Jesus, luz del mundo

”Este es el mensaje que hemos oído de El y que os anunciamos: Dios es Luz, en El no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1, 5). El es "el único que posee la inmortalidad, (y) que habita en una luz inaccesible" (1 Tm 6,16).

Y "el mismo Dios que dijo: de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo" (2 Co 4, 6).

Aún más, hemos sido hechos "luz en el Señor", "hijos de la Luz" (Lc 16, 8; Ef 5, 8; 1 Ts 5, 5), "aptos para participar en la herencia de los santos en la Luz" (Col 1, 12).

Lo cual implica dos exigencias ineludibles:

a) aceptar y amar de veras el ser "luz del Señor", hombres en los que se manifieste la presencia del Cristo Luz del mundo. Si no amamos o no buscamos ser luz, es porque obramos mal (Jn 3, 19-21), y la luz que hay en nosotros se puede volver oscuridad (Lc 11, 55);

b) dejar que esta luz ilumine también a otros, y que no pongamos la lámpara encendida "debajo del celemín" (Mt 5, 15).

La Luz es vida divina comunicada a nosotros, es presencia de Jesús, es el Reino de Dios que nos ha llegado como un don glorioso.

¿Cuáles son los factores que más impiden que brille esta Luz? Podríamos reducirlos a una de las siguientes categorías:

1) Falta de fidelidad o de generosidad para seguir adelante con los cambios que el Señor nos pida introducir en nuestras vidas. Este fallo suele frenar gran cantidad de proyectos y de mociones del Espíritu.

2) Miedo de someternos totalmente al Espíritu, el cual nos ha de purificar y adaptar más al ser de Dios. Tal miedo se manifiesta en el rechazo o prevención contra los carismas, impidiendo su manifestación y desarrollo. En el fondo es la autosuficiencia de pensar que no son tan necesarios. Si no tratamos de ser hombres llenos del Espíritu, nos quedaremos en estéril vaciedad. Los carismas nos exigen ser muy humildes y pobres ante Dios, caminar en fe y en fidelidad.

3) Falta de visión del plan que el Señor está llevando a cabo. Lo que busca el Señor con la RC. no es formar grupos de oración, ni desarrollar la devoción al Espíritu Santo, sino renovar en profundidad su Iglesia para que se manifieste como pueblo de salvación, de amor, de unidad, de testimonio, de alabanza, luz para todas las gentes (Lc 2, 32).

Si enfocamos los problemas desde esta óptica del plan divino, no incurriremos en la desviación frecuente de convertir lo accidental o secundario en el objetivo principal, o de confundir la unidad del Espíritu con la uniformidad, lo cual denota falta de creatividad o rutina perezosa. La unidad en la múltiple diversidad de dones, situaciones y estilos es obra del Espíritu.

La RC. es una forma de manifestarse la Luz de Jesús, tanto para nosotros como para el mundo entero. Es muy grande la responsabilidad que tenemos contraída respecto a la Luz del Señor que categóricamente nos manda: "Brille vuestra luz ante los hombres" (Mt 5, 16).

Su mandato postula que:

- transitamos y comuniquemos esta Luz ante todo dentro de la Iglesia, proyectándola sobre los demás grupos cristianos, las comunidades, los sacerdotes, y en general sobre los interminables problemas de pastoral que constantemente se debaten. Porque lo hemos experimentado ya y tenemos un haber no pequeño de conocimiento sobre cómo actúa el Señor y se manifiesta la fuerza de la Resurrección allí donde haya creyentes que con fe y sencillez se abran a la acción del Espíritu que El prometió y nos exhortó a pedir insistentemente, debemos hacer ver a otros hermanos que esto es una realidad tangible al alcance de todos, para propiciar la renovación de sus propias vidas y de toda la Iglesia;

- pero también nos grita el Espíritu: " ¡ensancha el espacio de tu tienda!" (Is 54, 2). Fuera de la Iglesia, allá donde "la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube los pueblos" (Is 60, 2), tenemos mucho que ofrecer de la Luz que nos ha llegado, llamados como estamos a evangelizar, a servir como Jesús sirvió y a dar testimonio de lo que El es para el hombre que le acoge.

SOIS LUZ EN EL SEÑOR ¡VIVID COMO HIJOS DE LA LUZ! (Ef 5, 8).








JESUS LUZ DEL MUNDO EN EL MISTERIO EUCARISTICO

Por Jesús Villarroel, O.P.


Publicamos a continuación un extracto de la charla que el P. Jesús Villarroel pronunció en la IV Asamblea Nacional de la R.C., celebrada en San Lorenzo del Escorial (Madrid), del 27 al 29 de Junio de 1980.

El Evangelio de S. Juan es el Evangelio de la Luz, de la Vida, de la Eucaristía, del Espíritu. Desde el prólogo nos habla de la luz y las tinieblas, de la Vida y de la muerte. San Juan es el profeta de esta asamblea, pues mejor que nadie ha comprendido a Jesús como "la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1,9).

Los Evangelios Sinópticos nos hablan en otra terminología, pues escribían en un ambiente hebreo, nos presentan el Reino de Dios: "Convertíos, pues el Reino de los Cielos ha llegado" (Mt 4, 17; Mc 1,15). Este Reino es Jesús. En el Reino de Jesús el Espíritu se derramará sobre todos nosotros, sobre toda carne y por su fuerza podemos caminar hacia la meta que nos propone: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial. (Mt 5, 48).

Tenemos el Espíritu de Jesús dentro de nosotros, y El es el perfecto y el bueno y el santo que nos hace santos a nosotros.

Este es un Reino que no se merece ni se conquista, sino que se hereda. Es un don, un regalo.

San Juan utiliza las categorías de "luz" y "vida". Los griegos no entendían bien el concepto de reino pues eran república democrática. Pero el Reino y la Luz es lo mismo.

El Reino y la Luz coinciden porque Jesús es la Luz, es el Reino, es la Vida, y al derramar su Espíritu sobre nosotros nos transforma en reino de sacerdotes (Ap 5,10) y nos hace hijos de la luz, y "luz del mundo" (Mt 5,14) y sacramento de salvación para los demás.

