Varios temas

RENOVACION DEL MINISTERIO SACERDOTAL

La problemática sacerdotal ha sido de lo más delicado y preocupante para toda la Iglesia en esta época posconciliar. Es mucho lo que se ha discutido y escrito, pero el problema persiste.

La carta, que con motivo del Jueves Santo, acaba de dirigir a todos los sacerdotes de la Iglesia Juan Pablo II, con la convicción y sabiduría que tanto le caracterizan, aborda luminosa y esperanzadamente los aspectos más importantes.

En este número se habla de la II Semana de R.C. para Sacerdotes celebrada en España, en la que han participado unos 105 con resultados tan admirables. Algo de gran trascendencia ha empezado a manifestarse en la Iglesia que nos está llevando a una renovación en profundidad del sacerdote y que promete aportar un fuerte soplo de Pentecostés sobre todo el Pueblo de Dios. Como ya se ha dicho, nosotros no podemos dirigir el viento, pero sí orientar nuestras velas.

Nos parece vislumbrar ya una revitalización de su figura en medio de la comunidad cristiana, como hombre lleno del Espíritu, con una mayor toma de conciencia de su función y del don tan extraordinario de Dios que representa, lo cual hará sentir más que nunca su necesidad.

Sin el menor asomo de triunfalismo, sino por la gran fe que tenemos en "la Promesa del Padre “ (Hch 1,4) y en que "el Señor es el Espíritu” (2 Co 3,17) que actúa con gran poder, podemos constatar una contribución peculiar de la R.C. para la renovación del sacerdote en los siguientes aspectos:

1º. En la dimensión personal:
- Experimenta intensa necesidad de vivir en verdadera intimidad con el Señor como la única relación coherente con la vocación por la que fue llamado. Por encima de todo fue una mirada de amor la que le invitó (Mc 10,21). Todos los problemas y aspectos de su realidad de pastor podrían quintaesenciarse en la triple pregunta que Jesús dirigió a Pedro: “¿me amas?» (Jn 21,15•17). Sin duda que ha sido una pregunta no contestada y la hemos silenciado con interminables planteamientos y discusiones teóricas.

Para muchos esta aproximación del problema les podrá parecer caer en pura ñoñería, pero, por ejemplo, en los casos de crisis profundas de fe o de conflictos afectivos, que han provocado tantas deserciones, vemos que lo que el sacerdote necesita por encima de todo es amar intensamente y sentirse amado, tal como él está llamado, so pena de llegar a la situación de no hallar sentido a su vida.

- A todo esto acompaña un redescubrimiento más vivencial de su propio carisma: compromiso para trabajar por el Reino de los cielos, sintiendo que el celibato, más que renuncia, es una entrega gozosa de generosidad y un don del Espíritu, que, por una mayor disponibilidad para todos, le capacita de forma singular para construir y pastorear la comunidad. De aquí el anhelo de dejarse llenar más y constantemente del Espíritu del Señor, de ser contemplativo, y hombre de interioridad y alabanza.

2º: En los aspectos estructurales o de su ministerio:
- El sacerdote que plenamente se integra y camina en esta Renovación del Espíritu experimenta un enriquecimiento y potenciación de su ministerio, "ministerio glorioso del Espíritu” (2 Co 3,8).

- Lo cual le devuelve una confianza perdida, no en lo que él es humanamente considerado, pues Dios siempre escoge, “lo débil del mundo” (1 Co 1,27), sino en lo que él ha recibido con tanta abundancia, en “la fuerza tan extraordinaria” que encerrada en "recipientes de barro» (2, Co 4,7) debe funcionar como "una demostración del Espíritu y del poder” (1 Co 2,4).

- Por mucho protagonismo que en buena hora han asumido los laicos, vive profundamente su identidad dentro del pueblo de Dios. Muchas veces ha tenido que decir como dijera San Agustín: “con vosotros soy cristiano”, y ponerse al mismo nivel de todos los hermanos en la oración humilde, en la transparencia, en la corrección fraterna y hasta en el sometimiento, pero más que nunca ha sentido la necesidad de actuar y presentarse “débil, tímido y tembloroso” (1 Co 2,3), como el hombre de todos, en el que antes que al intelectual, o al administrador o al funcionario burocrático, o al ilustre profesor o al militante político, todos puedan hallar al hermano, al hombre de Dios, al verdadero pastor, lleno del don de sabiduría y discernimiento, que irradia el Espíritu y el amor de Cristo, y al que se puede acudir para encontrar vida y experiencia de Dios.

