperanza y alegría?
Esto no quiere decir conformismo con todo lo que vemos que en la Iglesia no es obra del Espíritu, sino un deseo de que se oiga más su voz tan queda y se le siga dócilmente.
Sin embargo nos parece que siempre hemos de proporcionar verdadera información de lo que somos y hacemos, no solo para romper prejuicios y barreras, sino para que no quede desaprovechada esta “oportunidad para la Iglesia" (Pablo IV), que con no pocas dificultades trata de llegar a una verdadera renovación; y en definitiva para que no se apague el espíritu profético, para que se escuche más la Palabra de Dios y arda constantemente entre nosotros la llama de la oración.
LA FE Y LA ESPERANZA FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA
Por Luis Martín.
"El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones, según le había sido dicho: 'Así será tu descendencia '. No vaciló en su fe al considerar ya sin vigor -tenía unos cien años- el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con la incredulidad, más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia" (Rm 4,18-22).
No pretendo en este artículo exponer, ni siquiera resumir, todo lo que se puede decir sobre la Fe y la Esperanza cristianas. Solamente trataré de tocar algunos aspectos de ambos dones, para hacer ver hasta qué punto son el fundamento de la vida del Espíritu. Habría que tratar también del Amor, pero siendo el tema en el que se centra el artículo siguiente, no entraré en su consideración en estas páginas.
Para mayor claridad en la exposición será conveniente tratar primero de la Fe y a continuación de la Esperanza.
LA FE INICIO Y FUNDAMENTO DE LA SALVACION
Hay cristianos que opinan que tienen fe cristiana porque nacieron en una familia o país cristianos, pero que igualmente podrían haber sido musulmanes o hindúes, de haber venido a este mundo en otras circunstancias.
Cuando así se piensa se está confundiendo la Fe cristiana con la virtud de la religión. Pero Fe no es lo mismo que religión. Uno puede creer en Dios y hasta dar culto a Dios, como son los adeptos de cualquier religión no cristiana, y no tener Fe, sino que tan solo practica la religión.
La religión parte de la iniciativa del hombre, que ante un mundo misterioso de cataclismos, enfermedades y muerte que le sobrecoge, se siente impotente y presiente la existencia de un Ser superior, cuya voluntad y agrado trata de propiciarse. La religión es un movimiento de abajo hacia arriba, del hombre hacia Dios, y la iniciativa está tomada por el hombre.
Pero con la Fe ocurre todo lo contrario. Es un don recibido gratuitamente de lo alto, un movimiento de arriba hacia abajo, y la iniciativa está tomada en forma graciosa y misericordiosa por Dios que "muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1,1-2).
A El es a quien fundamentalmente se cree, pero también a su Palabra, y después de El al "kerygma" o mensaje inicial, a saber: que Dios ha enviado a su Hijo al mundo, y convertido en "Siervo" de todos sin dejar de ser Dios, ofreció su vida por nuestros pecados, de acuerdo con el designio divino, pero "Dios le resucitó" y "exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido" (Hch 2,32-33), y todo el que le acoge y cree en El recibe la Salvación y el Don del Espíritu.
La Fe es la respuesta positiva del hombre a la acción y a la Palabra de Dios a través de su Hijo, Cristo Jesús.
Muchos cristianos tienen más religión natural que Fe, o viven de una vaga fe teñida de religión.
Llegar a tener Fe significa poseer un inmenso tesoro que no siempre sabemos valorar, y si tenemos fe no es por tradición recibida de nuestros padres sino por pura misericordia de Dios, pues es inmenso el número de los nacidos de familias muy cristianas que no tienen fe.
El cristiano que no sabe valorar o apreciar su Fe cristiana es porque no ha experimentado al vivo toda su miseria. Llegar a sentir la miseria del propio pecado y considerarse verdaderamente pobre es una de las mayores gracias que podemos recibir de Dios, porque nos dispone a anhelar la salvación, como el náufrago que se agarra ansioso a una tabla que le ofrecen.
Toda nuestra vida cristiana parte de la fe y tiene la fe como base. Si se debilita grandemente la fe o se pierde, se encuentra uno en un estado de incapacidad para ni siquiera desear la salvación o para orar o para recurrir a cualquiera de los medios que tenemos a nuestro alcance.
A la medida de nuestra fe, será la vida del Espíritu. Y a su vez, el nivel de nuestra fe está condicionado por nuestra propia vida. Si estamos viviendo en una relación de fidelidad e intimidad con Dios, la fe se robustece cada vez más. Si por el contrario estamos vegetando en nuestra infidelidad constante, o en indiferencia, la fe se debilita y de seguir por este camino puede llegar a perderse.
Tan importante y fundamental es la Fe que en toda tentación, en toda infidelidad, en todo pecado lo que más se debilita es nuestra Fe.
En la pérdida de la fe tienen más importancia la propia infidelidad a Dios y las situaciones constantes de pecado, que llegan a endurecer el corazón, mucho más que los procesos del razonamiento o del estudio crítico de la verdad revelada.
LA FE ES CREER EN JESUS SALVADOR Y SEÑOR
La Fe no es solamente asentimiento intelectual a la verdad revelada. Es esto, pero principalmente es adhesión de toda nuestra persona a la Palabra que Dios nos dirige, a su mismo Verbo Encarnado "imagen de Dios invisible" (Col 1,15). Es un acto por el cual el hombre se entrega a Dios manifestado en Cristo, como la única fuente de salvación, fiándose totalmente de su veracidad y de su fidelidad a las promesas.
"¿Qué hemos de hacer para obrar la obra de Dios? Jesús les respondió:
La obra de Dios es que creáis en quien El ha enviado" (Jn 6, 28-29). Y esto significa asentir con toda nuestra persona, con todo nuestro ser, con todo lo que somos y amamos, siempre bajo la acción del Espíritu, a Cristo Jesús, como Salvador y Señor, el cual como consecuencia nos comunica la misma vida de Dios.
El punto central de la Fe es esta adhesión a Jesús como Salvador y Señor y este es el baremo por el que tenemos que medir la fe de una comunidad cristiana o de una sola persona. La enseñanza de Jesús es reiterativa hasta más no poder:
- "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn 3.36)
- "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá jamás" (Jn 11 25-26).
- "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en El tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día" (Jn 6,40).
-”... así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por El vida eterna. Porque tánto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna ... El que cree en El no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios" (Jn 3, 14-18).
La Fe recibe su sello particular de la personalidad de Cristo, aceptado tanto como Salvador y Señor, cuanto como Maestro.
Estas afirmaciones tan rotundas del Mensaje de Jesús tendríamos que tenerlas más asimiladas y actuadas, y siempre a mano para poder evangelizar con ellas a cualquiera a quien tengamos que presentar brevemente el "kerygma". Así lo hicieron los Apóstoles: "De Este todos los profetas dan testimonio de que todo el que crea en El alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados" (Hch 10,43).
Y San Juan escribe: 'Todo el que crea que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios" (I Jn 5,1), "pues, ¿quién es el que vence al mundo sino el que crea que Jesús es el Hijo de Dios?" (I Jn 5.5).
