KOINONIA 70

Alegraos
(Flp 3,1)

Por Rodolfo Puigdollers

S. Pablo a los Filipenses

A quien lee la carta de S. Pablo a los Filipenses le sorprende la insistencia de sus exhortaciones a la alegría. Esto sorprende más cuando se comprueba que el Apóstol escribe desde la cárcel y en medio de diversas dificultades. Por una parte está pasando la tribulación que comporta la propia situación entre cadenas, "pasando hambre y privación" (4, 12). Por otra, la enfermedad de Epafrodito, a quien los Filipenses habían enviado para que estuviese a su servicio; pesar que se ve aumentado al saber que la noticia de la grave enfermedad ha llegado a Filipos y que la comunidad teme por su vida. Por último, el saber que hay miembros de la comunidad donde se encuentra el Apóstol (seguramente Efeso) que, negando el sentido de la prisión de Pablo, están predicando a Cristo llenos de rivalidad y envidia.

Y en medio de todas estas situaciones, en la intimidad de la relación del Apóstol con su querida comunidad de Filipos, resuena la invitación a la alegría (l, 4.18.25; 2,2. 17.18.28.28.29; 3,1.4.10).

La alegría brota de la Buena Nueva

Pablo da gracias a Dios cada vez que se acuerda de los Filipenses, rogando siempre y en todas sus oraciones con alegría por todos ellos a causa de la colaboración que han presentado al Evangelio desde el primer día (1, 3-5) Esta colaboración de los Filipenses no es tanto los socorros pecuniarios de que hablará más adelante (4.14- 16), cuanto el haber acogido la Buena Nueva y haberla hecho vida.

La acogida del Evangelio fue iniciada un día y va creciendo hasta la consumación el Día de Cristo Jesús (1, 6). Esta acogida se expresa fundamentalmente en el amor, que tal como pide el Apóstol a los Filipenses, va creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento hasta la pureza sin tacha para el Día de Cristo (1, 9-10).

La alegría de la Buena Nueva es fuente a su vez de alegría cuando ésta es acogida. La alegría del Apóstol que anuncia a Cristo se ve convertida en la alegría del que ve a Cristo acogido, la obra de su Espíritu actuante.

La alegría es Cristo

La fuente de toda esta alegría se encuentra en Cristo. En medio de la tribulación de las cadenas (1, 17), Pablo se alegraba de que Cristo sea anunciado, aunque sea en algunos por rivalidad. Se alegra y se seguirá alegrando (1, 21), él es su alegría. Así en la tribulación de las cadenas, como en todas las circunstancias de su vida, Cristo será glorificado en el cuerpo de Pablo, por su vida o por su muerte (1, 20).

Así también si como él presiente se verá liberado de la cárcel, esto será motivo de progreso y de alegría de la fe entre los Filipenses (1, 25). Si en la tribulación de las cadenas hay motivos para la alegría, mucho más en la perspectiva de la liberación. En toda ocasión Cristo es glorificado y se manifiesta su obrar.

La alegría colmada

La alegría del Apóstol -basada en el vivir en Cristo de él y de los Filipenses en el amor mutuo y en la comunión en el Espíritu- desea verse colmada con el comportamiento de la comunidad siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos..., los sentimientos que tuvo Cristo (2, 14).

El crecimiento en el amor mútuo, la transformación de la vida en Cristo es la verdadera acogida del Evangelio, la fuente de alegría. Amor que se manifiesta crucificado. He aquí la fuente de la "perfecta alegría", como diría S. Francisco: "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (...) y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (2, 6-8).

La alegría de la donación de la vida

Pablo se enorgullece de que los Filipenses sean ante el mundo como antorchas, presentando la Palabra de vida. Está orgulloso de haber podido llevarles el Evangelio y de que ellos lo hayan acogido. Por eso la comunidad de Filipos será motivo de orgullo para el Apóstol el Día de Cristo, ya que será la muestra de que no ha comido ni se ha fatigado en vano.

La realidad de Cristo, la acogida del Evangelio, lo transciende todo. Por eso el Apóstol se alegra y se congratula con los Filipenses, aun cuando su sangre sea derramada como liberación sobre el sacrificio y la ofrenda de su fe. Es más, pide a los Filipenses que se alegren y se congratulen con él, a pesar de la situación de cárcel en que está viviendo y de la posibilidad de su muerte cruenta (2, 17-18).