Siente que el Señor lo utiliza y que toda celebración litúrgica en la que él actúa se ha de tomar con más tiempo, serenidad y clima de oración y que, lejos de ser acción puramente ritualista, fría y cosificada, por muy impecable que se realice técnica y estéticamente, tiene que ser acción y "palabra de fe”, encuentro con el Señor que sigue sanando, acogiendo, consolando y derramando su Espíritu.

La experiencia del Espíritu lleva a descubrir y experimentar la Palabra de Dios como “Palabra de salvación” (Hch 13,26), “que permanece operante” (1 Ts 2,13) y basta proclamarla para que produzca fruto (Hch 10,44) por sí misma. Por esto vive en una actitud y mentalidad distinta que hasta se manifiesta en el lenguaje y los signos.

3º. En relación con el mundo y la sociedad de hoy:
En tanto en cuanto hay relación profunda con el Señor es posible situarse en la misma línea en la que El se presentó, sin complejos ni temores, sino en disposición gozosa de hasta “sufrir ultrajes por el Nombre” (Hch 5,41) y pasar por el mundo «haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38), como mensajero de paz, esperanza y vida divina.

Con esto no queremos afirmar que el sacerdote que está en la R.C. haya logrado ya todo esto, pero lo que importa es la nueva perspectiva y orientación hacia la que se siente encaminado, la renovación que experimenta en su ministerio y todo lo que pasa en su vida, cuyo testimonio es necesario saber escuchar.

Esta inesperada contribución a una renovación sacerdotal y también a la promoción de nuevas vocaciones para todos los ministerios en la Iglesia justifica ya por sí sola el paso de esta nueva corriente del Espíritu. Es preciso saber observar los nuevos signos.

Desde estas páginas, con humildad, respeto y amor, pero con una fe y certeza, quisiéramos hacer llegar este mensaje de manera especial hasta nuestros Pastores. No les pedimos que nos crean en todo, de momento, pero sí que tomen en consideración la buena nueva de hambre de Dios, fidelidad y entusiasmo que se empieza a dar en la vida de muchos sacerdotes.







CRECIMIENTO, MADUREZ Y FRUTO EN LA VIDA CRISTIANA DEL ESPÍRITU

Luis Martín

El plan y deseo amoroso de Dios es comunicarnos su misma Vida.

El Hijo de Dios, el Verbo en el que “estaba la Vida, y la Vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4) para esto se encarnó: “Yo he venido para que tengan Vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

Con “multiforme sabiduría” (Ef 3,10) y superabundancia de medios Dios derrama sus dones y bendiciones para que todos “sellados con el Espíritu Santo de la Promesa” (Ef 1,13) lleguemos de verdad a estar “en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,31.

Es el plan de la comunicación de la Vida Divina.

La Palabra de Dios nos dice que en este plan Dios ha puesto una ley normal y general: la ley del crecimiento.

Es significativo el número de parábolas que nos hablan del crecimiento: el grano de mostaza (Mt 13,31-32), la levadura (Mt 13,33), los talentos (Mt 25,14-30) o su equivalente, las minas (Le 19.11-27), la semilla que crece por sí sola (Me 4,26-29), la higuera estéril (Le 13,6-9), la alegoría de la vid verdadera (Jn 15,1-8).

Es voluntad expresa de Dios, es el deseo ardiente del “Espíritu que El ha hecho habitar en nosotros” (St 4,5) que en cada uno de sus hijos, y asimismo en cada comunidad, en cada iglesia, haya constante crecimiento y desarrollo.

No crecer es parar la vida y frustra el designio que Dios tiene sobre cada uno de nosotros en los que quiere complacerse amorosamente reconociendo el rostro de su “Hijo amado”.

Todo lo cual, por otra parte, nos ayuda a formarnos una idea más elevada de lo que somos, no por nosotros mismos, sino por lo que Dios ha hecho y puesto en nosotros y por lo que significamos para El. Por eso quiere que amemos y sepamos apreciar en su debido valor cuanto El ha depositado en nuestras almas, pues nos “ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia” nos ha envuelto (Is 61, 10). Es así como gozándonos en El, debe cada uno amarse a si mismo, con amor de agradecimiento y reconocimiento del don divino.