Quizá lo más expresivo sea el pasaje de S. Pablo: "Cerca de ti está la Palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la Palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: “Todo el que cree en El no será confundido” (Rm 10,8-11). "Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios" (Rm 5,1-2).
En suma, que la fe tanto en su momento inicial, en el que supone cierta apertura a la Palabra y a la Salvación y no tener el corazón endurecido y ciego por el pecado, cuanto en un estadio más avanzado, en el que supone constante fidelidad y obediencia ante el Señor que se nos revela y manifiesta, constituye una verdadera experiencia vital que implica a toda la persona, llevando consigo un cambio o conversión de vida. Por eso Jesús es lo primero que exige siempre: ''Creed en el Evangelio" (Mc 1,15), "Convertíos porque el Reino de los Cielos ha llegado" (M t 4,17).
LAS PARADOJAS DE LA FE
1.- La fe es ante todo obscura y luminosa. En efecto, es "la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1), porque "ahora vemos en un espejo, en enigma" (I Co 13,12), pero a pesar de todo, a medida que la fe crece y se hace más intensa se va convirtiendo en un conocimiento divino que resulta "tan real o más que el conocimiento de las realidades sensibles".
Este conocimiento lleva consigo una certeza que puede llegar a ser superior a la certeza que nos proporciona el conocimiento experiencial, que proporciona en el que la vive una luz misteriosa, divina, interior.
La ausencia de la fe es incertidumbre, vaciedad de la mente, tiniebla. La fe es certeza, luz que todo lo ilumina.
Este conocimiento, en un grado extraordinario de la fe, "realmente es, en cierto modo, una visión, aunque se trate, según toda la tradición, de una visión obscura, la visión de una luz que es al 'mismo tiempo tiniebla: esa luz inaccesible donde mora Dios (J Tm 6,16), pero donde El mismo puede hacernos entrar, ya aquí en la tierra, si nos adherimos a El por la fe, en el corazón de la obscuridad presente. Es, en efecto, una visión, porque es un conocimiento sin intermediario, en el que conocemos a Dios por su propia presencia y su propia actividad en nosotros" (L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Herder, Barcelona 1964, p. 340).
Cuando se ha pasado de un estado de incredulidad a un estado de fe es más fácil comprender el lenguaje que utiliza el N.T.: "El nos libró del poder de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor" (Col 1,13), "os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable" (I P 2.9), "viváis ya no como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos" (Ef 4,17-18).
2. - Inseguridad y seguridad, o incertidumbre y confianza. La fe en el sentido más propiamente bíblico pone en juego toda la personalidad humana, conllevando consigo un alto grado de confianza en Dios, en contra y a pesar de todas las apariencias. Es inseguridad porque no se apoya en nada de lo que se ve, como cuando Dios ordenó a Abraham: "Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré" (Gn 11.1), y "ante las promesas divinas no cedió a la duda con la incredulidad, más bien fortalecido en su fe dio gloria a Dios" (Rm 4,20). Por esto la Escritura lo considera como prototipo de la fe, el Padre de los creyentes.
Pero al mismo tiempo es seguridad y certeza que hace exclamar a San Pablo: "Sé bien en quién tengo puesta mi fe", (2 Tm 1,12), "y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo como basura" (Flp 3,8).
Tánta importancia daba Jesús a la fe, entendida en su pleno sentido, que los Apóstoles exclamaron un día: "¡Auméntanos la Fe!" (Lc 17,5).
Basta que nosotros pongamos en práctica sus palabras, que tan solo tengamos "fe como un grano de mostaza" (Le 17,6), para que a través de nuestra oración lleguemos a contemplar verdaderas maravillas de Dios que "acompañarán a los que crean" (Mc 16,17) en su nombre, porque "el que crea en Mí hará el también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo"(Jn 14,12-13).
3.- Te hace libre, y al mismo tiempo te sientes seducido, atenazado por el Señor. El que verdaderamente ha tenido una experiencia de su Amor ya no puede vivir tranquilo lejos de El: "Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido" (Ir 20,7). "Continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo" (Flp 3,12).
4.- No olvidemos, por otra parte, que la fe también significa el contenido del mensaje, de la verdad revelada, que se abraza íntegramente, ya que aceptar a Jesús es aceptar también toda su doctrina. Con Jesús no es posible, como con los demás seres humanos, aceptar a la persona, y no aceptar totalmente sus ideas.
Considerada en este sentido, como el contenido del mensaje, no puede separarse de su aspecto principal, de la plena adhesión del hombre al Hijo de Dios Encarnado. Ambos aspectos son complementarios tanto en la vivencia como en el crecimiento y maduración de la fe.
¿COMO CRECE Y MADURA NUESTRA FE?
Si esencialmente es adhesión a Cristo, no por el camino del raciocinio, sino por un movimiento de todo ser, por una experiencia vital, no cabe duda que su crecimiento y desarrollo dependerá del trato, relación y fidelidad que observemos con el mismo Señor.
La fe no necesita pruebas. Lo que necesita es acudir a Dios hasta para las cosas más pequeñas, y entonces, ya se trate de tomar una decisión como si se trata de abordar un problema difícil, y sobre todo cuando nos sentimos indefensos ante cualquier situación, con la experiencia constante de cómo responde el Señor siempre se irá consolidando y robusteciendo.
El Evangelio de Marcos nos dice a propósito de la visita que Jesús hizo a Nazaret, "a su patria", que "no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe" (Mc 6,5-6).
Nos preguntamos a veces ¿por qué en nuestro grupo no se dan tantos casos de curación de enfermos como en aquel otro grupo o comunidad? La respuesta no puede ser otra: porque no oramos lo suficiente, ni con fe ni con perseverancia y sencillez, y sobre todo con amor. Tomemos más en serio la Palabra el Señor, no busquemos nuestra propia gloria y satisfacción, lo abandonemos todo a su amor y admiremos sus maravillas.
La fe, lo mismo que el amor, necesita vivir constantemente de cosas pequeñas. Es entonces cuando puede crecer hasta llegar a ser una fe extraordinaria y carismática, "fe en el mismo Espíritu confiere como una gracia especial -enseña San Cirilo de Jerusalén ?en una de sus catequesis-, además de tener relación con las verdades, lleva consigo un poder que supera las fuerzas del hombre. Quien tuviere esta fe dirá en un momento: “desplázate de aquí allá; y se desplazará”. Al decir alguno una cosa así, movido por la fe, creyendo sin duda que ha de suceder tal como dice, es cuando recibe dicha gracia" (PG 33,518-519).
La fe, en cuanto contenido de la verdad revelada, también puede crecer en el sentido de adquirir una mayor penetración, por el Espíritu, en los misterios de la fe, contemplados y meditados bajo la luz del Paráclito que el Padre en nombre de Jesús nos envía para que nos lo enseñe todo y nos recuerde todo lo que El nos ha dicho (Jn 14,26).
La fe necesita verdadera instrucción, de forma que el creyente sepa siempre distinguir lo esencial de lo accesorio, y apreciar aquello que "se le ha transmitido" (1 Co 11,23; 15,3-8), "conservando la fe y la ciencia recta" (1 Tm 1,19), "el depósito" (1 Tm 6,20) de cuanto ha recibido de la Iglesia.