Hay una gran lucha en este mundo entre la luz y las tinieblas. Los hombres nos empeñamos en seguir nuestra propia luz. Las tinieblas consisten en que Jesús vino al mundo y los hombres no le hemos reconocido.

Desde hace siglos se predica otro evangelio distinto y sus profetas como pueden ser Marx, Nietsche, Freud o Sartre, nos dicen que el hombre es único Dios para el hombre, y que sólo es plenamente hombre cuando se autodetermina y sigue su propia luz liberado de todas las alienaciones y de todos los dioses. Su luz es la propia inteligencia, la razón humana. Y hasta nosotros en nuestro corazón participamos muchas veces de esta sensibilidad, compartimos con una gran parte de la humanidad la secreta esperanza de dar solución por nosotros mismos, con nuestra propia luz, a todos los problemas de la humanidad: la medicina, las ciencias naturales, la psicología, la sociología. Uno de sus profetas, Nietsche, exclama:

"Si hubiera dioses ¿cómo iba yo a soportar no ser Dios?"

Y así vemos de acuerdo con esta luz una sociedad rica y opulenta: da la impresión de ser la más rica y maravillosa en toda la historia de la humanidad, pero en el fondo es la más herida de todas las sociedades, porque ninguna sociedad como ésta necesita un consumo tal de drogas, de tabaco, de alcohol, y de lucha por el poder y por la gloria, y, de violencia y desconcierto.


JESUS ES LA LUZ HOY, AQUÍ, PARA NOSOTROS Y PARA EL MUNDO

Cuando el hombre se quiere guiar por su propia luz se desconcierta y cae en la oscuridad, en la violencia y en todo cuanto nos dificulta el comprendernos y ser verdaderamente hombres.

Pero Jesús dice: "Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas" (Jn 8,12). Hemos de partir de este texto: que el Señor es la luz del mundo.

El es el mismo hoy, ayer y mañana y está vivo y presente en medio de nosotros. La misma salvación que se realizó al salir de Egipto, la salvación de la Cruz, se repite hoy aquí. Por esto hacemos Eucaristía aquí esta mañana y le damos gracias a Dios porque el Señor ha sido bueno y grande con nosotros.

Como alguien ha dicho, el mayor problema que tiene la Iglesia es que su fundador sigue vivo y no la dejará morir. Nuestro Dios no es una idea, o un principio universal, o sólo el motor inmóvil de todas las cosas. Es "el que me sacó de Egipto", "el que me liberó del Mar Rojo" y me hizo pasar el desierto y hasta vencer siete naciones más poderosas que yo. Es el Dios de mi vida y de mi experiencia y de mi historia, el Dios presente y vivo.

El Evangelio nos narra cómo invitó a Jesús un tal Simón, fariseo, y como una pecadora llevó un frasco de alabastro de perfume y comenzó a llorar y con sus lágrimas le mojaba los pies y los ungía con el perfume. Sintió que estaba salvada, y llena de gratitud obró en contra de la costumbre de aquel momento. Simón se escandaliza. ¿Por qué? Porque no tiene la experiencia transformante, no se siente liberado, ni tiene un amor particular por Jesús, ni siente la necesidad de convertirse.

Nosotros también hemos salido de Egipto, y es una gracia muy grande el que el Señor haga que nos consideremos pecadores, pues entonces le necesitaremos a El, su gracia y su vida. Todos partimos de esta experiencia transformante. De todos los que estáis aquí el que no se sienta salvado y perdonado, el que no tenga experiencia, que crea en la fe de los demás, con la fe de la Iglesia, y pronto verá al Señor en su vida.

Lo que estamos haciendo esta mañana es acción de gracias, Eucaristía. Os invito a que deis gracias profundas en vuestro corazón al Señor, aunque no escuchéis demasiado mi charla, pues vale más una acción de gracias que cuarenta mil charlas.
Todos estamos convocados aquí por el Señor. Cada uno viene de uno de los rincones del mundo, y aunque no nos conocíamos ni aun nos conocemos bien, sabemos que en el corazón hay la misma sangre. Todos debemos vivir esta fiesta y celebración porque estamos siendo salvados por el Señor en este momento.

Un día le preguntaron a Jesús: "¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9,1-4).

Y las obras de Dios es hacernos ver. Si alguno de vosotros se siente ciego, el Señor le va a hacer ver. Si alguno no se siente ciego, que se tape los ojos, porque necesita sentirse ciego para que la obra del Señor se realice en él.


JESUS COMO LUZ DEL MUNDO SE MANIFIESTA EN UNA ASAMBLEA Y EN UNA COMUNIDAD DE AMOR Y TESTIMONIO

La primera parte del misterio eucarístico es la asamblea.

El sacramento no es solo el pan y el vino. La asamblea es también sacramento de salvación, pues como dice el Papa en su última Encíclica, la Iglesia hace a la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia.

A través de una asamblea Jesús derrama su luz sobre el mundo. La Iglesia, y en este caso nosotros, somos el Cuerpo de Cristo, el elemento perceptible y material, el signo que pueden ver los hombres para creer en Cristo.

Las notas de una comunidad que sea eucarística y misionera en el sentido que acabo de decir, son tres:

a) la unidad de acuerdo con la oración de Jesús: "Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado" (In 17,21).

b) El Amor. "En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,55).

Estos dos signos son luz. Los hombres se preguntarán de dónde viene este amor y esta unidad, y entonces, porque todos somos testigos, hemos de utilizar la pastoral de "Ven y verás". Si alguien te pregunta: ¿qué es el amor?, probablemente no sabrás decirle lo que es, pero sí podrás responder:

"Ven a mi grupo, a mi comunidad, a mi familia y verás". No hay fuerza más poderosa ni misión más eficaz que una comunidad en oración, en unidad y en amor.

c) El otro signo es la confesión, el testimonio, la proclamación. Que nadie dude quién es para nosotros el bien supremo. Nuestra religión no es una religión de sabios, es una religión de testigos.

