Renovacion carismatica de los sacramentos

TODO PARA EDIFICACION DEL CUERPO DE CRISTO.


Entre las muchas maravillas que podemos admirar del plan de salvación, destaca el hecho de que, desde el momento que acogemos la Palabra y somos bautizados (Hch 2,41), empezamos a formar parte de una gran familia, en la que ya no somos “extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas… siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,19-22). Como piedras vivas entramos “en la construcción de un edificio espiritual» (1 P 2,5).

«Llamados de las tinieblas a su admirable luz, vosotros que un tiempo no erais pueblo y que ahora sois Pueblo de Dios» (1 P 2,9-10).

Esta es la unidad, solidaridad e interdependencia que se establece entre todos los que recibimos el Espíritu del Señor. La Palabra de Dios lo expresa con una gran profundidad: “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12,27).

¡Somos Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo!

Ya no estamos solos en la marejada de nuestras dificultades y peligros, en los desiertos por los que hemos de peregrinar. El Señor y con El la muchedumbre de hermanos que se le han incorporado, una «gran nube de testigos” (Hb 12,1), siempre nos acompañan.

A medida que nos acercamos al Resucitado vamos descubriendo quién es: siempre El y sus hermanos (Hch 9,4•5; 22,7-8; Le 9,48; Mt 25,31-46).

No es posible separar la Cabeza de los miembros y ya «no formamos más que un solo Cuerpo de Cristo» (Rm 12,5). La relación profunda que nos une es la de ser «los unos miembros de los otros» (Rm 12,5).
De aquí nace una de las verdades fundamentales de la vida en el Espíritu que siempre habremos de inculcar en la enseñanza: sin la plena integración en el Cuerpo no es posible mantener vida abundante ni tampoco contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo.

El Paráclito es Espíritu de unidad e integración, y primordialmente fue enviado a la Iglesia, al Cuerpo de Cristo.

Esto fácilmente lo olvidamos, siempre propensos a enfocar la vida en el Espíritu bajo el aspecto personal, postergando su exigencia comunitaria y eclesial.

Si formamos un Cuerpo, no podemos caminar solos, menos aún crecer y madurar, por mucho que se pueda sentir la tentación hacia el elitismo.

El objetivo del plan divino es “reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52), para «que todos sean uno» (Jn 17,21). El acontecimiento de Pentecostés es en sentido inverso al de Babel.

La Renovación Carismática, no nos cansemos de repetirlo, más que experiencia personal del Espíritu, es integración en el Pueblo de Dios y formación del Cuerpo de Cristo.

Si no se llega a esto, por muy profunda que haya sido la experiencia del Espíritu, todo se reducirá a un hecho aislado y anecdótico, árbol truncado que no llega a dar el fruto esperanzado de compromiso y entrega, fuego que se deja extinguir (1 Ts 5,19).

En la edificación del Cuerpo todo funciona de acuerdo con las coordenadas de la unidad, la comunión, el servicio, el sometimiento, el sentido comunitario, y, por encima de todo esto, el Amor “que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14).

Esto exige un mismo actuar, que todos avancemos coordinadamente, y no en sentido disgregador y de dispersión que tan eficazmente haría el juego al espíritu del mal. Todas las líneas de fidelidad al Señor convergen hacia el mismo punto, y los grandes ataques contra su plan siempre tratan de asestar un golpe a la unidad, hasta romper el amor y la comunión: «todo reino dividido contra si mismo queda asolado» (Mt 12,25).

En su impresionante discurso a la Conferencia de Puebla, Juan Pablo II apelaba a los mismos principios cuando afirmaba: “Evangelizar no es para nadie un acto individual ni aislado, sino un acto profundamente eclesial que no está supeditado a un poder discrecional que actúe según criterios y perspectivas individualistas, sino que debe ser realizado en comunión con la Iglesia y sus pastores».

En cualquier grupo o comunidad, “vigente la diversidad de miembros y oficios” (LG, 7), hemos de seguir siempre la tendencia integradora del Espíritu. Con ello fortaleceremos el sentido eclesial de los miembros y evitaremos la dispersión de fuerzas, pero, sobre todo, habremos sabido obviar una gran parte de los problemas que surgen del espíritu individualista.

Si llegamos a ser “un solo Cuerpo y un solo Espíritu” (Ef 4,4), “un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), con “un mismo hablar… una misma mentalidad y un mismo juicio» (1 Co 1,10), podremos llegar a crecer “en todo hasta Aquél que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del Cuerpo para su edificación en el Amor (Ef 4,15-16).




REDESCUBRIMIENTO DEL BAUTISMO Y LA CONFIRMAClON

Por RODOLFO PUIGDOLLERS

SITUACION ACTUAL

En los últimos decenios se ha notado entre los fieles y aun entre los sacerdotes una serie de interrogantes sobre los sacramentos de la iniciación cristiana. Por una parte se sentía una cierta incomodidad frente al bautismo de los niños: algunos lo consideraban una costumbre sin fundamento bíblico, basada en una teología de los siglos V-VI, que acentuaba la necesidad de “borrar la mancha del pecado original”; parecía una ruptura entre el sacramento y la posibilidad de una respuesta de fe personal o un atentado contra la libertad del niño a quien se le hacía cristiano sin su propio consentimiento. Por otra parte se había perdido casi por completo el sentido de la confirmación: Parecía un sacramento sin fundamento bíblico: si ya recibimos el Espíritu Santo en el bautismo, ¿para qué la confirmación?