CRECER PARA SER ADULTOS EN LA FE

En la vida del Espíritu el crecimiento es aun más importante y vital que en la vida natural. O se crece o se muere. No avanzar es retroceder.

No basta haber recibido y estar ya gozando la vida de Dios. Ha de crecer en nosotros. La efusión del Espíritu es algo que pasa muy pronto si no hoy crecimiento.

Pablo decía a los cristianos de Efeso que habían empezado con una experiencia muy fuerte del Espíritu: “no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error, antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquél que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4,15).

En contra de lo que pudiera parecer y sería lógico esperar de nosotros, a veces no queremos crecer, no tenemos gran interés en aumentar la Vida del Espíritu en nosotros ni hacer producir los dones que hemos recibido. Esto puede ser porque nos aferramos a nuestra independencia y comodidad, o por querer vivir nuestra propia vida para nosotros, o porque buscamos escapar de las complicaciones, sufrimientos y exigencias que nos han de sobrevenir.

Según el Evangelio, este apego a nuestras seguridades o a la propia comodidad en la que estamos instalados supone perder la Vida, y perder, en cambio, aquello otro es ganarla: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por Mi y por el Evangelio, la salvará” (Me 8,35).

Cada vez que nos resistimos a salir de nosotros mismos, a tener que viajar, a dormir menos, a responder a esta o aquella llamada, a atender a este hermano que necesita venir a hablar conmigo, a dedicar tanto tiempo a reuniones de trabajo que nos podrían parecer fatigosas y de poca fruición espiritual, etc., nos negamos a crecer y a poner en uso los dones recibidos.

Nuestras faltas y pecados deliberados es lo que más impide el crecimiento, sobre todo cuando se llega a la dureza de corazón o a cualquier forma de esclavizamiento espiritual. Dejarnos dominar de la ira o del mal humor, por ejemplo cuando vamos conduciendo entre el complicado tráfico de la ciudad, o de cualquier forma de aversión hacia alguien: todo esto es de lo que más maltrata y destruye al hombre interior, contribuyendo a su vez a cierta forma de envejecimiento no sólo espiritual sino también humano. Seria interesante profundizar para ver hasta qué punto nos envejece el pecado, aun cuando nuestro físico parezca estar en toda su lozanía y esplendor. San Pablo decía a los Corintios: “Os di a beber leche y no alimento, pues todavía no lo podíais soportar. Ni aun lo soportáis al presente, pues todavía sois carnales. Pues mientras haya entre vosotros envidia y discordias ¿no es verdad que sois carnales y vivís en lo humano?” (1 Co 3,2-3).

Cuando, por el contrario, acogemos en nosotros la vida divina y dejamos que el amor se desarrolle en nosotros, empezaremos a sentirnos liberados y renovados, empezamos a rejuvenecer: “el hombre interior se va renovando de día en día” (2 Co 4,16), como se experimenta en aquellos que empiezan a vivir la vida del Espíritu de una forma más intensa y desconocida antes para ellos. Así es posible recobrar el tiempo perdido y hasta la inocencia inicial de nuestra vida.

Si no crecemos, estamos en estado de retroceso, de envejecimiento. “Creced ", se nos dice, “para la salvación” (1 P 2,2), “creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P 3,18).

Supuesta la primera conversión y todos los medios de crecimiento que se nos inculcó en la séptima semana del Seminario de introducción a la Vida del Espíritu, el crecimiento, para llegar a 1a adultez espiritual, supone:

- aceptación y acogida constante de la Vida y los dones con corazón agradecido;

- entrar en el compromiso del Amor, es decir, ratificar la Alianza de Amor que el Señor ha contraído ya;

- correspondencia o fidelidad a sus exigencias;

- lo cual implica caminar en fe, en dependencia de la voluntad de Dios, que se aprende a descubrir y amar.

HACIA LA MADUREZ: “HASTA LA TOTAL PLENITUD DE DIOS” (Ef 3,19)

Podemos comprender lo que significa la madurez espiritual si nos fijamos en algunos elementos esenciales que la componen:

1º. Cierta estabilidad en nuestras relaciones con el Señor, principalmente en el trato íntimo o vida de oración que se convierte en hábito.

2º. Estilo de vida evangélico en escucha constante de la Palabra y en respuesta a sus exigencias.