Decimos que el mundo está mal. Pero si realmente creemos que el único que salva y transforma, que cambia al mundo y renueva la faz de la tierra es Jesús y su Santo Espíritu, mucha culpa de que el mundo no cambie y se transforme la tenemos nosotros, fundamentalmente por una razón: porque nos falta confesión, ser testigos, confesar en todo lugar y momento cuál es el bien supremo para nosotros. Este es uno de los grandes males del cristianismo de los últimos tiempos: que tiene miedo.

Atrás hemos dejado una teología que se llamaba la teología de la muerte de Dios, la cual nos hizo a todos vivir un poco acomplejados como si Dios hubiera desaparecido. Gracias a Dios ha venido la Renovación Carismática cuyo principio es ¡JESUS VIVE! Es lo contrario de la teología de la muerte de Dios: Jesús vive y está presente en medio de nosotros y una forma de expresarlo es confesar que JESUS ES LA LUZ DEL MUNDO.


SU PRESENCIA EN LA EUCARISTIA NOS CONVOCA A NUESTRA MUERTE Y AMOR A LOS DEMAS

La primera forma de presencia del Señor en la celebración eucarística, ya lo sabéis, espor su palabra.

Cuando en la celebración leemos las Sagradas Escrituras, tenemos que leerlas con la convicción de que el autor de lo que se dice es el mismo Espíritu de Jesús, y que es Jesús mismo el que proclama su Evangelio todos los días. San Pedro nos dice que los profetas profetizaron por "el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos" (1 P 1, 11).

La Palabra es eficaz por sí misma, es sacramental. Como decían los santos Padres es esperma y vehículo del Espíritu. Por ella el Espíritu nos cuenta lo que Dios ha hecho por nosotros.

Si juzgas la palabra, no te dirá nada, por eso hay que escucharla con el corazón más que con la inteligencia.

El contenido más hondo del misterio eucarístico se nos da en la anáfora, en el canon, sobre todo en las palabras de la consagración y de la comunión. El mismo Cristo es el Sacerdote, la Víctima y el Altar. El celebrante habla "in persona Christi", es decir en lugar de la persona de Cristo, y por esto sólo él recita el canon, y no el pueblo, y todos respondemos al final ¡Amén!, es decir, respondemos: ¡Gloria a ti, Señor!, ¡Sí!, ¡Amén!, es decir que se realice en nosotros eso que es don y obra de Dios.

El Espíritu eterno consagra el pan y el vino mediante la imposición de manos y las palabras del celebrante, y de nuevo se actualiza la presencia de Jesús en medio de nosotros, de forma que de nosotros puede decirse que nos hacemos contemporáneos de Cristo y que le podemos sentir y vivir con la misma fuerza que los apóstoles, pues ellos llegaron a creer en el Señor mucho más cuando desapareció que antes, ya que Cristo les entró hasta lo más profundo de su ser, y esto fue por la fuerza del Espíritu que nos da una certeza superior a la que nos puede dar la visión corporal.

El sacramento que celebramos es una pascua: lo mismo que el Señor pasó y liberó a los israelitas de los egipcios y lo celebraron cada año con la inmolación de un cordero, así Cristo pasó por el mundo, se inmoló y nos ha sacado a todos y cada uno de nuestro Egipto. Se ha constituido una nueva y eterna alianza sellada con la sangre de Cristo. De su costado salió sangre y agua: el precio y el Espíritu como nos dice S. Juan (19,34): Jesús nos hace entrar en su Pascua, en su Muerte y en su Resurrección.

¡Jesús nos convoca a la muerte! La esencia del sacrificio está en expresar nuestra dependencia del Creador. Hacer de la criatura un absoluto, como hacen los humanismos ateos, es descentrarla, y llenarla de violencias, de sinrazón v sinsentido, porque no sabe para qué vive. Ser convocados a la muerte significa aceptar el vivir la vida, como Jesús, en dependencia de la voluntad de Dios, que El nos conduzca, que sea El "el que lleva el volante". El Señor nos irá llevando a través de las muertes de cada día a la entrega final, a la cruz por la salvación del mundo.

Realizamos así nuestra misa personal, nuestro sacrificio, nuestra muerte, nuestra entrega. El amor a los demás es lo que da sentido a este sacrificio.

Cada eucaristía tendría que ponernos en crisis, porque no es solo acción de gracias, sino que también nos ha de llevar a nuestra muerte. La cruz con Jesucristo muerto pone en crisis nuestro no querer morir, nuestros pecados, nuestras envidias, nuestros celos, nuestro no saber perdonar, nuestras opresiones y atropellos a los demás, nuestra soberbia y autosuficiencia.

Por eso la Eucaristía nos tiene que recordar a los pobres y a todos los que sufren por el pecado de los demás. El sufrimiento del mundo es efecto del pecado, y Jesucristo sigue crucificado mientras exista en el mundo sufrimiento y no libertad. La Eucaristía nos señala un compromiso muy fuerte: la Cruz de Cristo, la cual extiende toda su eficacia hasta donde exista cualquier rastro de pecado, un niño que llora, una persona con hambre, una muerte violenta injusta...

El sufrimiento actual del mundo, sus pecados, los atropellos y opresiones de cada día nos arguyen que las eucaristías que celebramos no son del todo verdaderas por nuestra parte. ¿Qué podemos hacer?

Primero, nosotros mismos: salvar nuestro propio corazón de la discordia, y después nuestra propia comunidad, nuestro grupo, nuestra familia. Salvemos de la discordia interior, para que crezca la unidad y el amor.



EL ESPIRITU ES EL PRIMER FRUTO DE ESTE SACRAMENTO Y BANQUETE

La Eucaristía es también un banquete. "Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los invitados: "Venid que ya está todo preparado". Pero todos a una empezaron a excusarse...“ (Lc 14, 16 - 24). El alimento de esta cena es: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que le voy a dar es mi carne para vida del mundo" (Jn 6,51).

El Padre da a los invitados un gran banquete. El alimento es la carne de su propio Hijo, el Cordero sacrificado, el cordero de una nueva Pascua.