Nada puede impedir la alegría cuando se ha convertido en ofrenda al Padre, en acción de gracias, en alabanza. El derramamiento de la sangre no será sino la libación sobre la ofrenda. Todo ha quedado transformado, y puede resonar con alegría el canto espiritual.

Las alegrías y tristezas fraternas

En medio de estos desahogos de profunda espiritualidad, el Apóstol no pierde, sino al contrario, la riqueza de sus sentimientos más humanos. En medio de estas exhortaciones a la alegría, Pablo manifiesta su tristeza por la enfermedad que ha tenido Epafrodito, hermano, colaborador y compañero de lucha, enviado por los Filipenses para ayudarle. Pero Dios se compadeció de Epafrodito y de Pablo, para que éste no tuviese tristeza sobre tristeza. Por eso, una vez restablecido, el Apóstol envía de nuevo a Filipos a Epafrodito, añorado y angustiado porque sabe que ha llegado a los Filipenses la noticia de su grave enfermedad.

Así, viéndole de nuevo sus hermanos se podrán alegrar y Pablo quedará aliviado en su tristeza. "Recibidle en el Señor con toda alegría", les indica el Apóstol. Tristeza y alegría se hacen aquí expresiones profundas del amor fraterno, de la delicadeza cercana, de quien conoce los recovecos del alma humana.

Alegraos en el Señor

Hacia el final de la carta S. Pablo hace dos exhortaciones a los Filipenses: "hermanos míos, alegraos en el Señor" (3, la), "alegraos en el Señor siempre; os lo repito, alegraos" (4, 4). Son indudablemente exhortaciones intensas a la alegría cristiana transformando en profundidad la salutación griega "alégrate", "alegraos" (Jaire, jairete).

Se trata de una alegría "en el Señor", que tiene en él su fundamento, y "siempre". No es, pues, una alegría psicológica que pueda basarse en los humores, en los sentimientos, en las circunstancias de la vida o en los vientos de la fortuna.

Se trata de la alegría escatológica. Es la alegría de la Buena Nueva, del anuncio de la presencia del Señor. Es la alegría de su cercanía: "El Señor está cerca" (4, 5).

Resuenan en estas exhortaciones del Apóstol la alegría escatológica del "Jaire" del ángel en la anunciación, o del "Jairete" de Cristo resucitado a las mujeres. Estamos en la plenitud escatológica, ha resonado el Mensaje gozoso, la Buena Nueva, el Señor está cerca: "alegraos, alegraos en el Señor, alegraos siempre".

La Iglesia, alegría del Apóstol

Esta plenitud escatológica, este Evangelio anunciado y acogido, tiene su fruto en la comunidad cristiana nacida de la predicación, que crece y se mantiene firme en el Señor. Por eso no nos ha de extrañar que S. Pablo escriba a sus queridos y añorados Filipenses: "mi alegría y mi corona".

Ciertamente la comunidad cristiana es la alegría del Apóstol, no sólo en el sentido de su satisfacción, sino sobre todo como realización del Evangelio. Ellos son ese Cuerpo de Cristo, esa presencia del Resucitado en medio del mundo.

La alegría del amor fecundo

En la acción de gracias de Pablo a los Filipenses por el envío de Epafrodito (4, 10-20, fragmento que seguramente pertenece a una carta anterior), el Apóstol se ha alegrado grandemente en el Señor por el hecho que hayan florecido los buenos sentimientos de los Filipenses para con él, enviándole a Epafrodito con una ofrenda, que Dios acepta con agrado. No se trata del alivio del hambre y las privaciones pasadas en la cárcel, pues ha aprendido a contentarse con lo que tiene, pudiéndolo todo en Aquél que le conforta. Es la alegría de ver los frutos del Evangelio, el fruto del Espíritu, los sentimientos de Cristo.









LA ORACION

Por Rosa Mª. Serra

¿Qué es orar?

Orar es escuchar a Dios. Orar es ponernos ante Dios, mirarlo y dejarnos mirar. Orar es hablar con Dios, como con un amigo. Orar es salir de uno mismo, es la preparación para encontrarnos cara a cara con Dios.

Jesús le dijo a la samaritana cuando se la encontró en el pozo de Jacob: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide agua, serías tú quien le pedirías a él, y te daría agua viva". El Señor nos necesita, tiene sed de nosotros. Quiere darnos agua viva que mana de la fuente que es él. Quiere que nos abandonemos a él. Quiere que le digamos:"Señor, quédate entre nosotros". Pero nosotros con nuestras prisas de cada día y con el corazón tan lleno de cosas humanas, inconscientemente le decimos "pasa de largo que tengo prisa".

