KOINONIA 75

Divorciado,
Renuevo el "sí" a mi esposa
Por Paul Slaiim
Testimonio

María y yo nos casamos en 1970, conscientes de nuestras heridas interiores, pero deseosos de "amarnos fielmente en las alegrías y en las penas, y de sostenernos el uno al otro a lo largo de toda nuestra vida". Después de un comienzo difícil de nuestra relación de pareja, en 1976 llegó la prueba: nuestro segundo hijo, traumatizado en el nacimiento, quedó minusválido. A causa de ésto, se abrió entre mi esposa y yo un abismo que no hizo sino ir creciendo, y que acabó, en 1978, con la separación y después con el divorcio. Me encontré solo con treinta años.

En mi abandono, clamé al Señor, reconocida mi parte de responsabilidad en el fracaso de nuestro matrimonio, decidido a tomar mi cruz con Jesús y a permanecer fiel a mi esposa. Comencé entonces un camino de conversión profunda y de curación interior, gracias a estancias reiteradas en la abadía de Timadeuc, y gracias a la Renovación Carismática.

En 1981, encontré a un Padre trapista y, por medio de él, a una hermana divorciada, Ana María, y gracias a ellos profundicé en el sentido de mi fidelidad. Después de un tiempo, a finales de 1983, juntos fundamos la comunión Nuestra Señora de la Alianza. La vocación de esta agrupación espiritual es ayudar a los cristianos cuyo matrimonio está dividido, separado o divorciado, a progresar, a su ritmo, en el camino del perdón y la fidelidad, apoyándose en la gracia del sacramento del matrimonio.

En otro lugar he expresado el fundamento bíblico y teológico de esta fidelidad ("La vocation d'Osée", en "Communio", XI, 6, pp. 103-117). Se trata de un caminar libre que, más allá de las heridas de nuestra afectividad, encuentra apoyo en las virtudes teologales y descansa en la certeza de fe que, a pesar de la separación o del divorcio, el vínculo sacramental con nuestro cónyuge permanece para siempre. Por el sacramento del matrimonio, nuestro compromiso mutuo de esposos ha sido consagrado (Cf. Gaudium et Spes 48-49); y es en esto que, miembros de la comunión Nuestra Señora de la Alianza, fundamos nuestro Carmino de renovación del "sí" a nuestro cónyuge, de modo especial el día del aniversario de nuestra boda. Quisiera expresar aquí cómo este caminar da sentido a toda nuestra vida.

1. Volviendo a decir "sí", asumimos la opción inicial

Lo sabemos perfectamente, quienes toman la iniciativa de la ruptura ponen generalmente en discusión su compromiso inicial: "Me casé por atolondramiento" dice uno un día. "Me he equivocando al casarme contigo, dice otro, y todo el mundo tiene derecho a equivocarse". Quizá algunos de nosotros hemos tenido la tentación de hacernos la misma reflexión para escapar a un sentimiento de fracaso y a un sufrimiento intolerable.

Indudablemente hay casos graves en que el matrimonio no ha sido contraído válidamente, y la Iglesia lo reconoce (Cf. Código de Derecho Canónico, c.c. 1083¬1094).

En la mayor parte de casos, en ausencia de "causas de nulidad", a pesar de nuestra inmadurez al principio, hemos de reconocer la validez de nuestro matrimonio. Entonces, Jesús nos llama a interiorizar el "sí" inicial renovándolo hoy. Él, en efecto, se ha tomado muy seriamente nuestro matrimonio, y ha inscrito nuestras alianzas en la palma de sus manos. Igualmente, quien recupera su independencia reabre las llagas del Señor; quien olvida su "sí" las deja sangrar; quien asume su compromiso inicial derrama sobre las llagas de Jesús el bálsamo de su Amor, y recibe a su vez la curación y las fuerza de la que estas heridas serán de ahora en adelante y para siempre fuente inagotable.