Los judíos en Egipto marcaban sus puertas con la sangre del cordero para ser liberados de la espada del ángel. Con su propia sangre el nuevo Cordero, Jesús, sella una Alianza Nueva y eterna. A quien el Padre da este pan, es porque lo quiere para El y lo marca con su sello, el sello del Padre, las arras y la prenda de la Nueva Alianza. El fruto de este banquete es el Espíritu Santo.

Doy gracias a la R.C. porque me hizo descubrir la dimensión del Espíritu. Yo antes siempre hablaba de la gracia y de los sacramentos como medios para obtener la gracia. Fácilmente la transformaba en una categoría del pensamiento y dejaba de ser algo vivo para mí. Ahora digo que los sacramentos son cauce para que se nos dé el Espíritu, el cual es una persona con la que puedo hablar, al que puedo invocar y se derrama sobre todos nosotros, nos ayuda, nos consuela, nos arguye y corrige. Como he dicho antes, el problema que tenemos es que el Espíritu está vivo y sigue actuando con fuerza en medio de nosotros.

El Espíritu es, pues, el primer fruto de este sacramento y banquete. Sabemos que estamos en el Reino, comunidad e Iglesia, si tenemos el Espíritu, si estamos marcados (Ef 1,13). Lo mismo que un pastor conoce sus ovejas por la marca que cada una lleva de su rebaño, el Señor a nosotros nos marca en lo más profundo de nuestro ser con su propio Espíritu, dimensión que, si no tenemos el Espíritu del Señor, ni siquiera sabemos que exista dentro de nosotros.

Por medio de su Espíritu ejerce Jesús su sacerdocio en nosotros. El Espíritu, en efecto,

- construye la comunidad fraterna. Al darnos a comer el pan y el vino el Espíritu construye una comunidad eucarística haciéndonos a todos semejantes a El, una misma cosa con El, "ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20)

- Esto lo hace con una lógica extraña, con la lógica de la cruz: "A todo el que te pida, da, y al que tome lo que es tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente" (Lc 6,30 - 31). Es la lógica del Espíritu.

- nos hace descubrir en la comunidad que todo es don, regalo y gracia maravillosa de Dios. Son un don tu mujer y tus hijos. Y los que viven contigo en tu comunidad, y todos los hombres son un don del Señor. Si aprendemos a dar gracias a Dios por los hermanos de nuestra comunidad, dejarán de ser pronto extraños o competidores y descubriremos que tenemos infinitas más cosas por las que dar gracias al Señor que por las que maldecir al prójimo.

- finalmente, si tenemos el Espíritu de Jesús, se construye la comunidad y el mundo verá una luz grande. "En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor" (Ef 5,8). El fruto de la luz es bondad, justicia, verdad y comunidad.

Jesús es luz e ilumina a través de la Iglesia. Si tenemos el Espíritu de Jesús, los hombres reconocerán en la Iglesia una invitación y no un obstáculo. Que la R.C. como parte de la Iglesia sea una invitación.

Por participar en su banquete somos comensales, familiares de Dios. Pero la voluntad de Jesús es que en su familia entren muchos. Nuestra acogida debe ser muy buena. El dijo: "Atraeré hacia mí todas las cosas". Y esto se realiza por medio del Espíritu y de la Iglesia. Cuando la Iglesia sea la comunidad eucarística de toda la humanidad y todos los hombres den gracias al Padre por Jesús, entonces se hará efectiva aquella oración que repiten continuamente el Espíritu y la Novia: "¡Maran atha! ¡Ven, Señor Jesús!".







ESTAMOS VIVIENDO LA EPOCA DEL ESPIRITU

Homilía del Cardenal Enrique y Tarancón


Publicamos íntegra la homilía que el Presidente de la Conferencia Episcopal Española, D. Vicente Enrique y Tarancón, Cardenal de Madrid, pronunció en la Eucaristía de clausura de la IV Asamblea Nacional de la R.C. celebrada en El Escorial, el 29 de Junio.


Hermanos, en este ambiente festivo y alegre de la Eucaristía refrendáis vuestra Asamblea, al mismo tiempo que celebramos una fiesta importante en la Iglesia: la de San Pedro y San Pablo.

Y si he subrayado este carácter alegre y festivo que vosotros dais a la Eucaristía, es porque es una lástima que muchos cristianos no se hayan enterado todavía que la Eucaristía es una fiesta. Yo diría que es la gran fiesta, el gran gozo para los cristianos, y, al fin y al cabo, es la realidad de la presencia de Jesús en medio de nosotros, y ¿cómo podemos estar tristes estando con Jesús?

Pero yo quisiera fijarme, hermanos -ya que estoy hablándoos a vosotros, (he de confesar que es el primer contacto, he dicho el primero, y el primero trae un segundo) digo que en este primer contacto que tengo con vosotros en este día en que acabamos de escuchar esta página del Evangelio en la cual aparece claramente que el Espíritu ilumina a Pedro y pone las palabras en sus labios "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" -en cómo efectivamente la Iglesia está fundamentada en el Espíritu, y cómo el proceso y el desarrollo de la Iglesia es obra del Espíritu.

Podríamos decir con verdad que ahora estamos viviendo la época del Espíritu Santo.

Creo que esta afirmación que estoy haciendo es profundamente teológica, porque es el Padre el que preparó la Redención, es Jesucristo el que la llevó a cabo, pero recordad cómo Jesucristo antes de ausentarse de nosotros dijo: "Yo os enviaré al Espíritu Santo para que os dé a conocer toda la verdad", de tal manera que, diríamos, la Redención de Jesucristo, que se perpetúa por medio de la Iglesia, es por la presencia del Espíritu.