Caminos para llegar a la oración

Del mismo modo que para hacer un pastel y quede bueno no puede faltar ningún ingrediente, nos podemos preguntar qué ingredientes hemos de poner para hacer oración. Nos ayudará utilizar algún salmo, y a partir de aquí ir repitiendo las frases que nos gusten más o las que más entendamos. E irlas repitiendo.

También nos puede ayudar las lecturas del día. Tomar algún canto conocido. También nos ayudará a entrar en oración, empezar alabando a Dios por todo. Un rato de nuestra oración ha de estar ocupado por presentar ante el Señor nuestra familia, los hermanos de fe. Todos estos ingredientes son para ayudarnos a hacer oración personal, sobre todo. Pero por ahí se empieza. Si estamos acostumbrados a hacer oración personal, la oración comunitaria sale sola.

Condiciones correctas para orar

Nos cuesta a todos encontrar un rato para el Señor. Es verdad que todos tenemos muchas obligaciones, llevamos una vida agitada, pero pongámonos la mano en el corazón al final del día y preguntémonos: ¿realmente no he tenido ni un minuto para el Señor?

Para ponernos en actitud de oración necesitamos utilizar nuestra voluntad. Pensemos que nuestra vida estará vacía, no dará frutos ni gloria a Dios si no tenemos la oración inserta en nosotros del mismo modo que tenemos el hábito de comer o de peinarse.

El Señor es bueno y misericordioso con nosotros, pero no le devolvemos con la misma moneda. No hemos descubierto aún el calor del amor.

Nos pasa como a aquellas parejas que hace años que viven juntos, uno al lado del otro, pero cada uno hace su vida y no han descubierto aún la alegría, los valores del otro.

Lo que nos pasa en la vida de fe es lo mismo. Hace años que caminamos al lado del Señor y aún no nos hemos dado cuenta, aún no le hemos descubierto.

Nos hemos de abrir a la acción de Dios, hemos de salir de la rutina y de tanto en tanto respirar el oxígeno que viene del cielo. Una vez hayamos respirado este aire que viene del cielo, ya no podremos volver a vivir en el aire contaminado.

Nuestra oración no será un acto aislado en la vida, sino que oraremos en todas partes, en todo momento, por todo y con todo. Cuando ha entrado en nuestra vida el gusanillo de la fe y todo lo que esto comporta de buenas obras, perdón, hacer en cada momento la voluntad de Dios, etc., la oración no puede abandonarse.

Todo esto sólo podremos hacerlo con el Espíritu Santo que está en nosotros. Tomarlo bien fuerte de la mano y dejarnos conducir por él. Esto lo podemos entender mediante un ejemplo gráfico. Si queremos ir de Barcelona a Lugo, podemos ir andando utilizando nuestras fuerzas. También podríamos ir a caballo, y nuestro esfuerzo consistiría en mantenernos agarrados fuertes sobre el caballo para no caer. El hace el esfuerzo más grande y nosotros estamos encima. En la vida de fe hemos de poner algo de nuestra parte, pero no podemos hacer nosotros todo el esfuerzo. Nos podemos aguantar sobre el caballo sin caer gracias al Espíritu Santo que nos ayuda a caminar.

Actitudes del que ora

Dentro del clima de oración podemos tomar muchas actitudes: agradecimiento, alabanza, acción de gracias, adoración, petición. Todo consiste en ponerse en presencia de Dios, pero con actitudes diferentes:

Actitud de alabanza: es ponernos ante Dios reconociendo su superioridad, su única grandeza, su gran amor, su fidelidad. Es reconocer su justicia, la salvación, el poder liberador. Por más pesos que llevemos encima, por muchos problemas que pasemos, si estamos cerca de Dios nos sentimos liberados. No se sentirá nunca liberada una persona que humanamente se siente muy llena, rica, con orgullo. El Señor nos quiere pobres y humildes, sencillos; sólo así podremos reconocer su grandeza.

Oración de acción de gracias: Dar gracias es tomar conciencia de los dones del Señor. Dar gracias es en cierta manera dar testimonio de lo que hace el Señor en nuestra vida. Dar gracias es confesar nuestra fe. La oración de acción de gracias por excelencia es la Eucaristía. Jesús da gracias al Padre y todos los cristianos nos unimos a él.