El trato con el Señor y la lectura asidua de la Palabra le ayudarán a que su vida y su fe no constituyan más que una misma realidad, no caminen disociadas. Es decir que su pensamiento y su acción marchen siempre de acuerdo con su fe.
Hoy día el que no es cristiano a fondo, es decir, el que no considera a su fe como unida a su propia vida y al conjunto de sus convicciones humanas, prácticamente termina por perderla.
LA RAZON Y NECESIDAD DE LA ESPERANZA CRISTIANA
Lo mismo que la Fe, la Esperanza es un don que se recibe de Dios, estrechamente unida a la presencia del Espíritu, pero al mismo tiempo es obra humana producida por Dios en nosotros.
El que no cree llega a veces a dar una explicación muy simplista al decir que no es más que la proyección idealizada de los propios sueños y ambiciones hacia el futuro. Otros creen que puede ser una forma de sugestión.
Pero tales explicaciones suponen una gran ignorancia, la cual por desgracia se da en muchos cristianos que no esperan nada, ni a Jesús, ni su Parusía, ni tampoco la propia resurrección.
Por mucho que lo intente, el hombre por sí mismo, es decir, únicamente con sus fuerzas, jamás podrá llegar a la esperanza cristiana, puesto que de nada sirve la ilusión, ni se funda tampoco en los méritos y buenas obras que uno pueda acumular durante toda su vida.
Si tenemos en cuenta que la esperanza no se refiere a las cosas visibles o que pertenezcan al mundo de la carne, sino a algo que es invisible, a la Salvación y a cuanto con ella se relaciona, comprenderemos mejor cómo escapa siempre a nuestro propio poder y dominio.
"Nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?" (Rm 8,24).
La salvación es un don que se recibe de Dios juntamente con la salvación. Es el elemento característico de los cristianos que se sienten salvados, "siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza", "con dulzura y respeto" (1 P 3,15).
INSEGURIDAD TOTAL Y CONFIANZA TOTAL
Tal como nos hace ver la Palabra de Dios, en la Esperanza cristiana, lo mismo que en la Fe, se da una desconcertante paradoja, porque es a la vez inseguridad total y confianza total.
Es inseguridad total porque no se apoya en nada de lo que vemos en este mundo, en nada que sea nuestro o de lo que nosotros podamos disponer.
Se oculta y escapa a todos nuestros cálculos, a todas nuestras seguridades humanas, a toda pretensión. Como en el caso de Abraham, en múltiples ocasiones tendrá que "esperar contra toda esperanza" (Rm 4,18).
Pero, al mismo tiempo, es confianza total, porque tan sólo se funda en la misericordia y fidelidad de Dios. "Fiel es el Señor" (2 Ts 3,3), "fiel es el que os llama y es El quien lo hará" (J Ts 5,24), y por esto "la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5).
Lo grande de la esperanza cristiana es que resulta más firme y segura que todas las esperanzas humanas juntas. "El cristiano es, esencialmente un ser que espera" (G. Thils) y la Palabra le invita a mantener "firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa" (Hb 10.23).
AHORA SUBSISTEN LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD, ESTAS TRES. PERO LA MAYOR DE TODAS ELLAS ES LA CARIDAD (1Co 13,13).
La Esperanza está profundamente unida a la Fe. Encuentra toda su seguridad en la Fe que "es garantía de lo que se espera" (Hb 11,1). Pero a su vez la Fe recibe de la Esperanza toda su paz y alegría: "El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu" (Rm 15,13). La fe es consciente de que vive "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2,13).
La Esperanza está muy unida al Amor. Todo lo que espera para sí lo espera también para aquellos a los que ama. Por lo demás, no es posible amar al hermano sin esperar para él todo lo que esperamos para nosotros, lo cual hace exclamar a San Pablo: "Es firme nuestra esperanza respecto a vosotros; pues sabemos que como sois solidarios con nosotros en los sufrimientos, así lo seréis también en la consolación" (2 Co 1,7).
Fe, Esperanza y Amor son la base, el fondo y gran parte del contenido de la vida del Espíritu, y las tres virtudes teologales, recibidas infusamente de Dios y que nos orientan directamente a El, hallan todo su apoyo y toda su fuerza en la misericordia y el "amor que nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (J Jn 3,1).
NOSOTROS ESPERAMOS EN JESUCRISTO
¡Sí, en "Cristo Jesús nuestra Esperanza"! (1 Tm 1,1).
Nuestra esperanza, no importa repetirlo, no se apoya en nada que nos pertenezca. Tampoco es una idea o una ilusión.
Se apoya en la persona viviente del Cristo Resucitado. En El tenemos la seguridad de las cosas que esperamos, en El tenemos la demostración de lo que todavía no vemos, pero que esperamos ver un día (Hb 11, 1), porque si El dio su vida por nosotros, no puede querer para nosotros otra cosa más que nuestro propio bien, si le acogemos por la Fe.
Y aún más. San Pablo llega a decir que "nuestra salvación es en esperanza" (Rm 8.24) Y que Dios "nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con El nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,4-6). Sólo la esperanza cristiana puede llegar a semejante nivel de confianza y seguridad.
Esperanza, en definitiva, es sinónimo de Jesucristo en nosotros. El es "nuestra Esperanza" (I Tm 1,1), El es para nosotros, los creyentes, "la esperanza de la gloria" (Col 1,27).
La Palabra de Dios, igualmente rotunda, afirma esto mismo desde otro punto de vista. Nos llega a decir nada menos que "poseemos las primicias del Espíritu" (Rm 8,23), porque es Dios "el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1,21-22; 5,4-5).
Tener "las primicias del Espíritu" o haber recibido de Dios "las arras del Espíritu": ¿puede haber algo que nos dé mayor garantía y confianza?
LO ESPERAMOS TODO
La vida del cristiano es un largo peregrinaje, en constante lucha y combate espiritual. La Esperanza es una luz colocada en la cima de la montaña que está escalando, una energía que siempre le hará mirar hacia adelante.
Se ha dicho que la esperanza cristiana tiene alas. Por muy pesadas que sean las contradicciones y más arrecien las tribulaciones, vive inquebrantable en la certeza de que nada ni nadie, "ni la muerte ni la vida... ni criatura alguna podrá separamos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor Nuestro" (Rm 8,38-39), en constante tensión hacia la Consumación final del Reino, "porque la apariencia de este mundo pasa" (1 Co 7,31), de este mundo en el que muchas veces nos sentiremos "como extranjeros y forasteros" (1 P 2,11), porque "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (Hb 13,14) y "esperamos según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra" (2 P 3,13).
A nivel personal el cristiano lo espera todo: "el Reino y su justicia" (Mt 6,33), o sea su Salvador y Señor, y con ello todas las demás cosas por añadidura, la perseverancia hasta el final, el don del Espíritu Santo, la Resurrección final y hasta las mismas cosas materiales que necesite para vivir sobriamente, "pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso" (Mt 6,12), el pan de cada día, el trabajo, la casa, etc. Pero la esperanza consiste en esperar a "alguien", al Señor.