Y si esa presencia del Espíritu, que siempre ha sido una realidad en la Iglesia, aunque muchas veces no nos habíamos enterado de ella, si esa presencia, digo, del Espíritu está quizá floreciendo ahora de una manera especial en estos grupos de Renovación Carismática -como en otros grupos también de cristianos, que todos ellos quieren adentrarse, yo diría, en el Misterio de la Iglesia, que, al fin y al cabo, es el Misterio del Espíritu, y todos quieren recibir la luz necesaria para esta orientación nueva en los momentos actuales, y todos quieren recibir la fortaleza para saber en estos momentos y en estas circunstancias del mundo cuando nos dicen que todo anda mal, que Dios está marginado de la vida de los hombres (y sin embargo para mí son los tiempos de la gran esperanza, porque el mundo no lo sabe pero está esperando al Redentor, está esperando el mensaje de Jesús, está esperando la inspiración del Espíritu, y por esto no cabe duda ninguna de que en estos tiempos de renovación eclesial, que ha promovido de una manera intensa el Concilio Vaticano II, y que los Papas y este último, Juan Pablo II, un don de Dios, no cabe duda, a su Iglesia, la está potenciando de una manera extraordinaria - es porque la Iglesia está necesitando, es verdad, de una renovación de estructuras ¿cómo no?, de una renovación que podríamos decir también jurídica, es cierto, pero, sobre todo, necesita de una renovación en el Espíritu.

Hace falta una renovación en el Espíritu, hermanos, porque quizá en los tiempos anteriores, -y todos tenemos parte de culpa, son las circunstancias quizá las que nos obligaban a ello-, nos habíamos fijado más en la juridicidad que en el Espíritu en la Iglesia, y parecía que habíamos arrumbado los carismas, cuando la Iglesia será siempre obra del Espíritu.

Pero digo que en estos momentos y circunstancias, cuando no cabe duda ha cambiado notablemente la cultura de los pueblos y la psicología de los hombres, ahora cuando nosotros hemos de hacer que el mensaje de Jesús que es eterno, pero que tenga garra para los hombres de hoy, y necesitamos nosotros, por lo tanto saber encarnar la fe en esta cultura y en esta psicología de los hombres y de los pueblos, ahora más que nunca necesitamos de la acción del Espíritu.

Porque, es verdad, los científicos, los teólogos pueden ir abriendo caminos de renovación; pero si aún ellos no saben escuchar más al Espíritu que a los elementos naturales, y si sobre todo la Iglesia no sabe renovarse íntima y espiritualmente, esta renovación sería una renovación estructural, todo lo fuerte que queráis, pero no sería una renovación de la auténtica Iglesia de Jesucristo.

Porque la renovación de la Iglesia, - ¡qué cosa tan rara! es volver a lo pasado, es volver a lo antiguo, al Evangelio, al Evangelio y a la figura de Jesús. Pero al Evangelio sin interpretaciones cómodas; al Evangelio en toda su integridad; al Evangelio cuya práctica resulta enormemente difícil, yo diría imposible para los hombres, pero todo es posible para Dios. Y en esta vuelta al Evangelio es precisamente en lo que ha de consistir esencialmente podríamos decir, esta renovación.

Y así como Pedro por inspiración del Espíritu intuyó quién era Jesucristo y lo profesó públicamente, así también, hermanos, hace falta que ahora nosotros los cristianos, empezando por los que tenemos cargo de autoridad en la Iglesia, - porque sin querer por eso de que tenemos autoridad, de que hemos de ser prudentes en la evolución de las cosas, porque dicen que la prudencia es la virtud de los gobernantes, muchas veces podemos poner cortapisas al Espíritu, y el Espíritu yo creo que ha irrumpido en la Iglesia de hoy precisamente porque hoy más que nunca tenía necesidad la Iglesia de esa presencia del Espíritu, - pero os decía que ahora, como Pedro por inspiración del Espíritu conoció que Jesús era el Hijo de Dios y supo confesado públicamente, a pesar de aquella divergencia de criterios y pareceres que había con respecto a la figura de Jesucristo, así hace falta, hermanos, que ahora en este mundo que dicen secularizado, en este mundo que dicen que ha marginado a Dios, en este mundo consumista que arrastra incluso a muchos que se llaman cristianos y que parecen serlo de verdad en algunas manifestaciones de su vida, hace falta tener una luz muy clara para saber cual es la verdad y hace falta tener mucha fuerza para proclamarla públicamente a fin de que demos testimonio de esta verdad del Evangelio que nosotros queremos vivir en nuestra vida.

Y por esto es el momento, diríamos, del Espíritu en la Iglesia de Dios. Y cuando yo he visto ese espectáculo, y os lo confieso, primeramente cuando he visto a tantos sacerdotes, - porque dicen que el sacerdote está en crisis, dicen que los curas parece que van detrás de cosas más bien terrenas y humanas, -y cuando yo he visto aquí un centenar de sacerdotes que han venido aquí para estar con vosotros, convencidos de este movimiento de Renovación Carismática, que es al fin y al cabo de fe en la presencia del Espíritu en su Iglesia, cuando he visto, digo, a tantos sacerdotes, os lo confieso, se me ha ensanchado el corazón.

Se me ha ensanchado el corazón por dos razones que yo quiero deciros con toda claridad:

a) primeramente porque estos sacerdotes son la prueba, yo diría la garantía de que el sacerdocio actual está en línea, aunque tengamos deserciones y haya miserias también entre los sacerdotes;

b) pero además porque, oídme seglares, estos grupos carismáticos necesitan del sacerdote, no porque los sacerdotes sepamos más, ni porque seamos más buenos que vosotros, sino sencillamente porque lo ha querido Jesús, que ha querido perpetuar su presencia en el mundo, primero quedándose real y verdaderamente en la Eucaristía, pero prolongando su ministerio sacerdotal por medio de nosotros, que seremos todo lo inútiles que vosotros queráis, pero que al participar de los poderes de Cristo tenemos la garantía de la acción del Espíritu.

Y por esto me he alegrado de ver tantos sacerdotes, porque entonces ya puedo tener confianza en estos grupos carismáticos.

Me parece que no lo he dicho bien del todo, porque ¿es que hubiera venido si no tuviese ya confianza en vosotros?