A toda esta problemática católica hay que añadir el hecho de que para muchos grupos protestantes, al tratar de la iniciación cristiana se habla solamente del bautismo, considerando la confirmación como una costumbre católica sin fundamento bíblico. Por otra parte, en grupos nodenominacionales o en los judíos por el Mesías se habla solamente del bautismo del Espíritu (una efusión no sacramental del Espíritu), considerando el bautismo (de agua) como algo ya superado.

La renovación de la liturgia promovida por el Concilio Vaticano II ha puesto las bases para un redescubrimiento de estos dos sacramentos. Al mismo tiempo, la experiencia carismática está ayudando considerablemente a ver con una nueva luz estos interrogantes y, por lo tanto, a redescubrir el bautismo y la confirmación.


¿CUANDO RECIBIMOS EL ESPIRITU SANTO?

Podemos decir que uno de los frutos principales de la experiencia carismática ha sido el redescubrimiento de la dimensión comunitaria y profética de la fe:

Jesús no sólo quiere salvarme a mí, sino que me llama a construir una comunidad de salvación y a dar testimonio de El. Esto ayuda a comprender cómo en el cristianismo ocurre algo análogo a lo que ocurre en Jesús: nacido del Espíritu, recibe la unción profética en el Jordán. Si la dimensión de la salvación personal del cristianismo, del perdón de los pecados, del nacimiento a una nueva vida, se refleja fuertemente en el simbolismo del sumergirse en el agua o del lavatorio con el agua (bautismo), no podemos decir lo mismo de la dimensión profética de misión y testimonio. Hemos de afirmar que “en el bautismo se nos concede el Espíritu Santo, pero no principalmente con vistas a la salvación de los demás sino en vistas a nuestra propia salvación". (H. MUHLEN, Espíritu. Carisma. Liberación, Salamanca, 1976, pp. 248).

La fuerza del testimonio apostólico nace del Pentecostés: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos” (Hch 1,8). Esta fuerza del Espíritu era pedida por la comunidad primitiva mediante la imposición de manos; así Pedro y Juan oran por los bautizados de Samaria: “Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo” (Hch 8,17). Como dijo Pablo VI, “esta imposición de las manos es justamente considerada en la tradición católica como el inicio del sacramento de la confirmación, que continúa en cierto modo en la Iglesia de Pentecostés” (15 agosto 1971).

Podemos decir, pues, que la iniciación en la comunidad cristiana tiene dos dimensiones: una más centrada en la salvación personal, que se expresa sacramentalmente en el bautismo, y otra más centrada en la dimensión comunitaria y profética, que se expresa sacramentalmente en la confirmación. En el bautismo recibimos el Espíritu Santo en cuanto perdón de los pecados y fuente de vida; en la confirmación recibimos el Espíritu Santo en cuanto espíritu profético y fuerza de testimonio.

EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

El hecho de que en la mayoría de casos de bautismo de que nos habla el Nuevo Testamento se trate de personas adultas, así como la existencia del catecumenado de adultos, ha hecho pensar a muchos que la costumbre de bautizar a los niños es una costumbre sin fundamento bíblico y una de las causas del debilitamiento de la fe en las comunidades cristianas. Esta opinión, sin embargo, no tiene ningún fundamento histórico. El exégeta protestante J. Jeremías en un estudio sobre el bautismo de los niños en los cuatro primeros siglos ha mostrado que ésta era la costumbre en las familias cristianas hasta que no se inició una fuerte crisis a mediados del siglo IV.
Hay abundantes referencias indirectas en el Nuevo Testamento cuando se nos habla del bautismo de una persona y de “toda su familia" (Hch 11,14; 16,15; 16,31•34; 18,8; 1 Co 1,16). San Policarpo, muerto hacia el 167 a los 86 años, da testimonio ante sus verdugos de haber sido bautizado de pequeño. Orígenes, a mediados del siglo III, escribe:”la Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de administrar el bautismo aun a los niños. (In Rm 6,6); y de la misma época son varias tumbas de niños bautizados halladas en las Catacumbas de Roma.

El bautismo de los niños en las familias cristianas es algo que nace espontáneo cuando el sentido de este sacramento no está reducido a un “borrar la mancha del pecado” y no se ha perdido el sentido comunitario de la fe. En los ambientes carismáticos católicos, en que se tiene conciencia fuertemente de la comunidad y también de la gratuidad del don de Dios, esta costumbre de la Iglesia primitiva ha recuperado su hondo sentido.

EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACION

Hemos visto ya como la experiencia carismática ha sensibilizado de nuevo a las comunidades cristianas para comprender el sentido de una efusión del Espíritu Santo como espíritu profético y de fuerza testimonial. Es recuperar el sentido del Pentecostés y de la imposición de manos de los apóstoles. Parece increíble que alguien haya podido decir que no tiene fundamento bíblico.

Hemos de afirmar, con H. Mühlen, que “la confirmación es, de cabo a rabo, un sacramento carismático. En él se confiere inicialmente, como un ofrecimiento y una promesa, y de modo eficaz, el carisma de la alabanza testimonial de Dios, y con ello también el testimonio de la vida. (op. cit., pp. 250).