Oración de adoración: Es la expresión espontánea, consciente y voluntaria de la reacción del ser humano impresionado por la proximidad de Dios. Cuando en la naturaleza vemos una cosa muy hermosa nos quedamos mirándola con la boca abierta. Pues con Dios pasa igual, nos gusta adorarle, mirarlo un buen rato, admirar su grandeza.

Oración de petición: Actitud de aquel que todo lo espera del Padre y le presenta cada una de las necesidades que lleva en su corazón. Quien ama no puede permanecer callado ante las necesidades de quienes ama.

Frutos de adoración

Todas las personas tenemos, desde que nacemos hasta que morimos, un camino que hemos de recorrer; unos fácil, otros no tanto. A lo largo de este camino la vida nos tiene preparadas muchas sorpresas. Suerte que vienen poco a poco, porque si desde un principio supiésemos todo lo que hemos de vivir, muchos ya lo dejarían.

El ser humano tiene un alma, inteligencia y libertad. La vida cada uno puede enfocarla como quiere, para eso tenemos la libertad, y el Señor nos deja bien libres. Pero como nosotros somos privilegiados y hemos recibido la gracia de la fe, nuestras vidas tienen un sentido nuevo, un sentido renovado.

Aunque en el momento de la verdad a veces seamos un desastre y todo nos salga mal, nuestra vida está enfocada hacia Dios, para nosotros es lo más importante de nuestra vida. ¿Qué es ser cristiano? "Por sus frutos los conoceréis" .Cuando una persona ora, se conoce por los frutos.

Los frutos de la oración son: paz, paciencia, valentía, fuerza para la lucha, caridad, humildad, amor hacia los demás, etc.










El Señor sana los corazones enfermos

Por Mons. Alfonso Uribe Jaramillo

El Salmo 147, ese hermoso himno al Todopoderoso, nos dice:
"Nuestro Dios sana los corazones atribulados y venda sus heridas". Por eso cuando Jesús leyó la profecía de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuando me ha ungido Yahvéh. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones destrozados" (Is 61, 1), dijo: "Esta escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy" (Lc 4, 21).

En efecto, gran parte del ministerio del Señor se dedicó a sanar a los hombres del pecado, del odio, del miedo y de los demás males que los mantenían interiormente enfermos. Si borrásemos del Evangelio la maravillosa sanación interior que efectuó el amor de Jesús en muchas vidas, suprimiríamos muchas páginas y de las más admirables.

Jesús sanó el odio

La peor enfermedad interior que sufre el hombre es la del odio. "¿Quién de nosotros puede decir que no la padece? Hemos sido muy heridos y hemos herido a muchos en esta área.

Cuando Jesús nació en Belén encontró un mundo dominado por la violencia, el resentimiento, la guerra y la esclavitud. Por eso vino a ofrecerle su paz. Esta palabra bendita fue el canto de los ángeles en esa noche maravillosa. A lo largo de su ministerio salvador prodigó este regalo de su paz y sanó muchos corazones heridos por el odio.

Sanó el odio racial

En su tiempo, como ahora, existía el odio racial. "Los judíos y los samaritanos no se trataban" (Jn 4, 9). Este odio impedirá que la samaritana obsequie a Jesús el poco de agua que le pide. "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (Jn 4, 9).

Pero Jesús no odiaba a los samaritanos; los amaba, como amaba sus hermanos los judíos. Por eso no reacciona con agresividad ni dureza contra esta mujer despectiva. Al contrario, ofrece el agua del Espíritu a quien le niega la del pozo. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva". (Jn 4, 10).

Jesús dice esto porque estaba interiormente sano.

A lo largo de un diálogo lleno de amor divino, Jesús va sanando el odio de esta mujer, que termina "dejando su cántaro" a los pies de Jesús. Después ella corre hasta la ciudad y dice a la gente: "Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho" (ln 4, 28-29), Y habló con tanto entusiasmo de Jesús que "muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer" (4, 39), "Le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos los que creyeron por sus palabras" (4,40-42). Todo esto porque el amor de Cristo sanó el odio racial de aquellos samaritanos.

Cristo en nuestra paz

La sanación del odio que separaba a dos pueblos y que sólo pudo ser efectuada por Jesús está sintetizada admirablemente por San Pablo en su Carta a los Efesios en estas palabras: "Pues Cristo es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la Cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2, 14-18).