Porque estoy convencido, estoy plenamente convencido como obispo de la Iglesia que, en estos momentos en que vivimos, la principal misión de los Obispos es estar a la escucha. A la escucha, pero no de lo que el Espíritu Santo nos diga a nosotros personalmente también, pues el Espíritu suele infundirse en el Pueblo de Dios, y hemos de estar a la escucha de ese Pueblo de Dios que movido por el Espíritu nos está diciendo a nosotros quizá que habíamos de ser un poco más atrevidos y osados en algunos momentos de la vida para llevar a la Iglesia en estas circunstancias que está viviendo, que son difíciles pero para mí son muy esperanzadoras, porque se están viendo en la Iglesia fenómenos como éste que estoy contemplando que no se daban en años anteriores, cuando era quizá de una piedad más externa, si queréis, y con algunos formulismos, y con muchas prácticas y muchas procesiones, etc., pero sin embargo el meollo de la vida cristiana es la unión con Cristo, es la apertura al Espíritu, que es el que nos habla y nos ha de guiar y mover en nuestra vida cristiana, y no era tan claro y tan abierto como es en los momentos actuales.

Y por eso digo que nuestra misión es estar a la escucha, ir viendo todos estos movimientos que el Espíritu está suscitando en la Iglesia de Dios, quizá con algunos detalles que puedan enmendarse, ¿por qué no? Al fin y al cabo es normal, sobre todo cuando son multitudes las que asumen cualquier idea por sublime que sea y es natural que puedan fallar algunos detalles.

Pero no cabe duda que cuando uno ve estos fenómenos entonces se entiende que la Iglesia es eternamente joven, y digo eternamente joven porque ¿qué es esto que estamos haciendo aquí?

Yo me imaginaba, quizá no en número tan pleno como es hoy ni con todos estos medios técnicos que facilitan el que nos entendamos aun siendo mucha gente, pero ¿cómo sería, hermanos, una Eucaristía de aquellas primitivas comunidades cristianas? Esto: la alegría, el gozo, la alabanza que rebosaba de todos los corazones y el recibir a Jesucristo, porque sabían que allí estaba la luz, la vida, la paz y todo lo que necesitaban para vivir su vida cristiana.

Y esta armonía y esta alegría y esta paz y esta fraternidad que se ve en vosotros es manifestar que la Iglesia está renaciendo, está reviviendo y estamos entendiendo lo que significa la comunidad, y la comunidad alegre y gozosa reunida en torno al altar, a la mesa de la Eucaristía para participar de este pan que Jesucristo ha querido prepararnos con su propio cuerpo.

Por eso, hermanos, yo os digo: sed fieles al Señor, sed fieles al Espíritu.

Nuestra misión, la de los Obispos, no es apagar ninguna mecha que humea, menos el parar estos movimientos que están surgiendo en la Iglesia por voluntad del Señor. Sí que puede ser encauzarlos.

Y efectivamente quizá sea esta la razón, y creo que debo decirlo también, por la cual la figura de nuestro Papa actual, Juan Pablo II, es un poco controvertida. Porque, es verdad, unos dicen blanco y otros dicen negro; otros dicen que es involucionista y otros que es avanzadísimo. Está siendo un auténtico signo de contradicción. ¿Por qué? Sencillamente, porque después del Concilio, de esta renovación que se produjo en la Iglesia, era natural que se produjera un trastorno, un confusionismo, hasta, yo diría, que un ambiente de conflictividad dentro de la Iglesia, muchas veces con sombras en la doctrina y con fallos en la disciplina, etc.

Y ahora a este Papa le está tocando la misión más difícil: clarificar doctrinalmente, encauzar eclesial y disciplinariamente, y esto es difícil, y esto es lo que está haciendo el Papa, que como digo es un don que el Señor ha concedido a su Iglesia en estos momentos. Porque esto es lo grande, lo que manifiesta más claramente que el Espíritu está con nosotros, que en cada momento histórico tenemos siempre el Papa que la Iglesia en aquellos momentos necesita. Y este es el Papa que necesita la Iglesia de hoy.

Termino, porque estáis alargando vosotros excesivamente mis palabras, y creo que hay más aplausos que palabras, y entonces esto resultaría interminable.

Yo no os digo más que una cosa. Os confieso: estoy contento. Os digo más: estoy emocionado. Y estoy emocionado porque siempre me emociona el ver la acción del Espíritu, y aquí estoy viendo la acción del Espíritu.

Perseverad, hermanos. Abríos cada vez más a la palabra del Espíritu. No desfallezcáis, aunque el camino algunas veces os resulte difícil y aunque encontréis la contradicción en este mundo, que normalmente ha de ser hostil a la predicación del Evangelio, para que como Pedro, con esa entereza, después de conocer por la inspiración del Espíritu, sabe proclamar públicamente su fe en Jesús, también nosotros, no sólo con nuestras palabras, sino sobre todo con nuestra vida y con la alegría y el gozo que rezuma el sabernos hijos de Dios, vamos a proclamar públicamente, delante de todos, que Jesucristo es el Hijo de Dios y el único Salvador del hombre.



JESUS LUZ DEL MUNDO EN LA COMUNIDAD EVANGELIZADORA

Por Tomás Forrest, C.Ss.R.


Conferencia pronunciada en la IV Asamblea Nacional celebrada en San Lorenzo del Escorial, del 27 al 29 de Junio.


Una noche, hace varios años, me encontraba sentado en un avión en el aeropuerto de Boston listo para despegar, cuando de pronto desapareció la luz no sólo en el aeropuerto, sino en toda la ciudad de Boston, en todo el estado de Massachussets y en todo el sector nordeste de los Estados Unidos, un área más grande que toda España. Para los habitantes de la zona afectada se había apagado la luz del mundo. Tuve que abandonar el avión y con grandes dificultades volver a la casa parroquial de los PP. Redentoristas en Boston. No funcionaban los semáforos, ni trenes eléctricos, ni ascensores, ni restaurantes, ni había protección pública, y el colmo: no había televisión... El mundo había perdido su poder. Se había ido la luz.

El mundo vive hoy en terror y bajo la continua amenaza de esta clase de apagón. Arthur Hailey, el autor de Aeropuerto, llegó a escribir otro bestseller famoso: Apagón (Over Load). La crisis energética monopoliza los titulares de los periódicos del mundo entero. Este ha sido el tema de los líderes políticos del Oeste, reunidos durante estos días en Venecia, y los analistas explican que la misma crisis energética ha sido lo que motivó a Rusia para atacar a Afganistán...