A un nivel más universal el cristiano espera la plena consumación y revelación del Reino de Dios. En un mundo obscuro, lleno de odio, crueldad y desesperación espera que un día llegará la purificación y transfiguración de todo. "Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios" (Rm 5.2), y estamos "siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 P 3, 15).
Nuestra esperanza será siempre escatológica, porque lo que esperamos es algo futuro pero que ya está presente en nosotros. "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Lo que ahora necesitamos es que el Espíritu de Jesús ilumine los ojos de nuestro corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados por El (Ef 1,18).
Sí la esperanza se desarrolla en nosotros y la vivimos intensamente, imprimirá en toda nuestra vida cristiana una acusada característica de serena alegría, y en más de una ocasión nos hará sentir una impaciencia divina de que llegue pronto el momento de nuestro encuentro definitivo y final con el Señor en el que podamos verle "cara a cara" (1 Co 12,12), y hasta el mismo Espíritu clamará en nosotros con "la Esposa": .. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,20).
Vivir la Esperanza cristiana es vivir la vida del Espíritu en toda su plenitud.
¡MARANA THA! ¡SEÑOR NUESTRO, VEN!
EL ESPIRITU Y SUS DONES
Por Juan Manuel Martín-Moreno, S. J.
La especulación teológica medieval construyó sobre la arena movediza de una exégesis arbitraria de un texto de Isaías un grandioso edificio doctrinal sumamente elaborado, acerca de los siete dones del Espíritu Santo. Los materiales bien endebles con los que se llevaba a cabo esta construcción consistían en aplicar el análisis de objetos formales a cada uno de los dones mencionados en el texto.
Si a esto se suma que había que dejar espacio para la gracia santificante, las gracias actuales, las siete virtudes infusas y los doce frutos del Espíritu, nos vemos un poco perdidos en una jungla conceptua1 muy lejana de nuestra sensibilidad moderna y bien lejana también del mundo de nuestras experiencias del Espíritu.
¿Quiere decir esto que toda aquella construcción teológica es algo inservible que haya que relegar a la historia? Pensamos que no. De las ruinas de aquel edificio que hoy día no puede tenerse en pie, podemos rescatar elementos e intuiciones muy valiosas para una mejor comprensión de nuestra experiencia del Espíritu y de nuestra vida de transformación en Cristo. Esto es lo que pretendemos hacer en estas breves líneas, a la manera como de las ruinas de los antiguos templos se han aprovechado columnas y materiales para integrar en nuevas construcciones enmarcadas en el estilo de la nueva época.
1. El Texto de Isaías.
Decíamos que la piedra angular de aquel edificio doctrinal sobre los siete dones del Espíritu Santo era el texto de Isaías 11, 1-3a:
” Saldrá un vástago del bronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh. Y le inspirara en el temor de Yahveh".
En el texto hebreo original sólo aparecen seis dones, estando repetido dos veces el temor de Yahveh. El séptimo don, o don de piedad, solo aparece en la traducción griega de los LXX y en la Vulgata latina. Es sólo apoyándose en estas traducciones como el texto ha podido servir de fundamento para una teología de los siete dones.
Además, el texto de Isaías tiene un sentido mesiánico. Y se refiere primariamente al futuro Rey que establecerá el perfecto Reinado de Dios. Los dones del Espíritu son dones del Mesías, y por eso el Nuevo Testamento aplicará este texto a Jesús en el momento de su unción mesiánica, al ser bautizado en el Jordán (Mt 3,16; Mc 1,10).
Solo en un sentido muy secundario se puede aplicar este texto a los cristianos, en la medida en que participan del don de Jesús Mesías y concurren por su vocación a realizar el Reino de Dios.
Pero aquí hay una nueva dificultad. En el texto de Isaías se habla de dones del Espíritu para la tarea de la construcción del mundo y la sociedad nueva. En cambio en la teología clásica los siete dones tenían, como finalidad la santificación personal, y se contraponían a los carismas que eran los que sí ayudaban para la construcción de la nueva comunidad.
Por todo ello vemos que el citado texto de Isaías mal puede dar pie para una teología de siete dones de santificación personal de cada cristiano. Prescindiremos de este texto y reflexionemos sobre otros textos bíblicos que nos parecen más relevantes para el tema. Prescindiremos de numerar los dones, del número siete o de cualquier otro número concreto, y no trataremos de delimitar con exactitud el área correspondiente a cada uno de ellos.
II. Si conocieras el don de Dios.
Antes de hablar de la pluralidad de los dones convendría fijarse en todo el poder de sugerencia que tiene el término don, regalo. En el discurso de Pedro el día de Pentecostés se exhorta a la multitud: "Que cada uno se haga bautizar y recibiréis el don del Espirita Santo" (Hch 2,38). Se nos habla del don así, en singular, ese don del agua del Espíritu del que Jesús hablaba también en singular a la Samaritana: “Sí conocieras el don de Dios...” (Jn 4.10).
Antes de diversificarse en un haz de dones concretos, el gran don de Dios en su mismo Espíritu, que nos viene dado como manifestación de su amor y de su generosidad. De la misma manera que el rayo de luz blanca, al refractarse en el prisma, da lugar a un haz de diversos colores, así también, el don del Espíritu en nosotros se diversifica en un haz multicolor de dones concretos. Pero el mayor regalo que una persona puede hacer es el don de sí. Y esto es lo que hace el Padre con nosotros, infinitamente mejor que esos padres que siendo malos saben dar cosas buenas a sus hijos (cf Mt 7,11). El que nos entregó a su propio Hijo, “¿cómo no nos dará todas las otras cosas juntamente con El?" (Rm 8.32). Padre e Hijo nos hacen donación de su mismo Espíritu por el que son Uno, para hacernos vivir de su misma vida.
Pero para acoger el don de Dios hace falta una conversión previa. Hace falta estar abierto a recibir. Una espiritualidad demasiado voluntarista ha centrado todo en el esfuerzo del hombre, en el merito humano, en el precio que pagamos para recibir los dones de Dios. La Renovación Carismática quiere subrayar la gratuidad del don divino. La sociedad nos envuelve en sus hábitos mercantilistas. Las cosas valen por lo que cuestan. Estamos habituados a pensar que lo que no cuesta no tiene valor. Por eso hay que convertirse para apreciar el don de Dios. Hay que llegar a comprender que las cosas verdaderamente valiosas no cuestan nada, que una puesta de sol es más bella que el más lujoso espectáculo. ¿Qué hay tan valioso como el aire? Sin embargo no cuesta nada. Ahí está gratis; sólo hace falta abrir los pulmones para acogerlo. ¿Qué hay tan valioso como el agua? Ahí esta gratis, siempre dispuesta a satisfacer nuestra sed.