No podemos tomar a la ligera el "sí" de nuestro matrimonio, nos debemos dejar interpelar por la llamada de Jesús. Lo hemos verificado muchas veces: son falsas razones las que impiden normalmente efectuar la verdad y autentificar este "sí". En este punto el Padre de la mentira no le cuesta engañarnos, sobre todo en el contexto de nuestro mundo. Es muy importante iluminar plenamente ese instante en que quedó sellado el sacramento del matrimonio, pues es a partir de esta fuente que brotará la gracia para irradiar toda nuestra historia.

2. Volviendo a decir "sí", asumimos nuestra historia común pasada

En aquél que rompe una unión debidamente contractada, hay a menudo una voluntad -más o menos consciente- de romper con todo el pasado, de renegardo; y algunos, a causa de esto, llegarán hasta rechazar el volver a ver a sus propios hijos... Pero nosotros mismos podemos vernos tentados a olvidar nuestro pasado común, para escapar a un sufrimiento demasiado vivo, sobre todo si la vida conyugal ha sido un tiempo de pruebas dolorosas, de conflictos penosos...

El Señor, poco a poco, nos reconcilia con nuestra historia pasada haciéndonos descubrir cuándo él estaba presente, aun cuando nosotros no éramos conscientes; y volver a decir "sí" hoy es, para nosotros, aceptar el poner bajo su mirada de Misericordia toda esta parte de nuestras vivencias, con sus sombras, pero también sus tiempos luminosos. Entonces el Señor cura y convierte nuestro modo de mirar nuestra historia, de mirar a nuestro cónyuge y de mirarnos a nosotros mismos.

Respecto a nuestra historia común, nos invita en primer lugar a apartar nuestros ojos de lo negativo que nos obsesiona, para considerar más bien los acontecimientos positivos y felices que hemos vivido juntos -siempre los ha habido. (Por otra parte, es un modo de actuar que lo aconsejan los mismos psicólogos, o los partidarios del pensamiento positivo). Por esos momentos de luz, el Señor nos conduce a dar gracias, y es en este sentido especialmente que nos es posible vivir la alabanza en nuestra prueba. Detrás de todos estos instantes de alegría y de auténtico amor, el Espíritu Santo estaba presente, es justo que lo reconozcamos y le demos gracias al Señor.

En cuanto a los aspectos y hechos negativos, nos hacen daño sobre todo si han sido provocados por nuestro cónyuge; por eso el Señor nos pide expresamente entrar respecto de él en una actitud de perdón. Realmente es el perdón que más procura la paz del corazón, es del perdón que nos viene la curación de las heridas afectivas provocadas durante la vida común; es el perdón que hace posible una mirada nueva, positiva, de nuestro cónyuge.

Y luego el Señor nos conduce a reconocer nuestros límites humanos que han estorbado la comunicación en el matrimonio, nuestras propias responsabilidades en el fracaso de nuestro hogar, nuestras viejas heridas, nuestros pecados. Mientras todo está en carne viva, este reconocimiento es imposible. Apaciguado por la experiencia de la Misericordia de Dios, por el perdón recibido del Padre y dado al cónyuge, no solamente uno ya no teme exponer al Señor sus heridas y sus pecados, sino al contrario uno desea más bien verlos subir, porque se está seguro de recibir del Padre, por Jesús y en el Espíritu, curación y reconciliación.

3. Volviendo a decir "sí", asumimos nuestra separación y nuestro divorcio

Nuestra vida en común ha acabado en la crucifixión de la separación o del divorcio. Ahora bien, lo sabemos perfectamente, aun después de años algunos no llegan a aceptar este traumatismo, y esto no les permite volver a decir "sí" de forma auténtica.