Pero por muy grande que sea esta crisis de energía que hace dudar a muchos de que el mundo pueda subsistir, hay otra crisis de energía de la que muy pocos se dan cuenta, pero que en sus consecuencias es profundamente grave. Me refiero a la pérdida del poder divino, a la desaparición de la luz de nuestro Señor Jesucristo, de la Luz que es Cristo.

Si desapareciera este poder y esta luz, el hombre espiritual sufriría un daño incomparablemente mayor que el que ha sufrido el hombre material con la desaparición de la electricidad y del gas. El espíritu del hombre es de un valor muy superior al de su cuerpo, y sin Cristo este espíritu se encuentra:



-sin protección: en una oscuridad que invita al diablo a robar;

-sin movimiento: no se trata de falta de avión, de ascensor o de coche, sino de una ausencia de gracia que debilita y paraliza hasta tal punto que hace imposible cualquier movimiento hacia un más elevado nivel de vida, hacia un crecimiento y desarrollo del ser humano;

- sin semáforo: es decir, sin nada para distinguir lo bueno de lo malo, sin nada para frenar las pasiones, emociones y apetitos, el egoísmo tan dañino y peligroso del hombre. El hombre así se estrella;

- sin luz: privado de Cristo que es la Luz, el hombre no puede ver el camino, no sabe cuál es el camino, no tiene guía para su caminar, ha perdido la verdad que le hace libre.

San Juan nos dice que Jesucristo es la luz que "brilla en la oscuridad" (Jn 1,5). Y cuando San Pablo proclama que estamos en lucha contra fuerzas espirituales de maldad "que tienen mando, autoridad y dominio sobre este mundo oscuro" (Ef 6,12), nos indica también que un mundo sin Cristo es un reino de oscuridad.


ACERCARSE A LA LUZ DE CRISTO PARA VIVIR

La mejor manera de visualizar esta realidad no es el modo de una pequeña bombilla que transmite luz a todas partes del salón. Cristo, la Luz, se asemeja más bien a un rayo láser que emite una línea de luz a través de la oscuridad, pero una luz que se limita al rayo mismo sin extenderse por el salón. Para escapar de la oscuridad hay que acercarse y ponerse bajo el rayo mismo. De la misma forma, aquellos que deseen beneficiarse de la Luz de Cristo tienen que acercarse voluntariamente a esta luz y seguir su dirección o quedarse, de lo contrario, sumidos en profunda oscuridad.

La Luz de Cristo es Luz que guía, que sana, que protege. Da seguridad, trae victoria, ofrece respuesta a las ansiedades más profundas del hombre revelando la verdad y dándonos a compartir la sabiduría divina que produce gozo y bondad en el hombre. Es la Luz de la vida (Jn 8,12). Es la luz intensa que brilla sobre "los que vivían en tierra de sombras" causando gozo y alegría, quebrando el yugo pesado y la vara tiránica que pesaba sobre sus hombros (Is 9, 1-4).

Aunque Cristo nos dice con claridad que "si uno anda de noche, tropieza porque no está la luz en él" (Jn 11,10), el mundo de hoy ama apasionadamente la obscuridad, o sea los peligros y daños inevitables de una vida sin Cristo, de una vida sin luz. El deseo de los que son del mundo es quedarse lejos del rayo de luz, lejos del reflejo o del más pequeño brillo de la Luz de la vida, porque como dice Cristo, la luz revelará sus pecados (Jn 3,20-21). Su tendencia, aunque subconsciente, es a suicidarse por su determinación a alejarse cada vez más de la luz y a perderse y esconderse en la oscuridad.

La obscuridad puede ser:


-materialismo,

-adoración del dinero y del cuerpo,

-adicción a drogas,

-pornografía,

-destrucción familiar,

-alcoholismo,

-odio, agresividad y terrorismo,

-racionalismo glorificado como una religión,

-egoísmo predicado como doctrina de fe,

-virginidad considerada como una vergüenza y el adulterio como un orgullo.



LA TAREA MÁS URGENTE:
AYUDAR A LOS HOMBRES A SALIR DE LA OBSCURIDAD

Creo de corazón que es un sagrado deber cristiano buscar comida para los pobres. Pero aún en esta época, en la que se da la tendencia, incluso en la misma Iglesia, a poner todo el énfasis en la acción y en el compromiso social, no temo proclamar públicamente que lo más importante es ayudar a los que viven en la obscuridad para que vuelvan a la luz. En otras palabras, la evangelización es la caridad y el amor supremo, como indica el Papa Pablo VI en la Exhortación "Evangelii nuntiandi" y Juan Pablo II en sus palabras a los obispos de Francia. Es la misión de Cristo mismo, es el Reino de Dios, con el que todo lo demás viene como añadidura y, como dicen los papas, el corazón de su mensaje es la noticia de salvación.

Según sus propias palabras, Jesucristo es la Luz. Por eso, si guiamos a una persona hacia Cristo practicamos la caridad del que conduce un ciego a la visión de la luz. Somos como la luz de la estrella que guió a los Magos hacia Cristo, o como Juan el Bautista que gritó en el desierto para indicar el camino y señalar el cordero de Dios. Pero, una vez hallado, Cristo mismo es la Luz que nos guía hacia el cielo y nos revela el rostro de Dios mismo.

Cristo fue profetizado como Luz: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció" (ls 9,1). Cristo fue anunciado con una nueva luz en el cielo, la luz de la estrella (Mt 2,2). Repetidamente Cristo es llamado Luz por San Juan y San Pablo. “En El estaba la vida y esta vida era la Luz para los hombres; brilla en la obscuridad y la obscuridad no ha podido apagarla" (Jn 1,4-5), "Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad... no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas... Despierta... y levántate... y te iluminará Cristo" (Ef 5,8-14). Y Cristo mismo dice que El es la luz: ?"Yo, la Luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas" (Jn 12,46).