Pero habitualmente apreciamos las cosas por su precio o por nuestro esfuerzo en conseguirlas. Y hay que convertirse de esta actitud, para poder conocer el don, apreciarlo y acogerlo en su gratuidad. Y para acoger la vida como don gratuito hay que sentirse pobre y renunciar definitivamente a nuestros esquemas mercantiles en nuestro trato con Dios. “¡Oh todos los sedientos venid por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan y vuestro jornal en lo que no sacia?" (Is 55,1-2). Venid al mundo nuevo en el que no hay dinero, en el que "todo es gracia".
El concepto de gratuidad viene reforzado por el término infuso que la teología medieval aplicaba a los dones del Espíritu. Infuso quiere decir infundido, derramado, y hace alusión al agua derramada en el bautismo, que es el momento en que recibimos estos dones. Junto con el agua que se derrama sobre nuestras cabezas, son derramados los dones del Espíritu. Y este concepto de infusión se opone radicalmente a cualquier idea de adquisición, de logro, de compra o de mérito.
Se oponen estos dones infusos a las virtudes que uno puede ir adquiriendo poco a poco a base de ejercicio, de constancia, de ascética, de esfuerzo humano. Hay evidentemente en la vida unas virtudes que vamos adquiriendo poco a poco como fruto de nuestro esfuerzo. Pero no nos referimos a ellas al hablar de los dones, sino a un regajo gratito de quien “nos amó primero". “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros sino que es don de Dios: tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe." (Ef 1.8-9).
III. Dones de Santificación.
Otro elemento válido e iluminador de la teología medieval era la distinción que hacia entre los dones santificantes (los siete dones) y los carismas o gracias "gratis datae". Según esto habría que distinguir, en el plano de la gracia, unos dones preferentemente destinados a la santificación personal del cristiano, y otros destinados a la edificación del cuerpo de la Iglesia (carismas).
No conviene insistir demasiado en esta diferencia, ya que se da una relación mutua entre ambos. Una persona santa (interiormente abierta a la acción del Espíritu) será forzosamente un instrumento más apto para acoger los carismas en la tarea de la construcción de la Iglesia. Sin embargo sí puede ser útil señalar la diversidad de funciones entre dones y carismas.
Hay que resaltar primariamente una llamada del cristiano a la santidad. ¿Qué es santidad? En el Nuevo Testamento santidad significa consagración. Los santos son aquellos que están consagrados para el servicio de Dios. El Santo de Dios es Jesús, consagrado por el Padre, sellado con la unción del Espíritu, para realizar la misión salvadora que el Padre le confió. El cristiano en su bautismo es también escogido, consagrado por e1 Espíritu para asimilarse a Cristo, revestirse de Cristo, conformarse a su imagen. El ideal de santidad es entrar en el misterio pascual de Jesús, en su profunda actitud de despojo interior para la entrega al amor de los hermanos. Santidad es emprender el éxodo que nos saca de este mundo y sus criterios, para vivir a la luz de las bienaventuranzas: "A los que de antemano conoció los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera El el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8.29).
El Espíritu Santo nos consagra con sus dones, nos aparta para una dedicación exclusiva al servicio de Dios, nos reviste de la misma entrega de Cristo por amor, y nos da un corazón nuevo, manso, pobre y limpio, hambriento de justicia, paciente y misericordioso, instrumento de paz. Y esta acción del Espíritu se interioriza en el hombre. Además de las llamadas gracias actuales o inspiraciones pasajeras, hay en el hombre nuevo una disposición permanente de docilidad, de prontitud para dejarse moldear según la imagen de Jesús. Es como una segunda naturaleza.
La santidad es una vocación, una llamada que tiene su propio dinamismo, que se va desplegando en el tiempo y va creciendo "hasta llegar al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef 4, 13). Es un proceso en el que nos vamos despojando del hombre viejo y revistiendo del nuevo.
Pues bien, todo este proceso y dinamismo tiene dos polos: uno exterior al hombre, que son las gracias y ayudas concretas que vienen de Dios, y otro interiorizado dentro del cristiano, que son los dones como capacidad de respuesta, como facilidad y agilidad del hombre interior para dejarse conducir por e1 Espíritu en su tarea de recrear en nosotros el hombre nuevo. Esta facilidad y capacidad permanente de respuesta interior en sus diversos aspectos es lo que llamamos dones del Espíritu Santo.
IV. Docilidad al Espíritu.
Definíamos, pues, los dones como docilidad interior y permanente a la obra del Espíritu en nosotros. Decíamos que esta actitud no es adquirida sino infusa, otorgada. Podemos explicarla mejor con algún ejemplo.
Hay personas que nacen con buen oído y con una capacidad especial para gustar la música. Este buen oído no se puede adquirir ni aprender, y no es fruto de mucho trabajo o de muchos estudios. Se nace con él; es un don de la naturaleza, que capacita al hombre para gustar la música, para componer melodías nuevas o interpretarlas. Es un don permanente, habitual que hay que distinguir de los momentos pasajeros de inspiración para componer una melodía. La inspiración es pasajera, pero la facilidad para la música es habitual.
En la vida del Espíritu ocurre algo semejante. ¿Por qué hay personas que se aburren habitualmente en la oración, a quienes la Biblia no les dice nada, incapaces de vibrar o emocionarse ante la belleza de las bienaventuranzas, torpes para captar la vocación o los impulsos con los que Dios quiere ir conduciendo su vida? En el fondo es la carencia de los dones del Espíritu la que lleva a esta situación de pasividad y aburrimiento, semejante a la que siente en un concierto un hombre que no tiene ningún interés ni facilidad para la música. Tardos de corazón para creer (Le 24,25), incapaces de comprender las cosas que son de arriba (Jn 3,12), sin sentido del misterio, sin capacidad de maravillarse y extasiarse. Lo que ocurre sencillamente es que "el hombre animal no tiene sensibilidad para el Espíritu”. (1 Co 2,14). Es romo, zafio, insensible, tosco, superficial. Se aburre, bosteza, no capta los matices, no es capaz de ilusionarse. En el fondo es que no hay en él esa sensibilidad, ese don interior que le haga vibrar y resonar en armonía con la acción del Espíritu.
En cambio el hombre espiritual muestra una gran connaturalidad con las mociones espirituales, que conlleva facilidad, gusto, agilidad, sensibilidad a los detalles, perspicacia, agudeza intuitiva, profundidad, docilidad y abandono. Son estos dones interiorizados los que posibilitan que el hombre pueda responder de una manera dinámica y crecer en santidad, es decir, irse asimilando progresivamente a Cristo.
En los picaderos distinguen entre caballos de boca dura, a quienes hay que regir con un grueso hierro en la boca (bocado), y los caballos finos a quienes se rige con un finísimo hilo de metal (filete) y son sensibles al más suave tirón de las riendas. Es de esta docilidad habitual al Espíritu de la que estamos tratando.
V. Diversidad de dones.
¿Por qué hablar de dones así, en plural? Hasta ahora sólo hemos hablado de palabras en singular: docilidad, sensibilidad, etc.... ¿En qué sentido podemos hablar de los dones en plural, de docilidades, sensibilidades, etc.?
Sin insistir en el número siete, ni tratar de diversificar los dones con precisión según el criterio de sus objetos formales, sí podemos decir que esta actitud de docilidad puede recibir diversos nombres, al ser aplicada a las distintas áreas o aspectos de nuestra vida en las que se ejercita la acción del Espíritu.