El nombre de “confirmación”, no debe entenderse en el sentido de repetición o en el sentido de volver a asumir más conscientemente lo que ya se ha realizado, como si el joven o la persona mayor renovase ahora los compromisos del bautismo. En el lenguaje litúrgico antiguo “confirmar” significa llevar a la plenitud, llevar a la madurez. “En este sacramento se recibe la plenitud del Espíritu Santo para la fuerza espiritual que corresponde a una edad adulta, del mismo modo que el hombre, cuando se hace adulto, empieza ya a actuar de cara a los demás, mientras que durante la infancia vive casi para él mismo solamente” (Sto. TOMAS DE AQUINO, ST III, q. 72, a. 2, corpus).

NECESIDAD DE UNA NUEVA EFUSION DEL ESPIRITU

El crecimiento en la vida del Espíritu requiere catequesis y gran vitalidad en la comunidad cristiana. Del mismo modo que el bautismo de adultos exige un catecumenado previo, el bautismo de los niños requiere una atención muy grande a estos niños y una gran vitalidad en la comunidad. Cuando esto falta hay peligro de que los bautizados nunca lleguen a asumir conscientemente su propio bautismo. De ahí la necesidad urgente en los tiempos actuales de experiencias por parte del bautizado que le permitan asumir conscientemente en la edad adulta el compromiso cristiano. Esta necesidad debe entenderse más como una gracia de renovación que como un periodo da formación (lo que ha venido a llamarse un “neocatecumenado”), catequesis siempre conveniente.

Esta gracia de renovación puede adoptar la forma de una conversión, pero de por sí -como la infancia tienda a la edad adulta- tiende siempre a llegar a ser ? una misión profética. Esta gracia de renovación la encontramos ya reflejada en los Hechos de los Apóstoles: «Después de la primera persecución, la comunidad se reúne para orar, y pide su fortalecimiento. Al terminar la oración retembló el lugar en donde estaban reunidos, los llenó a todos el Espíritu Santo, y anunciaban con valentía el mensaje de Dios (Hch 4,31). La vibración del lugar de reunión es una versión plástica de la sacudida interior que alcanzó a los que estaban reunidos. Y esto fue, sin duda alguna, como una renovación de la experiencia de Pentecostés. Los llenó a todos el Espíritu Santo, quiere decir: de nuevo, en una nueva situación. Para los apóstoles, la gracia de Pentecostés no fue, a todas luces, una posesión otorgada firmemente de una vez para siempre, sino que deben solicitar siempre de nuevo que permanezca viva. Si se quiere, esto fue la renovación de la confirmación de los apóstoles, la renovación de su afianzamiento en la fe” (H. MÚHLEN, op. cit., pp. 252).

La experiencia fundamental de la Renovación Carismática (lo cual se ha llamado el “bautismo en el Espíritu”) es una experiencia -y valga la tautología- de renovación: una conversión hacia Cristo que supone un descubrimiento de la fuerza testimonial del Espíritu. Por eso, la nueva efusión del Espíritu que supone la experiencia carismática podemos llamarla una renovación de la confirmación, lo que supone implícitamente una renovación del bautismo. Hablando de esta experiencia fundamental, escribe Múhlen: “este hecho puede ser caracterizado como una renovación de la confirmación en cuanto que en este sacramento, mediante la imposición de las manos y la unción, se indica (de forma sacramental) la continuidad con la experiencia inicial de la Iglesia” (op. cit., pp. 245). Es para la comunidad y para el individuo un nuevo Pentecostés.

¿NUEVA EFUSION SIN CONFIRMACION?

A veces nos encontramos con personas no confirmadas que quieren recibir la efusión del Espíritu. ¿Qué hacer? ¿Orar por ellas sin más? ¿Prepararlas para la confirmación? ¿Orar por ellas y luego prepararlas para la confirmación? Sto. Tomás de Aquino señala claramente que uno puede recibir la efusión del Espíritu sin el sacramento de la confirmación, “sin embargo, del mismo modo que nadie recibe los efectos del bautismo sin el deseo del bautismo, así nadie recibe los efectos de la confirmación sin el deseo de la misma” (ST III, q. 72, a. 6, ad. 1). La efusión del Espíritu está íntimamente ligada a la confirmación: el deseo de la efusión del Espíritu debe desembocar pastoralmente en una preparación para la confirmación. En circunstancias normales lo más apropiado parece ser convertir la preparación a la efusión del Espíritu en una preparación a la efusión sacramental del Espíritu, es decir, a la confirmación.

Recuerdo que en un retiro un grupo de adolescentes pidió la efusión del Espíritu: "queremos notar el Espíritu en nuestras vidas", decían. Se oró solamente por aquellos que ya habían recibido la confirmación, pidiendo una renovación de la confirmación, es decir, una nueva efusión del Espíritu. Para los que no estaban confirmados se llamó al Obispo paro que los confirmase y recibiesen así la efusión del Espíritu. Este comportamiento de los catequistas se convirtió en una auténtica catequesis práctica de la dimensión carismática de la Iglesia: no se hizo ninguna ruptura entre carisma e institución, entre sacramento y Espíritu.

FUENTE PERENNE DE VIDA

Pero es en la vida cotidiana donde la experiencia carismática lleva a redescubrir con más fuerza el sentido del bautismo y de la confirmación. El verdadero cristiano sabe que la oración sacramental que un día hizo la Iglesia sobre él es una fuente perenne de donde brota vida continuamente. Dios es fiel, y cuando ha prometido y ofrecido gratuitamente el Espíritu Santo, lo da sin cesar. De este modo el bautismo y la confirmación se convierten para el cristiano en la fuente de donde mana toda su vida cristiana, la fuente de donde deriva su incorporación a la comunidad cristiana.