Sin embargo el mundo sigue codiciando la obscuridad y rechazando la Luz. Aun más, desprecia la luz como si fuera obscuridad, ignorancia, una esclavitud, tristeza, una pérdida, o de poca importancia. Y esto es el colmo de las mentiras.

La verdad es que los que siguen a Cristo son los únicos que dejan de ser hijos de la obscuridad y llegan a ser hijos de la Luz (Ef 5,8, etc.).Esta es la luz que da calor, que hace que las flores y las plantas crezcan y produzcan su fruto. La verdad es que la visión de esta luz produce vida (Sal 36, 10), y su carencia produce y ya es en sí muerte (Sal 49,20; Jb 18,5; Pr 13,9; Si 22,9). La verdad es que los siervos de Yahvé se dedican a transmitir esta Luz y de este modo también se convierten en Luz (ls 42,6 y 49,6; Dn 12,3).

Nuestra misión es enseñar a las gentes a gritar como los dos ciegos del Evangelio: "¡Señor, que se abran nuestros ojos!" (Mt 20, 33). Jesús explicó claramente esta misión cuando le dijo a San Pablo:
"Te he puesto como luz de los gentiles para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra" (Hch 13, 47). Una misión tan importante que Pablo VI llega a preguntar si podemos esperar nuestra propia salvación si no la cumplimos (EN, n. 80). Como afirma Mons. Joseph McKinney, "nosotros debemos entender que para muchas personas nosotros somos la única página del Nuevo Testamento que leerán".


¿QUE NECESITAMOS PARA CUMPLIR ESTA MISION?

Qué debemos hacer para cumplir esta misión? Jesucristo dijo: "Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo" (Jn 9,5). Y El está en este mundo, ya sea presente en carne, ya sea presente en sus discípulos. Y El brilla o por sí mismo o en sus propios discípulos como la luz de una lámpara. Por eso nos dice: "Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz" (Jn 12,36)

Todo esto quiere decir que:


-NOSOTROS MISMOS DEBEMOS VER LA LUZ. "Id Y contad a Juan lo que oís y veis" (Mt 11,4). No sirve comunicar sólo conceptos e ideas; debemos hablar de un Cristo que conocemos. Como San Pablo que se convirtió por haber visto "una luz venida del cielo más resplandeciente que el sol" (Hch 26,13).

-DEBEMOS ESTAR EN LA LUZ. Nosotros mismos debemos escapar de la obscuridad. "El que me siga no caminará en la obscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). En otras palabras, debemos vivir el mensaje de los salmos que nos invitan a caminar en la luz (Sal 27,1; 43,3; 44,4). De nada sirve imitar a las cinco vírgenes necias que llegaron al banquete sin aceite en sus lámparas, sin luz para el camino. Si nosotros mismos no tenemos luz para llegar, no podemos conducir a otros.

-LA LUZ DEBE BRILLAR EN NOSOTROS. Cristo nos dice: "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5,14). Y explica que "nadie enciende una lámpara y la pone en sitio oculto, ni bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren vean el resplandor" (Lc 11,33). El plan de Jesucristo es encender en nosotros la luz de su propia santidad, de su propio amor, de su mismo Espíritu, y situarnos con esta luz brillante en nosotros ante los ojos del mundo para que el mundo vea.

San Juan Bautista es el mejor ejemplo del funcionamiento de este plan divino:


-él supo que él no era la Luz, sino el testigo de la Luz (Jn 1,8);

-él supo que no era la Palabra, sino la voz que gritaba la palabra en el desierto (M t 3,3);

-él supo que no era el Mesías, sino el último de los profetas, enviado para anunciarlo;

-él se sintió contento al ver disminuir y desaparecer su propia luz, es decir, morir, para que otros pudieran ver con más claridad la ?Luz verdadera. El envió a sus propios seguidores para que siguieran a Cristo explicando: "Aquél que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias" (Mt 3,11), "es preciso que El crezca y que yo disminuya" (Jn 3,30);

-él se llenó tanto de la Luz, porque, según fue profetizado, fue "lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre" (Lc 1, 15), y el Espíritu Santo es fuego que enciende la luz. Y así entusiasmado empezó ya a evangelizar desde el seno materno con un salto de gozo que anunció la llegada de la Luz;

-fue un hombre tan lleno de la Luz que Cristo le señaló como un caso único, como un hombre que "era la lámpara que arde y alumbra, y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz" (Jn 5,35).


En otras palabras, Juan Bautista fue la lámpara perfecta de Cristo Luz Divina. El mundo necesitaba a Cristo y no a Juan, y Juan era consciente de ello. Hoy día nosotros tenemos que entender también que el mundo no nos necesita a nosotros, sino solamente a Cristo. Pero debemos y podemos servir como lámpara que refleja la Luz y hace que se vea mejor la Luz. La meta es poseer la Luz y no la lámpara, pero la lámpara puesta en alto es parte del plan divino, que es el utilizarnos como nuevos "ángeles de luz" (Hch 12, 7), mensajeros de un Dios "arropado de luz como de un manto" (Sal 104,2), un Dios cuya bendición es el resplandor de la luz de su rostro (Nm 6,25; Sal 4,7; 89,16).

Su plan es transformarnos en hijos de la Luz, y aún más, en Cuerpo de Luz, en su propio Cuerpo.

Su plan es transformarnos en comunidad de luz, en Comunidad Evangelizadora, y así en ciudad puesta sobre una montaña, en faro de luz para todas las naciones. Un faro que transmita el gozo, la protección, el poder y la vida de Cristo, la Luz celestial, la Luz de la Nueva Jerusalén. "La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su Luz"(Ap 21,23-24).

La misión de la comunidad evangelizadora no se limita a una proclamación por medio de palabras. Tal comunidad tiene que brillar con la Luz de Cristo por medio de su santidad y amor fraternal. A través de un proceso de arrepentimiento, penitencia, encuentro con Cristo, obediencia, liberación por el camino de la verdad, discipulado, y una muerte a sí mismo, podemos y debemos llegar a ser ángeles, mensajeros, hijos, hombres de luz, que brillen sólo con Cristo que alumbra el camino y conquista definitivamente el reino de la obscuridad.