Encontramos personas sencillas que sin muchos estudios han llegado a una comprensión muy profunda de los misterios del Reino. Hay en ellos una inteligencia natural. Ese es un don del Espíritu.
En otras personas encontramos un don especial para saborear las cosas de Dios, para asombrarse ante sus maravillas, para gustar contemplativamente la alabanza, la música y la poesía de la oración. Es otro don del Espíritu.
En otras personas encontramos un gran don para discernir interiormente las mociones del Espíritu y los signos por los que Dios nos muestra su voluntad en nuestra vida. En otras detectamos una gran capacidad de ilusión por el programa evangélico, y una gran creatividad para concretarlo en formas renovadas y en dar sentidos proféticos nuevos a la propia existencia bajo la acción del Espíritu.
De alguna manera podemos decir que hay una gran variedad de dones de santificación personal: sensibilidad para captar los valores de la castidad consagrada; sensibilidad para vibrar emocionalmente ante un compromiso radical de pobreza evangélica; docilidad al Espíritu para transformar situaciones de intenso dolor o humillación en signo de amor y misericordia...
Verdaderamente "cada uno recibe de Dios un don particular; éste de una manera, aquél de otra" (1 Co 7,7). Así como en la llamada a construir la Iglesia hay distintos carismas para distintos individuos, así también en la llamada a la santidad hay diversas vocaciones a encarnar algún aspecto especial de Cristo, a especializarse en su actitud contemplativa, en su misericordia, en su amor fiel en medio del sufrimiento, etc.... A cada una de estas vocaciones corresponde un don del Espíritu que prepara y capacita para responder activamente a las diversas mociones que se irán dado a lo largo del proceso de crecimiento en Cristo.
Distinguían también los teólogos entre dones y virtudes. Quizás esta distinción pueda parecer demasiado sutil, pero quiero recogerla porque nos ayuda a ilustrar algo muy importante. Según esta teología las virtudes nos disponen para poder actuar conforme al dictado de la razón. En cambio los dones nos disponen para actuar conforme a los dictados del Espíritu Santo. Hay algo muy importante en esta distinción. Pone de manifiesto que la acción del Espíritu, aunque nunca sea absurda o antirracional, sí desborda con mucho los límites de la razón. Los santos han llegado a hacer cosas a las que nunca hubieran llegado por el solo ejercicio de su razón.
En el caso del discernimiento espiritual, por ejemplo, S. Ignacio de Loyola distingue dos momentos en que entran en juego distintas capacidades del hombre. En un primer momento se sopesan los pros y los contras a favor de una u otra opción en cualquier alternativa que se nos presente, y todo ello según la luz de la razón. Aquí estaría en juego la virtud de la prudencia. Pero hay un segundo momento en que se captan las mociones concretas del Espíritu por vía de signos, diversidad de espíritus, consolaciones o desolaciones, intuiciones que ya no pueden ser discernidas por la razón humana. La capacidad para este discernimiento nos viene de un don especial del Espíritu. Lo entenderemos mejor con un ejemplo. La razón es apta para captar tan solo aquellos mensajes que llegan en una cierta frecuencia dentro de una banda determinada. Pero hay mensajes de Dios emitidos en unas frecuencias que no corresponden a la banda de la simple razón. Necesitamos un receptor equipado con una banda especial para estas frecuencias. Los dones del Espíritu son esta banda especial que nos capacita para captar frecuencias que escapan a la simple razón.
"El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ... Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales hablamos también, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios: son necedad para él. Y no las puede conocer, pues sólo espiritualmente pueden ser discernidas" (1 Co 2,10.12-14).
Son los dones del Espíritu los que nos constituyen, por tanto, en hombres espirituales, capaces de sondear hasta las profundidades de Dios (v. 10), "captar las cosas del Espíritu de Dios" (v. 14) y no "naturalmente" (v. 13) ni "con una sabiduría humana" sino con una nueva sensibilidad recibida de Dios por todos cuantos tenemos la mente de Cristo".
LOS FRUTOS DEL ESPIRITU SE REDUCEN AL AMOR
Por José Antonio Martínez, C. M. F.
San Pablo, en Gálatas 5,22-23, contrapone a aquellos que viven sometidos a las obras de la carne "el" fruto del Espíritu que es único: el Amor, y que florece en toda clase de virtudes. Signos del reino del Amor son: "alegría y paz": sus manifestaciones son "paciencia (tolerancia), amabilidad, bondad"; y las condiciones para su nacimiento y desarrollo: "fidelidad (lealtad), mansedumbre (humildad) y dominio de sí mismo".
El don del Espíritu de Jesús testifica que se han cumplido las promesas. El fruto del Espíritu no es una mayor exigencia del hombre para una generosidad moral. No. La presencia del Espíritu de Jesús en el cristiano significa que estamos en el tiempo en que el hombre podrá cumplir lo que jamás podría cumplir por sí mismo. El Reino de Dios no consiste, pues, en que se le exija más al hombre, sino en que para todo aquello que debe o está invitado a hacer se vea potenciado y posibilitado. Y por esto es la Buena Noticia.
Dios comunica al hombre su Espíritu Santo, el cual transformará su "corazón de piedra", tal como lo había prometido:” Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas" (Ez 36,27; Jr 31,31-34).
Los que han recibido el don del Espíritu se encuentran, por gracia, trasladados a esa dimensión inconcebible que jamás pudieron soñar: que sólo Dios basta, y que ha llegado el momento en que Dios hace sentir al hombre que El es su propia plenitud: "recibiréis la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 1,8).
Y este Nuevo Pentecostés que tantos hermanos pueden anunciar, para todo el que crea en Jesús, es algo que va mucho más allá de los dones y carismas que a veces pueden deslumbrar. La presencia del Espíritu en el bautizado le transforma y configura con los rasgos de Cristo, es decir, con lo que es el fruto del Espíritu: el Amor.
Los dones son exteriores, pero el fruto es interior. Los dones pasan, se desvanecen o se inutilizan (1 Co 13), pero el fruto del Espíritu, el Amor, permanece. Dios ve en lo profundo de nuestro ser y escruta la riqueza interior de cada uno, la docilidad y disponibilidad a la presencia vivificante de su Espíritu, más allá de los relumbrones y esplendores exteriores, que causan admiración y asombro y que muchas veces coexisten con nuestro orgullo y vanidad, "porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos" (Mt 24,24).
La presencia del Espíritu en el creyente no es para causar admiración, asombro, ni para acomplejar a nadie, sino para fructificar en servicio y amor al hermano a quien vemos, al que podemos amar con el mismo amor con que somos amados por Dios.
I. AM O R
La palabra que emplea Pablo es "ágape", que significa una relación personal de amor del hombre con Dios y de los hombres entre sí como hermanos en Cristo e hijos de un mismo Padre.
Esta relación personal de amor del hombre con Dios es instaurada y producida por la comunicación del Espíritu. Y es entonces cuando verdaderamente podemos dialogar amorosamente con el hombre.