LA ASAMBLEA EUCARISTICA CENTRO DE LA COMUNIDAD Y DE LA MANIFESTACION DE LOS CARISMAS.

Por JUAN MANUEL MARTlN MORENO

"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer” (Lc 22,15). Ojalá que este ardiente deseo que tuvo Jesús de comer la Pascua con nosotros se nos comunique, y cada vez que nos acerquemos a la celebración eucarística tengamos este ardiente deseo de la Pascua con El.

Lo único esencial que se nos pide para acercarnos a esta Cena es tener hambre. Jesús pone su pan, pero nosotros tenemos que poner nuestra hambre. No pueden comer la Cena del Señor aquellos que tienen el estómago lleno. El ayuno eucarístico era un bello recordatorio de esta actitud de pobreza radical y de hambre que se necesita para participar en la Eucaristía. Ya Pablo criticaba a los que se acercaban con los estómagos llenos (1 Co 11,21). Y en la parábola de los invitados al banquete son los pobres quienes aceptan voluntariamente la invitación: “Id rápido a las calles y a los caminos y traed aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los tullidos” (Le 14,21).

La Asamblea eucarística es una asamblea de pobres que tienen hambre y sed de justicia, hambre de salvación, hambre de comunidad, hambre de Jesús. “Comerán los pobres y se saciarán y alabarán al Señor los que le buscan” (Sal 22,26).

Él reparte su pan en saciedad. Como se saciaron aquellas muchedumbres de pobres que tenían hambre y a quienes Jesús partió el pan. “Todos se saciaron y recogieron en cestos el sobrante” (Mt 14,20). Y este pan no cuesta nada. Es don. Se da gratis a los que tienen hambre. “Todos los que no tenéis dinero, venid. Comprad trigo sin dinero y tomad de balde vino y leche. ¿Por qué gastar dinero en lo que no es pan y vuestros jornales en lo que no puede saciar?” (Is 55,1).

Por ello la renovación de la Eucaristía nunca puede quedarse en una renovación litúrgica de los ritos externos, procurando darles variedad, belleza, intimidad, alegría. No habrá verdadera renovación eucarística en la Iglesia mientras no haya más hambre en los corazones de quienes se acercan al Pan de vida. Para que la Eucaristía nos “diga algo”, “nos llene”, hace falta que haya hambre en nosotros.

1. LA EUCARISTIA, LA PASCUA CRISTIANA

En este sacramento se nos hace presente la salvación de Jesús, o mejor dicho Jesús Salvador en su misterio redentor que se renueva en la comunidad. La Eucaristía es la Pascua cristiana, el nuevo Éxodo de la esclavitud del pecado a la libertad de Jesús, del destierro del mundo a la tierra prometida de una comunidad de redimidos. La Eucaristía es la renovación que en la Iglesia se hace día a día, minuto a minuto, de la Alianza nueva y eterna.

Cuando Moisés ratificó la alianza antigua en el Sinaí con sangre de becerros roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros” (Ex 24,8). El paralelo con Jesús es sobrecogedor cuando en la víspera de su pasión toma el cáliz en la mano y dice: "Esta copa es la nueva alianza en mi sangre que será derramada por vosotros” (Lc 22,20). Y esta alianza es la que es renovada continuamente en nuestros altares. “Por tanto cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamaréis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1 Co 11,26).

Y no es pura coincidencia que esta renovación de la alianza se celebre en el contexto de una comida de hermandad. La Pascua, el paso de la muerte a la vida, se celebra en el amor de hermanos. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3,14), En el amor de hermanos se revela la realidad de la Pascua, el paso de la muerte a la vida, "el paso de Jesús de este mundo al Padre” (Jn 13,1).

De ahí el contrasentido de los corintios que celebraban la Eucaristía sin compartir sus bienes, sin verdadero amor de hermanos. Pablo les reprende el que celebren el paso de la muerte a la vida cuando no hay verdadero amor, porque "ésa ya no es la Cena del Señor” (1 Co 11,20).

Resumiendo diríamos que la Eucaristía en la que se congrega la comunidad cristiana es nuestra Pascua, nuestro continuo Domingo. En ella sabemos que pasamos de la muerte a la vida al reunirnos en el amor. Somos liberados por la sangre del Cordero de la esclavitud de Egipto y de la opresión del poder del faraón. Entramos en comunión y alianza intima con Dios. Se congrega la Iglesia como un solo Cuerpo, sin facciones y compartiendo los bienes. Entramos en la tierra prometida de una nueva comunidad que todavía vive en el mundo pero que ya no es del mundo. Cantamos el Maranatha y anticipamos la vuelta del Señor. Y todo, gracias al sacrificio pascual del Cordero inmolado, que ha cargado con nuestros pecados para lavarnos con su sangre y reconciliarnos con Dios.

2. LA RENOVACION CARISMATICA DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTlA

Después de este breve resumen de la teología pascual eucarística quisiera tocar algunos aspectos concretos sobre la forma de renovar la liturgia por una mayor presencia de los carismas del Espíritu Santo en el curso de la celebración.