3º. Integrar en la propia vida la experiencia del Espíritu, es decir, que aquella no se quede en hecho aislado, sino que llegue a afectar a la conducta total. En otras palabras, que se transforme en actitud, ya que la actitud, más que los hechos concretos, es lo que nos define. Integrar es armonizar y compaginar en nosotros lo humano y lo divino, de forma que no haya disyunción, por ejemplo, entre vida de oración y compromiso por los demás, o entre vida afectiva y alabanza, ni cualquier desajuste importante consigo mismo. De esta manera la vida del Espíritu no se reduce a sus manifestaciones entusiásticas y extraordinarias, sino que caracteriza y define la vida de cada día, personal y comunitaria, aun en aquellos momentos en los que la emoción brilla por su ausencia.

En tales momentos el que está lleno del Espíritu puede mantenerse en una paz y serenidad como ni el mundo ni la psicología la pueden dar, en una afabilidad y gozo que no dependen de las circunstancias favorables, y que “nadie os podrá quitar” (Jn 16,22).

4º. Pasar por purificaciones y persecuciones: con ellas se desarrolla mucho más la fe y la confianza en Dios.

5º. Compartir la vida del Espíritu en sentido comunitario. La R. C. siempre ha puesto un acento especial en el compartir. Cada miembro debe saber compartir dentro del grupo, en el pequeño grupo de profundización o fraternidad, en la comunidad.

También sentir la necesidad de compartir con los hermanos de otros grupos que quizá no tengan los mismos hábitos que nosotros, y de los que podremos enriquecernos por la diferente experiencia que tengan del Señor.

Si nos quedamos en nosotros mismos, contentos de nuestro pequeño círculo, ponemos impedimentos a las posibilidades de crecimiento. Compartir con todos los hermanos que podamos los dones gratuitos de Dios es saber construir comunión entre los hombres, pues el hombre de Espíritu tiene que ser artesano de paz (Mt 5.9). Y por donde quiera que vaya ha de ir creando comunión. El criterio de autenticidad de la vida en el Espíritu son los frutos de unidad y comunión.

6º. Participación en la construcción del Cuerpo de Cristo de acuerdo con los dones recibidos y el ministerio de servicio que le sea propio. Las formas de participación son múltiples y cada uno está llamado a buscar y encontrar su puesto, y no esperar pasivamente.

Este elemento de la madurez espiritual nos habla más de dar que de recibir, de ser canal transmisor de lo mucho que se nos ha dado, de ser “obreros del Reino” porque el Espíritu es fuerza y dinamismo que nunca nos dejará pasivos.

ALGUNAS MANIFESTACIONES DE FALTA DE MADUREZ

Es necesario que sepamos tener una capacidad crítica respecto a nosotros mismos. Necesitamos transparencia y corrección fraterna para reconocer y confesar nuestros fallos.

Un capitulo frecuente de fallos proceden de la falta de humildad y sumisión, en lo cual se manifiesta nuestro afán de independencia y o de protagonismo, y todo deriva en falta de unidad o impide que todos marchemos a una, única forma de poder construir el Cuerpo del Señor.

La piedra de toque de nuestra humildad es la capacidad que tenemos de recibir con sencillez y sin entristecernos la corrección de nuestros hermanos. Quizás en este punto fallamos todos.

Con respecto al Señor: la seguridad que tenemos en nosotros mismos tiene su típico disfraz: “el Señor me ha dicho a mi... ", o “ahora veo claro lo que el Señor me pide a mí…”, sin tener en cuenta el discernimiento de la comunidad y de los responsables. También puede ser nuestra pasividad y el no utilizar los medios que tenemos a nuestro alcance lo que nos hace decir: “ya lo hará el Señor” o “¿qué querrá el Señor con eso?”. O nuestra falta de fe y perseverancia se manifiesta diciendo: "ya se lo pido, pero el Señor no me oye”.

En relación con los hermanos: nos cuesta mucho aprender una lección importante: los defectos de los hermanos son también mis propios defectos. Cuando no estamos verdaderamente centrados en el Señor empezamos a mirar con sentido crítico y todo lo encontramos fatal, tanto lo que se dice, como lo que se canta y las personas que intervienen. Entonces es muy mal consejero el subjetivismo: pensar que las cosas son como a mí me parecen.

Si estamos en el Señor, en corazón contrito y humillado, todo resulta diferente. Cuando decimos:”si está fulano a mi lado, yo no puedo orar, me quita la paz”, o. "coarta mi oración y me impide abrirme”: el problema no es suyo, es mío; soy yo el que le está rechazando.