Aquí es necesario distinguir al máximo el nivel afectivo y el nivel espiritual, cosa que no llegan a hacer quienes quedan bloqueados en este punto. Llegar hasta el final del Amor cuando uno se encuentra frente a la separación y el divorcio, es decir al mismo tiempo: "sí, creo en la unidad indestructible de nuestro matrimonio, sellado en Dios el día de nuestro matrimonio" (nivel espiritual); y "sí, respeto la libertad de mi cónyuge y su opción actual de independencia", como el Padre de la parábola dejó ir a su hijo pródigo (sea lo que sea lo que le costó afectivamente), sin dejar por eso de amarlo y de desear reconciliarse con él. En esta perspectiva, -voy a hacer una afirmación loca para el mundo, y escandalosa para los fariseos- la mejor prueba de Amor que nosotros podemos dar a nuestro cónyuge cuando está absolutamente decidido al divorcio, es aceptado, pues así le mostraremos hasta qué punto respetamos su libertad.

Haciendo esto, creemos que este caminar humano no pone en discusión lo esencial en el nivel espiritual: nuestra unidad místicamente realizada, y continuamos deseando una reconciliación. Concediendo el divorcio a nuestro cónyuge, no claudicamos respecto a nuestra responsabilidad para con nuestro matrimonio. Reconocemos solamente que somos radicalmente impotentes para llevar a nuestro cónyuge a la renovación de la Alianza; pensamos que las leyes humanas también lo son; por eso colocamos nuestra esperanza únicamente en la Omnipotencia del Señor para quien nada es imposible, y que sabrá bien, por múltiples caminos, tocar el corazón de nuestro cónyuge.

Entonces encontramos la paz, y recibimos la gracia de vivir serenamente nuestro presente. En efecto, sólo la aceptación de la situación (no del principio) de la separación o del divorcio impide la rebelión o el desánimo, y quita la carga emocional unida a este acontecimiento; y el Amor que es su motor transfigura nuestra prueba, nos conduce a la alegría pascual. Dejamos de hacernos la víctima, y asumimos libremente un estado que no hemos escogido, ciertamente, pero que está ahí, y que es nuestro "lugar" para encontrar al Señor hoy, nuestro camino de santidad.

4. Volviendo a decir "sí", miramos el futuro con esperanza

Mientras uno está con un sentimiento de fracaso, y mientras no ha descubierto la profundidad del sacramento del matrimonio, uno está tentado por la desesperación respecto al futuro. ¿Qué sentido tendrá de ahora en adelante esta vida rota por el divorcio? En los testimonios que aparecen aquí y allá, esta pregunta hiriente es claramente perceptible. Y esta angustia empuja muchas veces a fundar un nuevo hogar para llenar este boquete, y esconder el vacío dejado por la ausencia del cónyuge.

Poniendo toda nuestra confianza en el Señor, redescubrimos que nada le es imposible; que, como él ha tocado nuestro corazón, puede también alcanzar el de nuestro cónyuge; que en respuesta a nuestra oración, está actuando para reconciliar nuestro matrimonio. De este modo, cuando Satanás busca dividirnos, desesperamos, debemos reaccionar con una confianza inquebrantable en nuestro Padre, y un Amor de perdón por nuestro cónyuge, para vivir de ahora en adelante en la esperanza de nuestra reconciliación.

Solamente que no podemos saber cuando lo reconocerá: habrá también en esto "obreros de la hora undécima". Quizá ni siquiera sabremos nosotros si lo ha reconocido, pues es el secreto de su relación con Dios... Por eso debemos ser muy pacientes, vivir en la fe y en la esperanza, y aprovechar este tiempo de prueba para convertirnos y dejarnos santificar, recordando que a los ojos de Dios "mil años son como un día" (2 P 3, 8), y "que los sufrimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que debe revelarse en nosotros" (Rm 8, 18).