Este Amor, fruto de la presencia del Espíritu de Jesús, nada tiene que ver con los intereses humanos egoístas, condicionados por las propias conveniencias. Nace este Amor del Don de Dios e irradia hacia el hermano y vuelve a Dios como a su origen. El amor humano es potenciado y liberado de todo egocentrismo posesivo y explotador, en el fondo, del prójimo.
En la Primera Carta a los Corintios, capítulo 13, Pablo describe lo que entiende por amor cristiano, fruto del amor que Jesús nos tiene. No se puede elegir entre unas cualidades u otras del amor. El cristiano que ama con el amor de Cristo, movido por el Espíritu, las posee todas (1 Co 13). Podemos dar sin amor, pero no podemos amar sin dar y darnos.
II. SIGNOS DEL REINO DEL AMOR
ALEGRIA.- La alegría, fruto del Espíritu Santo, supera las categorías humanas, de manera especial, por lo que se refiere a un amor gozoso.
La alegría puede depender de un estado de ánimo originado por la euforia biológica o psicológica de la persona. Entonces resulta cambiante, con unos altibajos según los acontecimientos sean agradables o penosos.
Puede depender también del bien de la amistad poseída, y entonces connota algo superior, pues este gozo desbordante va vinculado al amor actual de los que se aman, que nace de su misma presencia. Dentro, pues, de este segundo aspecto de la alegría por el amor, el Espíritu Santo es la expresión de la autoposesión gozosa de Dios amándose a sí mismo. Y este mismo don es el que recibimos con el Espíritu. Amor personal de Dios, amor referido al Padre y al Hijo, constituyendo su suprema alegría. Por eso para Pablo la alegría cristiana es fruto del Espíritu y nota característica del Reino de Dios (Rm 14,17).
Siendo realistas hemos de reconocer que encontramos tantos cristianos sinceros y honrados que no han experimentado el gozo desbordante del Espíritu, o que en el mejor de 1os casos lo único que experimentaron fue el entusiasmo pasajero que suscita la Palabra pero que desaparece en cualquier tribulación (Mc 4,16). Por eso, esta alegría, fruto del Espíritu, no pertenece sino a la fe probada. Para poder disfrutar de la alegría cuando se revele Cristo, es preciso que su discípulo llegue a regocijarse en la medida en que participa de sus sufrimientos (1 P 4,13).
Pablo, ministro de Jesús, saborea esta alegría de la Cruz, y éste es un elemento de su testimonio: los ministros del Señor "afligido" están siempre alegres (2 Co 6,10). El Apóstol sobreabunda de gozo en sus tribulaciones (2 Co 7,4); es más, se regocija con tal que se anuncie a Jesucristo (Flp 1,17ss).
Ni siquiera nuestro pecado puede abatir al cristiano, pues está seguro que el Señor se valdrá de ese mismo pecado y de la lucha contra él para mostrarle su misericordia (Lc 7,36-50; Jn 4,8; 21 ,15-19; Hch 9).
PAZ.- Isaías (9,5) dice del Emmanuel: se llamará su nombre... Príncipe de la Paz. Lucas traza de forma especial el retrato del Rey Pacífico. En su nacimiento anuncian los ángeles la paz a los hombres en quienes se complace el Señor (Lc 2,14).
Una idea superficial de paz, como si fuera una ausencia de declaración de guerra, por ejemplo, nos puede hacer pensar que hay contradicción entre las profecías sobre Jesús y sus mismas palabras: "no he venido a traer paz sino guerra" (Mt 10,34-36). Sin embargo antes de que la paz verdadera pueda llenar nuestra vida, antes de que seamos cristianos pacíficos, hay que extirpar, destruir, derrocar (Jr 1,10) falsos ídolos, ideales, actitudes, mentalidad... y esto produce tensión. Antes de gustar la paz, de poder dar paz, hay que renacer como hombres nuevos, pacificados desde nuestro interior. Esto, en parte, es difícil y se recurre a pactos de conveniencia, de no beligerancia, incompatibles con la paz que da el Espíritu.
La paz que Jesús ofrece no es la de la "buena conciencia" o la de los estoicos que se mortificaban anulando sus sentimientos, o la de los epicúreos (que hoy se traduce en confort, comodidad, mínimo esfuerzo, pasotismo...) que evitaban todo dolor, pena, esfuerzo. La Paz de Jesús, por el contrario, es una calma profunda que es don, regalo, fruto de la presencia del Espíritu de Jesús en el alma, y que permanece inalterable en toda tensión y circunstancia allá en lo más profundo del ser. Es una paz que nos reconcilia con el hermano formando en Cristo un solo Cuerpo (Ef 2,14-22). Y como "estamos en un mismo Cuerpo", "la paz de Cristo reina en nuestros corazones" (Col 3,15) gracias al Espíritu que crea en nosotros un vínculo sólido (Ef 4,3).
III. MANIFESTACIONES DEL AMOR
PACIENCIA (tolerancia).- Jesús con su actitud para con los pecadores y a lo largo de toda su enseñanza ilustra y encarna la paciencia y la tolerancia divina. Reprende a sus discípulos impacientes y vengativos (Lc 9,55). Las parábolas de la higuera estéril (Lc 13,6-9), la del hijo pródigo (Lc 15), la del servidor sin piedad (Mt 18,23-35) son revelaciones de la paciencia de Dios que quiere salvar a los pecadores, al mismo tiempo que constituyen verdaderas lecciones de tolerancia y de amor para uso de sus discípulos.
El ejemplo de Jesús es signo del fruto del Espíritu en el creyente, le da resistencia en toda situación, capacidad para soportar, ánimo grande y esforzado para el combate espiritual.
Paciencia es perseverancia, firmeza, constancia en el compromiso adquirido. En el sufrimiento y en la persecución, permitidos por Dios, el hombre halla su fuerza en Dios mismo que le da por su Espíritu la salvación y la esperanza, y en la vida cotidiana la paciencia que practica para con sus hermanos es una de las manifestaciones del amor.
Cosas muy pequeñas pueden llevar al creyente a la desesperación. Frustraciones no resueltas que parecen tontas se pueden amontonar y acumular unas sobre otras hasta bloquear por completo el camino espiritual. El cristiano no está exento de sufrimientos, angustias, incomprensiones, vacíos... que le irritan. Jesús no prometió ausencia de sufrimiento y tribulación, sino su fuerza y asistencia en el momento de la prueba.
La paciencia es el fruto de la acción del Espíritu en nosotros por la que esperamos con oración, lágrimas, ayunos nuestra propia conversión y la de los hermanos. Es fruto activo espiritual que participa (Flp 3,10; Rm 8,17), lucha (Hb 12,1 ss.), espera (Rm 5,5), soporta (Ap 2,10; 3,21), persevera (2 Co 6,4; 12,12).
AMABILlDAD.- La amabilidad es manifestación de la presencia del Espíritu en el cristiano. En primer lugar, en el trato respetuoso, acogedor, amable con toda persona que se le acerque, sea cual sea su clase social, temperamento, simpatía... Tantos y tantas personas como al cabo del día nos encontramos, tratamos, ayudamos, amamos ... y quizá no vean en nosotros más que al individuo exigente, distante, amargado, tenso y cerrado, sin que lleguemos a transparentar ese interior habitado por el Espíritu, al que quizá tenemos como encadenado.