Si los carismas contribuyen a la construcción del cuerpo eclesial, es lógico pensar que estarán presentes de una manera muy especial en el momento cumbre de la Iglesia en que el Cuerpo de Cristo se construye y se une. La Eucaristía debe ser el lugar en que con mayor intensidad se manifiesten los carismas: los de alabanza para dar fuerza a la plegaria, los carismas de profecía para dar incisividad y unción a la predicación y a la escucha de la Palabra proclamada, los carismas de sanación para hacer más efectiva entre los fieles la liberación del poder del Maligno, y sobre todo el carisma del amor, el más excelente, para lograr la identificación plena con Jesús en el momento de comulgar y el clima de amor fraterno de todos los componentes de la Asamblea.

Estos son los puntos que desarrollaremos en este trabajo.

3. EL ESPIRITU SANTO EN LA EUCARISTIA

Antes de hablar de la presencia de cada uno de los carismas en el curso de la celebración, sería bueno hacer una referencia general a la presencia del Espíritu Santo. La Eucaristía comienza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y es en el Espíritu como entramos en comunión con la vida de Dios.

Hay dos momentos especiales en la Eucaristía en los que se invoca la presencia del Espíritu:

La epiclesis, momentos antes de la consagración, cuando el sacerdote extiende sus manos sobre las ofrendas, contiene esta oración: “Santifica, Señor, estos dones con la efusión de tu Espíritu” [P.E. II). Hay que devolver todo su valor a esta oración tan importante en la liturgia griega y que se ha oscurecido un poco en la liturgia latina.

La segunda invocación tiene lugar después de la consagración. Esta vez se pide una efusión del Espíritu sobre toda la comunidad: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos en el Cuerpo y Sangre de Cristo” (P.E. II). “Llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu. Que nos transforme en ofrenda permanente...” (P.E. 111). “Congregados en un solo Cuerpo por el Espíritu Santo seamos en Cristo víctima viva para su alabanza" (P.E. IV).

En el primer momento se pide la efusión del Espíritu con su poder para santificar y transformar los dones, para hacer presente a Jesús en el pan y en el vino. No olvidemos que la presencia real de Jesús en la Eucaristía es una presencia en el Espíritu. Debemos ponernos en guardia frente a una interpretación demasiado carnal, demasiado material de la presencia de Jesús. "El Espíritu es el que da vida. La carne no aprovecha para nada. (Jn 6.63).

En la segunda invocación pedimos que el Espíritu Santo construya la unidad del Cuerpo de Cristo: que así como ha transformado las ofrendas en Cuerpo y Sangre de Jesús, transforme ahora a toda la comunidad en Cuerpo de Jesús. Al pedir esta efusión estamos pidiendo la efusión de los carismas que son precisamente los dones espirituales por los que la Iglesia se construye y crece el Cuerpo de Cristo.

En la Eucaristía Jesús manifiesta su poder en medio de su pueblo, da a beber a todos de un mismo Espíritu, y derrama sus carismas sobre la comunidad para unirla y santificarla. Ojalá que todos los días en nuestra Eucaristía pusiéramos una fe renovada en esta doble petición de la efusión del Espíritu Santo con todos sus dones.

4. LOS CARISMAS DE ALABANZA EN LA EUCARISTIA

La palabra Eucaristía significa,”acción de gracias”. Si se trata de un sacrificio de alabanza, es necesaria en la asamblea una presencia especial del Espíritu para que nos infunda el don de alabanza. Esta no es fruto de esfuerzos ni de preparaciones. Es un carisma infuso que el Señor pone en nuestros labios. “Le curaré... poniendo alabanza en sus labios” (Is 57,18). "Señor, abrirás mis labios y mi boca proclamará tus alabanzas” (Sal 51,15) “El Espíritu del Señor sobre mí... para darles alabanza en vez de espíritu abatido” (Is 61,1-3).

La presente renovación litúrgica y musical fracasará si se basa sólo en la calidad de la música o de los instrumentos. Solamente el soplo del Espíritu puede hacer vibrar las cuerdas de esa lira que es la comunidad, para transformarla en “ pueblo de alabanza" (1 P 2,9).

La Iglesia tiene que aprender a cantar de nuevo. Hace falta para ello un carisma del Espíritu que sacuda la modorra, los respetos humanos, la rigidez de los cuerpos, los conceptualisrnos de muchos de los cantos religiosos, para dar paso a una melodía más inspirada, más sencilla, con más unción, en la que la sola palabra Gloria o Aleluya sea capaz de crear un clima de adoración en la Asamblea.

Entonces resonará en su templo un grito unánime al cantar "Gloria” (Sal. 28,9). Entonces se cantará el Hosanna con la misma vibración que tenían las voces de los niños hebreos al acoger al Bendito que venía en el nombre del Señor. Entonces el Amén al final de la Plegaria eucarística resonará en nuestras asambleas como “la voz de una gran multitud, como la voz del océano o el bramido del trueno” (Ap 19,7).

La renovación del canto en nuestras asambleas es carisma del Espíritu, porque es transformación del corazón, como muy bellamente dice S. Agustín: "Para cantar un canto nuevo hace falta ser un hombre nuevo” (Enarr. in Ps 32).