Otra manifestación de falta de madurez es dejarme llevar de la sensibilidad o de la simpatía: buscar las personas agradables o aquel grupo donde predominan los jóvenes, o medir la calidad de la oración por la intensidad de los cantos y las manifestaciones efusivas.

Cuando me encuentro en un estado o situación de decaimiento o de infidelidad me cuesta mucho asistir al grupo, tengo que vencer una gran resistencia y fácilmente me excuso. Ante las preguntas de los que se interesan y preocupan por mi, suelo exclamar: “¡ya estoy con el Señor...!", o, “no me siento acogido”, “no me comprenden”, “no recibo nada del grupo...!”, “no cuentan conmigo”, o llorar porque no me comprenden, o disgustarme porque no me eligieron para aquel cargo... ?o enfadarme cuando alguien disiente de mí, y decir enseguida que no me como prenden: en todos estos casos lo que hacemos es arrojar contra los hermanos nuestro problema o complejo, objetivándolo en su falta de amor, y yo me quedo tan justificado y tan tranquilo.

A todos nos llega en un momento o en otro la tentación de dejarlo todo y volver a nuestra vida cómoda y tranquila de antes. Para estas situaciones el espíritu del mal ha sabido también escoger su frasecita, y como en muchísimas ocasiones recurriendo a la Palabra de Dios: “¡Yo tengo que desaparecer!”. Y casi siempre que se dice esta frase cae muy bien. Pero lo que el Señor quiere verdaderamente de nosotros es gente entregada y siempre dispuesta y disponible, con ganas de trabajar para Él y los hermanos.

A nivel de grupo: falta de madurez es discutir las decisiones del equipo de servidores, en vez de tratar con ellos en espíritu de humildad y colaboración.

En la reunión de oración es fácil caer en la rutina o el formalismo. Si las personas no están centradas en el Señor, si no hay oración privada además de la comunitaria, si tampoco lectura frecuente e “inteligencia de las Escrituras”, entonces la oración del grupo se resiente y resulta vacía y formalista. La alabanza se convierte en frases hechas.

Cuando predomina la falta de interioridad en los hermanos, el grupo queda lastrado. Y esto ocurre porque no hay silencio interior. Domina el ruido de las preocupaciones, de los sentimientos excitados, de la emotividad impulsiva o de una sensibilidad incontrolada: todo esto ocupa y contamina el plano de la conciencia; es una situación en la que fácilmente discutimos o nos enfadamos por cualquier cosa. Sin el silencio interior no se puede orar en grupo.

Sin el silencio interior, el exterior resulta embarazoso y molesto porque denota vacío. En cambio cuando hay silencio interior, el silencio exterior es silencio compartido, lleno de presencia del Señor y de contemplación, y es verdadera alabanza.

En la forma de dar los testimonios se aprecia también la madurez: no es necesario exagerar nada, ni los propios defectos o las “fechorías” de la vida antigua, ni tampoco lo que hizo el Señor. No hemos de buscar excitar la hilaridad del grupo: entonces el testimonio se convierte en alabanza de sí mismo, más que del Señor. Hace falta humildad, sinceridad en la verdad, modestia, sencillez y naturalidad. Huir de los detalles superfluos e ir a lo esencial. No es lo inaudito, lo sensacional, lo grandioso, sino las cosas sencillas dichas con humildad y amor lo que mejor puede edificar. A veces andamos con excesiva timidez para testimoniar del Señor. Todos hemos de estar dispuestos y ansiosos de compartir y contar las misericordias del Señor.

DAR FRUTO ABUNDANTE

La madurez de una vida coincide con el momento de dar fruto.

La madurez encierra siempre en sí un anhelo de creación, de dar fruto. Dios ha comunicado al hombre la posibilidad y el deseo de participar él también en la obra creadora, de propagar la vida y poder siempre proyectarse más allá del tiempo y el espacio.

En el Reino de Dios el Espíritu hace sentir de la misma manera el deseo de sembrar, construir, comunicar vida, en una palabra, de dar fruto.

"Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
El Señor tiene pleno derecho a esperar y exigir el fruto, como de forma tan expresiva nos muestra la canción de la viña (Is 5.1-7) y la parábola de la higuera (Lc 13.6•9). En toda la Biblia vemos que el Señor es siempre exigente a la hora de pedir el fruto. Es severo con el siervo que enterró los talentos por miedo a correr un riesgo. Parece como si Jesús aceptara y perdonara todo, incluso el adulterio, pero es tremendo lo que dice al siervo que tuvo miedo, en contraste con las consoladoras palabras y la gratificación que hay para los que supieron utilizar y hacer fructificar sus talentos.

Y esto, hasta el punto de que “todo árbol que no dé buen fruto es cortado y arrojado al fuego” (Mt 7,19), y “a todo sarmiento que no da fruto, el viñador lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15,2).

Al pueblo escogido, que no llega a dar el fruto que de él cabria esperar, Jesús le dice terriblemente: “Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21,43).

Si nosotros hemos recibido tal abundancia de dones ordinarios y extraordinarios, es para que “cada cual los ponga al servicio de los demás” (1 P 4,10): para servir a los hermanos. Si la motivación es el amor, hemos de pedir al Señor que nos use en todos los dones y carismas que El quiera, y esto lo podemos hacer con confianza y sin miedo, porque el ejercer los dones espirituales no es señal de santidad, sino un servicio o ministerio. No son los dones, ni siquiera los extraordinarios, los que constituyen la prueba de la santidad, sino el Amor.

El servicio es una forma de dar fruto: “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5,9).

Sólo podremos vivir “de una manera digna del Señor, agradándole del todo”, si estamos “fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col 1,10).
El fruto entonces viene a decantarse en la santidad: “fructificáis para la santidad” (Rm 6,22) y “ésta es la voluntad de Dios” (1 Ts 4.3).

Elegidos “antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el Amor” (Ef 1,4), no podemos glorificar a Dios si no es dando fruto (Jn 15,8), ni tampoco ofrecerle el “sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre, si no es en santidad, haciendo el bien y ayudándonos mutuamente: “esos son los sacrificios que agradan a Dios” (Hb 13.16), porque, lo tenemos que recordar muchas veces, “Dios nos llamó a la santidad” (1 Ts 4,7).




10 CONSEJOS PARA UNA VIDA RECONCILIADA

M. BASILEA SCHLINK



1.- ¿Qué tengo que hacer si no me dan la razón y yo creo tenerla?

Lo primero que debes hacer es aceptar la reprimenda o reproche que hayas recibido, en vez de tratar de justificarte o pretender salir del apuro con mucha palabrería.

Ora en silencio, pidiendo al Señor que te de el Espíritu de verdad, déjate conducir por El para ver claro hasta dónde tienes tú parte de culpa en el error que se te atribuye o en tu comportamiento. Déjate convencer de culpabilidad, es decir, de lo que Jesús llama «ver tu propia viga» (Mt 7). Si a pesar de haberte examinado a conciencia no encuentras ninguna equivocación, entonces pide a Dios que te ilumine acerca de si has de poner la cosa en su punto o si lo has de soportar y dejarlo.

2.- ¿Qué tengo que hacer cuando he hecho mal, pero no me sabe mal; o sea, cuando he pedido durante tiempo que Dios me dé arrepentimiento, pero no lo siento?

El arrepentimiento ha de ser pedido porque no es propio de nuestra naturaleza. Es la «tristeza según Dios» y por esto puede ser causada solamente por Dios. Cree siempre en la redención de Jesús y alaba de nuevo la sangre de Jesús que puede ablandar los corazones más duros, y ocurrirá según tu fe. Ponte bajo la mirada de Jesús para que te enseñe como a Pedro, a quien «Jesús le miró... y, saliendo afuera, lloró amargamente».

¿Y si lo hago y no me sirve de nada?

Generalmente es tan largo el camino de vuelta como el de ida. Si hemos vivido mucho tiempo sin arrepentimos y hemos despreciado muchas advertencias al respecto, hace falta que ahora, por bastante tiempo, tengamos disposición de esperar recibir la gracia de un corazón quebrantado. Pedir arrepentimiento es una petición según el corazón de Dios y será escuchada con toda seguridad, pero en el tiempo de Dios.

3.- ¿Qué tengo que hacer cuando el arrepentimiento llega demasiado tarde y no puede arreglarse nada?

Mientras vivimos, el arrepentimiento nunca llega demasiado tarde. Las lágrimas de arrepentimiento no solamente riegan nuestro presente, sino también nuestro pasado. Confía en la sangre de Jesús que lo borra todo. Piensa en María Magdalena. El «vete en paz» que Jesús le dijo no sólo abarcaba el perdón, sino también la transformación de todas las consecuencias que le había traído el pecado.