Llegaré hasta afirmar que, para algunos de nosotros, es bueno si esta prueba se prolonga un poco, pues, en este crisol, al fuego del Espíritu, nuestro Amor se purifica, nuestro deseo de reconciliación crece. Todos tenemos nuestras heridas profundas, nuestra parte de responsabilidad en el fracaso de nuestro matrimonio. Estamos tentados de no reconocerlo. Por eso, si la reconciliación llegase demasiado rápida, tendría el peligro de ser superficial; los verdaderos problemas quedarían enterrados en vez de ser resueltos, y la pareja no volvería a empezar sobre bases sólidas. (Es por esto que más de la mitad de los segundos matrimonios fracasan.) Por otra parte, para algunos la vida en común era un tal infierno que los destruía; y les hace falta tiempo para reconstruirse en la paz, antes de poder pensar en una reconciliación y. quizá, en una vuelta a la vida en común.

Sin embargo, el principal obstáculo a la reconciliación es la libertad del otro, su actitud de rechazo. Dios, a pesar de ser el Todopoderoso, en su Amor no violaría nunca la libertad de nuestro cónyuge. Pero puede actuar más o menos fuerte -y sólo él lo puede- para tocar el corazón de él en respuesta a nuestra oración. Más nosotros se lo pedimos, y más, misteriosamente, puede obrar en nuestro cónyuge, en virtud del sacramento del matrimonio. A la inversa, si cerramos nuestro corazón a nuestro cónyuge, si le negamos nuestro perdón, Dios mismo no puede tocar su corazón por el canal privilegiado de nuestra fidelidad, y nosotros tomamos una pesada responsabilidad: pecamos por omisión.

Avancemos, pues, resueltamente por el camino del "sí" que permite a Dios continuar llamando nuestro cónyuge de modo particular a la reconciliación y a la renovación de la Alianza. Contribuimos así por nuestra parte a la obra redentora de Jesús, al sacerdocio real que es el nuestro por nuestro bautismo, y que se realiza en nosotros en primer lugar en nuestra familia. Entonces, estemos seguiros, podremos experimentar la alegría pascual, y a menudo podremos ver, en nuestro cónyuge, pequeños signos de la acción de Dios, que son los frutos de nuestra actitud de perdón.

Fe - Esperanza - Amor

Nuestra esperanza es más fuerte que la muerte: cuando volvemos a decir "sí" a nuestro cónyuge, afirmamos nuestra voluntad de volver a ver la unidad de nuestra pareja, ya místicamente realizada el día de nuestra boda, desarrollarse en el Reino, más allá de la muerte, y abrirse totalmente a la comunión con todos los hombres que el Padre ha reconciliado con él por el Hijo, en el Espíritu, y reunido en el Cuerpo-Esposa de Cristo (Cf. Ap 21, 1-7).

Permitidme, para acabar, tomar la oración que hemos compuesto para la renovación de nuestro "sí":

"Padre eternamente fiel, hace 17 años, María y yo sellamos libremente ante ti una Alianza que hiciste eterna en tu Hijo Jesucristo. Después nos hemos separado. Pero yo creo que nuestra unidad permanece en ti. Yo renuevo mi voluntad de permanecer fiel a María, en vistas de nuestra reconciliación, y te ruego, en este día, de renovar, por tu Espíritu, mi Amor por ella". Amén.

(Publicado en "Tychique", nº 69, pp. 24-28; traducción de KOINONIA)


La Inspiración Cristiana en la Institución Eclesial
Por el Cardenal Tarancón

En las comunidades cristianas primitivas prevalece, sin duda, el elemento carismático. Nacen al impulso del Espíritu por la palabra y el testimonio de los "testigos cualificados" de la vida, muerte y resurrección de Jesús.

Su misma aparición en un clima hostil -el judaísmo que no quiere reconocer en Jesucristo al Mesías, o el paganismo, que ha inventado "dioses" a su medida- está exigiendo una presencia mayor del Espíritu: una primacía de la "inspiración" sobre la "institución".

Cuando surgen las primeras divisiones entre los creyentes, se hace indispensable reforzar lo institucional -la autoridad de los apóstoles, las normas objetivas- para mantener la unidad y reforzar su apertura evangelizadora a todos los hombres.