Así devolvemos la faz festiva a nuestra liturgia, y podremos decir de verdad que la Eucaristía es una fiesta, un banquete, las bodas del Cordero, donde el Señor multiplica su vino de júbilo como en Caná, donde se mata el Becerro cebado y donde a través de los cristales de nuestras iglesias se escuche “el sonido de la música y la danza” que anuncia a los hermanos que están en el campo que el Padre ha encontrado a sus hijos perdidos (cf. Lc 15.25).

5. LOS CARISMAS DE PROFECIA EN LA EUCARISTlA

Mucho se ha hecho ya desde el Concilio para la renovación de la liturgia de la Palabra durante la Misa: la Introducción de las lenguas vernáculas, la abundancia y variedad de textos bíblicos, la lectura continuada, la importancia dada a la homilía... Todo esto ha contribuido mucho a hacer de la Palabra de Dios una realidad viva e interpelante, una comunicación más directa de Dios con su pueblo.

Pero todavía queda camino por andar. De nada sirve que los textos se lean en castellano, o que se hayan seleccionado mejor, o que se explíquen en una homilía, si todo este proceso no va acompañado por unos carismas del Espíritu Santo que den relieve y profundidad a la Palabra proclamada, que abran el corazón y no sólo el oído para la escucha, que nos den “oído de discípulo” (Is 50.4).

Son estos carismas los que hacen que la predicación no tenga nada de los persuasivos discursos de la sabiduría humana, sino que sean “una manifestación del Espíritu y de poder” (1 Co 2,4), “no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. (1 Co 2, 131. Es absolutamente necesario renovar los carismas de profecía y enseñanza en los sacerdotes encargados de partir el pan de la Palabra.

Pero no sólo los sacerdotes, sino todo el pueblo son comunidad de profetas. ¡Cómo se transformaría una asamblea en la que la Palabra de Dios suscitase toda clase de interpretaciones de entre el pueblo! Así se hacía en la primera comunidad.

Es curioso ver cómo muchos de los que citan a S. Pablo diciendo que la mujer debe llevar velo en la Iglesia se callan lo más importante de este texto. Pablo dice que la mujer debe orar y profetizar con velo. Con esto nos da a entender que las mujeres están llamadas a profetizar durante la asamblea. Con velo o sin velo es secundario, lo importante es que profeticen (1 Co 11,5).

”Aspirad también a los dones espirituales, especialmente al de profecía... El que profetiza habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación... El que profetiza edifica a toda la asamblea” (1 Co 14, 1. 3-4).

Y ¡cuánta necesidad tienen nuestras asambleas eucarísticas de ser consoladas, de ser exhortadas, de ser edificadas! ¡Cuánta necesidad de que toda la predicación de la Iglesia esté empapada en esta unción del Espíritu que toque los corazones, que “ponga al descubierto el secreto de cada corazón" (1 Co 14,25), que inspire a la comunidad, que la guíe en sus decisiones, que denuncie sus idolatrías! Sin estos carismas la lectura y predicación de las Misas se convertirá en una clase de teología, o en un mitin político de derechas o de izquierdas, o en un diletantismo espiritual de espíritus exquisitos.

6. LOS CARISMAS DE SANACION EN LA EUCARISTlA

Ya nos hemos referido a cómo la Eucaristía es la nueva Pascua en la que celebramos la salvación de Jesús, el paso de la muerte a la vida, la liberación de Egipto. También habría que renovar estos aspectos de liberación y sanación tan esenciales a la Eucaristía.

Tanto nos han hablado de la limpieza con la que hay que recibir a Jesús, que podemos olvidarnos que uno de los frutos de la Eucaristía es perdonarnos los pecados y limpiarnos. Dejemos que sea El quien nos limpie en su Comunión. El acto penitencial al principio de la Eucaristía debe ser algo más que una mera fórmula. Tiene la virtud de sanar nuestros corazones al repetir: “Tú que has venido a sanar los corazones afligidos ".

En una de las oraciones que reza el sacerdote para prepararse a la Comunión se pide: “Que la comunión de tu Cuerpo... me sirva para defensa y medicina de alma y cuerpo”. La eucaristía es verdaderamente una medicina para nuestra alma y para nuestro cuerpo. Y un momento antes de comulgar le repetimos a Jesús: “Una Palabra tuya bastará para sanarme".

Tras el Padre Nuestro se reza la oración por la liberación que es una glosa del “Líbranos del mal". “De todos los males pasados, presentes y futuros", decíamos en el rito antiguo. Convendría dar mayor importancia a este rito y a esta oración de liberación interior dentro de la Eucaristía, para romper las cadenas por las que se puedan sentir atados los asistentes.

Pero una vez mas no se trata meramente de renovar algo exterior, sino de una mayor presencia del Espíritu Santo y su fuerza de sanación durante la celebración eucarística. Si el roce de la fimbria del manto de Jesús pudo traer la sanación a la mujer que padecía flujo de sangre, ¡cuánto más la comunión más íntima con el Cuerpo y Sangre de Jesús será sanación y restauración de todos los destrozos causados por el Maligno!

7. EL CARISMA DEL AMOR EN LA EUCARISTIA

Finalmente en la renovación carismática de este sacramento habría que renovar ante todo el más excelente de los carismas. Tanto más vivificante será la Eucaristía cuanto más signifique y realice el amor de Jesús que “nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio a Días en olor de suavidad” (Ef 5,1).