En segundo lugar amabilidad para con nosotros mismos. Muchas veces esa dureza y frialdad con que tratamos a los demás no es más que proyección de la dureza que tenemos para con nosotros mismos. Queremos ser perfeccionistas, no admitimos faltas porque en el fondo creemos que nosotros mismos podemos evitarlas. Este es el orgullo que nos pierde. Cierto que debemos considerarnos, como Pablo, el último de los hermanos; pero no podemos dejar que un complejo de culpabilidad morbosa anule nuestra libertad y nuestra relación amable tanto con nosotros mismos como con los demás.
Hay quienes nunca perdonan sus faltas, defectos o pecados. Viven una existencia atormentada, y su alma gime en agonía. Pedro no se desesperó, ni abandonó el apostolado por haber renegado de su Maestro. Tomás no se apartó de los Doce por haber dudado. Marcos no se desanimó porque en cierta ocasión tuvo miedo y abandonó la misión. Y Pablo, perseguidor de la Iglesia, recuerda su pecado, no para achicarse sino para glorificar al Señor que le eligió como Apóstol. Descubrieron el poder redentor y creativo de aceptarse tales como eran para poder así aceptar el Don de Dios.
BONDAD.- Como manifestación del Amor, que es el fruto total del Espíritu Santo, la bondad se confunde a menudo con la amabilidad. La verdadera bondad requiere mucha fortaleza espiritual que sobrepasa la mera decisión de ser "bueno".
La bondad nace del Espíritu, fuente final de toda bondad, y llega a tomar el control de nuestro actuar cuando nos sometemos a su acción. Algunos traducen esta bondad en generosidad para dar nuestro tiempo, energía, salud, talento, dinero, etc., puesto que son dones también de Dios. Estar con las manos abiertas, sin atar ni querer aprisionar a nadie que se nos acerque, sino para levantar, animar, curar, abrazar amorosamente.
IV. CONDICIONES PARA EL NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL AMOR
FIDELIDAD (Lealtad).- La fidelidad, lealtad al Evangelio y por el Evangelio al hombre, sólo puede nacer de Cristo, el Señor. Cristo Jesús, Hijo y Verbo de Dios, el verdadero fiel quiere cumplir la Escritura y la obra de su Padre (Mc 10,15; Lc 24,44; Jn 19,28-30; Ap 19,11ss.).
La fidelidad de Dios (1 Ts S, 23ss), cuyos dones son irrevocables (Rm 11,29) se manifiesta en Jesús con plenitud, y para confirmar en la fidelidad invita a seguir la constante de Cristo (2 Ts 3,3).
Cristo, "el Testigo fiel" (Ap 1,5), cuestiona e interroga al creyente, le ofrece una alianza para que la acepte libremente. La fidelidad a Dios lleva en sí la fidelidad al hombre. Cuando una de las dos desaparece, siempre es en detrimento de la otra.
Fidelidad a Dios y al hombre sin acomodos, pactos secretos, contemporizaciones que el hombre se busca para no alterar su "buen modo" de vivir el Evangelio, ya asimilado y hasta domesticado para que no resulte perturbador. Fidelidad que crea compromisos y provoca la decisión de cumplirlos porque se cuenta con la fuerza del único fiel: Jesús.
MANSEDUMBRE (humildad).- Este fruto del Espíritu se confunde a veces con una dulzura que es pasividad o debilidad.
La mansedumbre cristiana es energía, fuerza y fortaleza bajo el propio dominio. En la Biblia y en la historia de la Iglesia aparecen hombres que reconocían su pobreza y eran al mismo tempo conscientes de la vocación y misión que habían recibido de Dios y actuaban en consecuencia. Dotados al mismo tiempo de enorme humildad, mansedumbre y grandeza de espíritu, consideraban como una de sus obligaciones el vivir atados como "débiles" a otras voluntades más dominantes. Esa mansedumbre o humildad que es debilidad nunca jamás hubiera podido dotar de dirigentes responsables a Israel y a las comunidades cristianas.
No es mansedumbre cristiana la falta de carácter, sino una fuerza recibida del Espíritu de Dios que nos hace ser decididos, limpios, transparentes, honrados y rectos al vivir y testimoniar el Evangelio.
El manso y humilde reconoce quién es su Creador y Señor, y acepta que El dirija su vida y al mismo tiempo se somete a Dios, lo cual hace brotar en él una fuerza superior, que nunca podrá apropiarse, para cumplir el plan trazado por Dios en su vida, sin que ningún obstáculo pueda acobardarle o disuadirle.
Moisés es el modelo de la verdadera mansedumbre que no es debilidad, sino humilde sumisión a Dios, basada en su amor (Nm 12,3; Si 45,4).
Mansedumbre es conocer, experimentar el amor misericordioso y transformante de Dios para con uno mismo. Este es el milagro del nuevo nacimiento en el Espíritu.
DOMINIO DE SI.- El hombre por su misma naturaleza, es a la vez pesado como la materia, vegetativo como la planta, e instintivo como el animal. Pero también inteligente y libre como Dios, cuya imagen es (Gn 1,27). El dominio de sí, como fruto del Espíritu, es el gobierno que debe ejercer el creyente sobre todo su ser, sus actos, y surge del centro mismo de 1a persona (2 P 1,5). El dominio de sí es entrenamiento, aprendizaje lento (1 Co 9,25-27) que el don de Dios y su presencia provocan, potenciando todas las cualidades, fuerzas, instintos y pasiones del cristiano y la responsabilidad de cada una de sus decisiones.
La vida humana es como un río útil, fresco y fecundo en su energía, pero nefasto y mortífero en sus desbordamientos. Los que han buscado la libertad en sus excesos, abandonando el control de sus pasiones, apetencias, instintos, etc., se han cerrado en la más tiránica y penosa esclavitud (Rm 1,26-29 1 Co 5,1.10.11; 6,9-10; 1 Tm 1,9-10; 1 P 4,3).
Dios ha dotado al hombre de un potente y temible poder. No es una máquina diseñada para efectuar sólo trabajos especializados. Es persona libre que puede elegir lo bueno y dominar lo malo que hay en él, en su opción y compromiso.
Pablo nos recomienda: no os emborrachéis, si no queréis dar en el libertinaje. Llenaos, por el contrario, del Espíritu (E 5,18), pues el que se embriaga con vino, con instintos, pasiones, malas tendencias, pierde el control de sí para convertirse en mero objeto. La plenitud del creyente le restablece en un clima armonioso y prudente, y realiza en él un ideal de equilibrio vital.
El cristiano vive para Cristo, en servicio y trabajo a tiempo completo y para siempre; y no hay lugar a vacaciones, paros, huelgas ni jubilaciones por las que el timón de su vida lo tome otro sino el Señor, y es consciente de que el Espíritu le capacita por el dominio de sí y de todas sus virtualidades más allá de su pobreza y debilidad.