4.- ¿Qué tengo que hacer cuando he pedido perdón a otras personas y después de algunas semanas se reproduce otra vez la amargura?

Dios no sana superficialmente, sino que quiere quitar el veneno de raíz.

Cuanto más tiempo dura este proceso del combate de fe, más grave era el mal que se sufría. Por esto, no te canses cuando te sientas arrastrado a la tentación de pensamientos amargos. Clama, día tras día, pidiendo por el poder de la sangre de Jesús poder vencer tu tendencia a tener compasión de ti mismo y tú querer tener razón.

5,- ¿Qué tengo que hacer cuando he pedido perdón a alguien y todavía no se ha allanado todo?

Pregúntate entonces si tu humillación era verdadera y si tu arrepentimiento era lo suficientemente profundo. A lo mejor sólo quisiste vencer una desavenencia y por eso procuraste llegar a unas paces rápidas. Sigue orando. A veces Dios endurece el corazón de otra persona para que tú aprendas a ponerte más bajo la mano poderosa de Dios, humildemente y esperando, hasta que la otra persona te dé su perdón.

6.- ¿Qué tengo que hacer cuando he orado mucho tiempo para que una persona cambie y no cambia?

Pregúntate entonces si del mismo modo que pides que esa persona cambie, está pidiendo que tú también cambies. No pidas en primer lugar para que cesen las dificultades, sino para que tú cambies. Ora que desaparezca el punto pecaminoso de tu vida que Dios desea enseñarte por medio de esa persona difícil. Cuando te arrepientas de tu pecado, vendrá el arrepentimiento de la otra persona, porque el arrepentimiento es contagioso. Lo que tú tienes que hacer es bendecir a Dios y humillarte dentro de ti mismo por la dificultad de carácter que quizá tú mismo también tienes, y amar mucho. El amor es el poder más grande para resolver las discrepancias.

7.- ¿Qué tengo que hacer cuando note que alguna persona tiene algo contra mí, pero no me lo dice abiertamente?

Pregúntate primero si te importa más que Dios tenga algo en contra de ti o que lo tenga otra persona, pues en tal caso significaría que estás delante de personas en vez de estar delante de Dios. Podría ser que este sentimiento -de creer que alguna persona tiene algo contra ti- proviene de tu propio deseo de ser amado y de un afán de imponerte que no te fue correspondido. Pero si orando recibes la confirmación de tu impresión, entonces ve hacia aquella persona para comprobar si tiene algo contra ti, dispuesto a dejarte decir todo lo que le plazca y a reconciliarte con ella cueste lo que cueste.

8.- ¿Qué tengo que hacer cuando pienso que un ruego de perdón no sería prudente por motivos de autoridad y disciplina?

Sé escéptico contigo mismo en este punto. Por humillarse no queda dañada ninguna autoridad; al contrario, queda confirmada por el ejemplo. Si tu humillación es verdadera, entonces el Espíritu de Dios que te dio el humillarte dará también a tu corazón la expresión apropiada que no perjudique ?a la otra persona, sino que la ayude.

9.- ¿Qué tengo que hacer si veo faltas en otra persona y no sé si se lo tengo que decir?

Tienes una gran responsabilidad. La Biblia dice que cuando veas pecar a tus hermanos y no les adviertes, Dios pedirá su sangre de tu mano (Ez 3,18).

10.- ¿Qué tengo que hacer cuando de verdad he hecho todo para una reconciliación con mi prójimo y él la rechaza?

Entonces tienes que querer sufrir como Jesús sufrió a causa de nuestro rechazo hasta la misma cruz. Dite: “necesito esta cruz». Dios quiere con ello hacer que nazca en tu corazón la virtud más sublime, el amar a tus enemigos, y con esto la imagen de Jesús en ti. Si a pesar de orar y bendecir a Dios por tu prueba durante años no se ha producido la unidad, aplícate entonces la palabra consoladora de Jesús: “El discípulo no es más grande que el Maestro, ni el siervo más que su Señor» (Mt 10,24).




Solamente en el "Sí" a la cruz,
en aguantar a personas difíciles,
la injusticia y la enemistad,
nace el amor reconciliador
que busca Jesús en nosotros.