Recordábamos antes cómo S. Pablo avisa a los corintios que no se atrevan a celebrar la Eucaristía si no hay entre ellos un verdadero amor y un verdadero compartir. El sentarse a comer en una misma mesa es uno de los signos más antiguos de la intimidad familiar. Otro de los signos de ese amor es el beso de paz que no debe ser un símbolo muerto.

Desgraciadamente en muchas Misas dominicales se reduce todo a un darse la mano vergonzante, que crea una cierta incomodidad y acaba por desaparecer. En la renovación carismática tratamos de devolver a este signo su valor expresivo. "Saludaos unos a otros con el beso santo” (1 Ts 5 27). No es un folklore, ni es algo distractivo, sino que es la mejor preparación para dar a Jesús ese abrazo intimo en la comunión.

Pero lo importante para renovar nuestro amor no serán los signos, sino una mayor efusión de los carismas del Espíritu que den vida a esos signos, “ese amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).

Serán los carismas, vividos hurnilde pero intensamente en el seno de la comunidad, los que devolverán a la Eucaristía su sentido de Pascua cristiana.




LA FUERZA DE LA RECONCILlACION

Por MICHAEL SCANLAN

EL SACRAMENTO DE LA RECONCILlACION HOY

La Eucaristía y la Reconciliación son las principales fuentes del perdón en la vida cristiana. Sin embargo, mientras a partir del Concilio se ha tomado una mayor conciencia de la dimensión de reconciliación de la Eucaristía, el sacramento de la Penitencia ha caído cada vez más en desuso.

La experiencia carismática indica que el sacramento de la reconciliación es fuente de curación y de liberación. Hay que hacer un esfuerzo por recuperar estos aspectos.

TEOLOGIA DE LA RECONCILlACION

El pecado es la separación del hombre de la comunión con Dios. Sólo por la acción salvadora de Jesús el hombre puede reconciliarse con Dios. Esta reconciliación no es sólo un acto jurídico, sino que es una conversión y, en cuanto afecta a la psicología humana, supone una dimensión de curación.

La historia del sacramento de la reconciliación muestra una gran tradición de este sacramento como curación y del sacerdote como “médico espiritual que cura las heridas" (Orígenes). El perdón por sí solo no restaura la relación con Dios: el hombre tiene que acoger voluntariamente este perdón y esto supone una conversión, una curación de heridas pasadas que entorpecen la apertura hacia Dios.

UN ENFOQUE "CARISMATICO"

El confesor debe respetar los deseos del penitente. Hay personas que sólo quieren ser perdonadas y nada más: otras buscan un encuentro personal con Cristo, una curación, un fortalecimiento, una conversión. En estos casos el autor propone seguir la siguiente dinámica, surgida de la experiencia:

1. Confesión de los pecados.
2. Identificación de la raíz de la dificultad.
3. Confirmación de la raíz de la dificultad.
4. Explicación.
5. Penitencia y absolución.
6. Oración de curación, liberación y fortalecimiento.

CONFESION DE LOS PECADOS

Con frecuencia el penitente recita una serie de pecados con los que intenta expresar su conciencia de ser pecador, pero que en sí son tan insignificantes en su vida que difícilmente le llevan a una auténtica conversión.

En tales casos puede resultar efectivo que el sacerdote ayude al penitente a hacer un examen de conciencia. Por ejemplo:

”Ponte en la presencia de Dios... Vacía tu mente y deja que el Espíritu Santo te muestre los aspectos de tu vida que necesitan arrepentimiento... Dios quiere amar a los demás a través tuyo... Pide al Espíritu Santo que te muestre lo que está entorpeciendo o impidiendo que Dios ame a través tuyo....•.

El resultado de este examen es generalmente que el penitente manifieste uno o dos puntos de su vida que han supuesto un fallo o que requieren una conversión.

IDENTIFICACION DE LA RAIZ DE LA DIFICULTAD

Ordinariamente el pecado confesado por el penitente es sólo la punta de un iceberg, que esconde la raíz. Muchos son alcohólicos, p. ej., no porque les guste el alcohol, sino porque tienen problemas y necesidades básicas de las que intentan huir. El odio, la envidia, la mentira, la violencia son muestras de un desorden interior.

El sacerdote puede decir al penitente: “Hagamos una pequeña pausa y pidamos que el Espíritu Santo nos manifieste lo que está entorpeciendo tu crecimiento en la unión con Dios”. Es un momento de fe. El sacerdote debe estar abierto a las manifestaciones carismáticas del Espíritu, debe superar el miedo a hablar simplemente por intuición humana.

Muchas veces, ante una dificultad, es bueno preguntar:” ¿qué crees que es la causa de este problema?” o bien,” ¿cuándo empezó?”.

La raíz puede ser la falta de confianza, la falta de aceptación, el tener miedo de Dios, el no creer que Dios me ame, el ansia de dinero, el querer ser siempre el centro, etc.

CONFIRMACION DE LA RAIZ DE LA DIFICULTAD

Es importante que el sacerdote no se haga dueño de la confesión: debe dejar la identificación al nivel que el penitente libremente admita y confiese su falta. El sacerdote es simplemente instrumento del Espíritu Santo para asistir al proceso de arrepentimiento y preparar al penitente para la absolución y la curación, liberación o fortalecimiento.

La confirmación de la dificultad se realiza simplemente por el asentimiento del penitente y la confirmación interior del Espíritu en el sacerdote.