Es lógico que lo "institucional" adquiera a través de los años una mayor fuerza. Se multiplican las comunidades; aumenta considerablemente el número de los cristianos; se encarna el Evangelio en culturas distintas, con el peligro de dispersión que esto conlleva, y los apóstoles se ven constreñidos a reunirse en Jerusalén -es éste el primer Concilio de la Iglesia- para precisar algunos extremos que han de ser admitidos por todos. La "inspiración" -el "carisma"- mantiene su vigencia. Es el reconocimiento explícito de la presencia del Espíritu en el Pueblo de Dios. Pero esa inspiración ha de estar "regulada" por el cauce que ha señalado el mismo Jesucristo.

La inspiración es esencialmente "creativa". Será siempre el impulso vital de la Iglesia de Jesús. Pero encierra, por la condición del hombre, un peligro radical: el subjetivismo, siempre pernicioso.

Por eso "lo institucional", que da consistencia y salvaguarda la unidad de la comunidad de los creyentes, que por ser de diversa raza, cultura y condición tiende a potenciar las diferencias con el peligro de la comunión, va imponiéndose con cierta rigidez hasta poner en peligro la mima espontaneidad de la "inspiración"; haciendo prevalecer lo institucional sobre lo carismático por los motivos de seguridad.

Entonces se corre el riesgo de "secuestrar" la inspiración cristiana -los carismas del Espíritu- en nombre de los intereses institucionales; definitivamente, de la seguridad que casi se convierte en el valor supremo.

¿Se había «encadenado» al Espíritu en tiempos pasados en aras de una «instalación más segura de la Iglesia en el mundo», como han afirmado algunos? ¿Se está fomentando ahora el recelo contra la «inspiración» por las tensiones que se han producido dentro de la Iglesia en esta época postconciliar?

Hemos de partir de este principio: la coexistencia en la Iglesia -coexistencia esencial- de estos dos elementos: "carismático" e "institucional", ha de engendrar una tensión permanente. Una tensión que no se puede ahogar por ningún motivo. Una Iglesia sin la vitalidad creadora de la inspiración -de los carismas del Espíritu-, no sería la auténtica Iglesia de Cristo. Tampoco lo sería si se despreciasen los cauces jerárquicos señalados por el mismo Jesús.

Lo institucional es parte esencial de la Iglesia como lo es lo carismático.

Por eso, los auténticos carismáticos: los santos -un San Francisco, un San Ignacio, una Teresa de Jesús- resultan siempre "incómodos", hacen que chirríen, no pocas veces, las estructuras y que la autoridad jerárquica se sienta desbordada.

Ellos han sido, sin embargo, los auténticos renovadores o reformadores -revitalizadores los llamaría más bien- de la Iglesia, en momentos de confusión, desconcierto o "instalación excesiva" del cristianismo.

Es verdad que también han surgido muchas veces "falsos profetas", carismáticos insolentes, "reformadores soberbios" que han sido causa de muchos males para la comunidad de los creyentes en Cristo.

Por eso y para eso estableció Jesucristo la autoridad jerárquica en la Iglesia, dándole un carácter institucional, que es indispensable tratándose de una comunidad integrada por hombres, siempre limitados y excesivamente subjetivos.

Y habrá de ser la jerarquía la que definitivamente confirme la autenticidad de las inspiraciones y de los carismas. Pero es tan fácil que tratándose de "hombres prudentes" -los que dirigen la Iglesia- se sacrifique la creatividad fruto de la inspiración a la seguridad humana que dan las estructuras institucionales...

Por eso dice el Concilio que "quienes presiden la Iglesia" tienen como primera obligación "no apagar el Espíritu"; no poner trabas excesivas a las inspiraciones del Espíritu.






(Publicado en "Vida Nueva", nº 1668, p. 9)