El mundo actual está destrozado por odios personales, nacionales y raciales, y este odio ha llegado hasta el deporte y a las manifestaciones de la cultura. Todos los esfuerzos de las Naciones Unidas y de las Conferencias de paz han sido inútiles, y lo serán mientras no las anime el Espíritu del Señor. Solamente Jesús es capaz de derribar los muros que separan a los pueblos y de dar muerte al odio con su infinita paz.

Perdonar para sanar

El odio enferma y el perdón sana. Esta es la gran verdad que todos debemos tener presente en nuestra conducta. Solamente en la medida en que perdonemos de corazón, esto es, en la medida en que lleguemos a amar al que nos ha ofendido, sanarán nuestras heridas íntimas. Pero esto no es posible sin la acción del Espíritu del Señor en nosotros. Sólo El puede capacitarnos para realizar el anhelo de San Francisco de Asís: "que donde hay odio, ponga yo amor".

Lo primero que se requiere para esto es que descubramos todo el odio que hay acumulado en nosotros a lo largo de nuestra vida. Que sepamos en realidad a quien odiamos y en qué grado. Y esto no es fácil porque muchas veces creemos que amamos a las personas porque vivimos con ellas, las respetamos, les prestamos servicios, oramos por sus intenciones: y sin embargo guardamos resentimientos muy profundos porque nos han rechazado muchas veces.

Dediquemos el tiempo que sea necesario para clasificar y determinar las personas contra las cuales tenemos resentimientos.

Perdonemos a Dios

Empecemos por Dios Nuestro Señor ¿No estamos resentidos con El porque creemos que no nos ama como a los demás y porque ha permitido tal o cual pena y porque no ha atendido aparentemente la súplica que le hemos hecho por tal o cual intención? Hay más resentimiento contra Dios en muchas personas del que creemos. Por eso vemos tantas virtudes negativas en el campo de la fe y de la oración, y por eso también oímos a veces en los cristianos ciertas expresiones contra Dios que son verdaderas blasfemias.

Encontramos este resentimiento particularmente en personas que han perdido un ser querido en circunstancias muy dolorosas; en quienes padecen una enfermedad larga y penosa; en quienes sufren por una calumnia grave o por un trato muy injusto; en quienes padecen los rigores de la pobreza, de la incomprensión o del abandono.

Cada día descubro en mi ministerio la necesidad que tienen muchas personas de reconciliarse con el Señor por quien experimentan un profundo resentimiento a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios y a El gritamos: ¡Abba, Padre! (Rm 8, 15-16).

La luz del Espíritu Santo nos va descubriendo la maravilla de la paternidad amorosísima de Dios y nos hace ver en todos los acontecimientos expresiones de amor de Dios, siempre adorable. Una luz nueva se proyecta sobre los acontecimientos y empezamos a alabar al Señor y a expresarle nuestra gratitud por su misericordia. Así se sana esta terrible enfermedad que nos impide disfrutar de la paternidad de Dios y abandonarnos confiadamente en su providencia.

Perdonémonos a nosotros mismos

En este proceso de sanación del odio tenemos también que perdonarnos. Hemos acumulado más odio contra nosotros mismos del que suponemos. Defectos personales, fracasos, el trato recibido en el hogar y fuera de él y otras causas nos han llevado a crear una imagen personal muy mala. Así es imposible que nos amemos y que miremos el futuro con optimismo.

Los resultados de este auto rehechazo son funestos y llevan a la auto conmiseración, la depresión. El auto rechazo aviva el fuego de la rebelión en nuestros corazones contra todo y contra todos. Esto sucede más, ahora, cuando vivimos en una sociedad cuyo ambiente es la rebeldía. También crea un exagerado interés por las cosas materiales y por el placer como única compensación del fracaso interior que se experimenta. Estas personas nunca saborearán la vida del Espíritu, ni el amor de Dios mientras no se contemplen en El y reciban la gracia de amarse tal como el Señor las hizo y no descubran con la luz del Espíritu sus valores y sus grandes posibilidades.

Sólo cuando nos miremos en el rostro de Dios podremos cambiar nuestra mala imagen personal por una digna de un hijo de Dios.

En la medida en que establezcamos una relación personal con Dios a través de la oración mejoraremos nuestra imagen y aprenderemos a apreciarnos y a amarnos. Poco a poco aprenderemos a alabar al Señor por todo y a descubrir su amor en todos los acontecimientos.