EXPLlCACION

Una vez haya una confirmación de la raíz del problema, el sacerdote explica al penitente que Jesús quiere perdonarle mediante la absolución sacramental. Si la raíz del problema es una herida o un fallo que pide una curación por parte de Dios, el sacerdote indica que pedirá al Señor esta curación. Lo mismo si se necesita una oración de fortalecimiento.

Ordinariamente los escrúpulos, el alcoholismo, la masturbación habitual, la depresión continua, requieren una oración de curación.

PENITENCIA Y ABSOLUCION

La penitencia debe simbolizar el crecimiento futuro y no algo con lo que se consigue el perdón, pues éste es un don completamente gratuito del amor de Dios. Debe estar en relación con la naturaleza de la confesión hecha.

ORACION DE CURACION, LlBERACION O FORTALECIMIENTO

Con sencillez el sacerdote ora por el penitente, imponiéndole las manos cuando esto es conveniente. Al comienzo de la oración puede presentarle ante el Señor en nombre de la Iglesia y en virtud del sacramento de la reconciliación. Es de gran ayuda recordar su arrepentimiento y, sobre todo, su regreso a Dios.

La oración de curación presenta las heridas a Dios para que sean sanadas en el nombre de Jesucristo. El poder de curación es el poder del amor a través de Jesús.

El sacerdote debe evitar todo dramatismo o tonos afectados, evitando al mismo tiempo el ponerse él en el centro o distraer al penitente. Debe ser sincero consigo mismo y pedir conforme a su fe, dejando de lado todo lenguaje falso que asegure una curación si ésta no se ha dado.

La oración de fortalecimiento debe tocar los puntos débiles por los que se pide un crecimiento en la vida y en el amor del Señor.

REFLEXIONES FINALES

1. Lo dicho en este artículo pone el acento en la celebración de la reconciliación con un solo penitente. No debe considerarse esto como una oposición a las celebraciones comunitarias. En la tradición de la Iglesia durante muchos años se han mantenido con gran provecho estas dos formas.

2. Parece inadecuado el que las oraciones de curación se realicen casi exclusivamente fuera del sacramento de la reconciliación: ambos están íntimamente unidos.

3. El enfoque dado en este articulo, adaptado a cada circunstancia concreta, puede utilizarse aun con personas no habituadas a los grupos de renovación. La experiencia muestra que realizado con sencillez la gente se adapta con gran provecho.

4. Las implicaciones sociales de la reconciliación son grandes y no deben olvidarse. El énfasis en el poder de reconciliación en el sacramento de la penitencia es el necesario comienzo de un proceso de reconciliación en los hogares, en las comunidades religiosas, en las instituciones ciudadanas, nacionales y mundiales. No hay otro lugar por donde empezar.

(Este escrito es un resumen realizado por KOINONIA del folleto El poder en la Penitencia. Publicaciones Nueva Vida, Aguas Buenas. 1975).





PORQUE YAHVEH TU DIOS ES UN FUEGO DEVORADOR, UN DIOS CELOSO (Dt.4, 24)

Por LUIS MARTlN

Hay cristianos en los que predomina un concepto pagano de Dios. Para ellos Dios no es alguien, sino algo impersonal, vago y lejano, que se teme, pero no se ama. Es un comportamiento de pura religiosidad, pero no de fe cristiana en el “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (2 Co 1.3), que se nos ha revelado en el Hijo, cuya gloria hemos contemplado.

Otros muchos tratan de vivir una vida más acorde con el Evangelio, pero sus relaciones con Dios siguen siendo frías y formalistas, y a lo más que aspiran es a cumplir pasablemente los mandamientos e ir a la iglesia los domingos. Puede haber algo más de fe que en el caso anterior, pero viven en una situación que no es de hijos sino de siervos, como si hubieran recibido “un espíritu de esclavos para recaer en el temor” (Rm 8,15).

Tenemos también el caso de una minoría que conoce muy a fondo la revelación, pero todo lo enfocan desde un plano puramente racional y especulativo sin llegar a la verdadera experiencia y conocimiento íntimo de Dios.

No es posible conocer a Dios sin acercarse a El, sin llegar a un encuentro personal con El. Una cosa es poseer conocimientos acerca de Dios por lo que nos han contado y hemos estudiado nosotros, y otra muy distinta es conocer personalmente a Dios. Sólo en este segundo caso podemos dar testimonio personal de El.

Conocemos a las personas tratando con ellas. Moisés conoció así al Dios de sus padres en la zarza ardiente en la montaña de Horeb (Ex 3,1-6); Elías se retiró más tarde al “monte de Dios” para encontrar al Dios de la Alianza en el susurro de una brisa suave (1 R 19,1-18). Isaías conoció al “Santo de Israel” en la visión de Yahvé que con sus haldas llenaba el templo (Is 6,1-13).

«A DIOS NADIE LE HA VISTO JAMAS: EL HIJO UNICO QUE ESTA EN EL SENO DEL PADRE, ÉL LO HA CONTADO” (Jn 1,18)

Para llegar a este encuentro se ofrecen algunas vías, a las que hoy se añade la oferta, profusa y en creciente boga, de las religiones orientales, pero sólo hay una que verdaderamente sea “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Nadie va al Padre si no es por El que es “la Luz del mundo” (Jn 8, (2).

Siendo ya El “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15), Jesús nos ha simplificado de tal manera las cosas, presentándonos un camino tan simple y asequible, incluso para el más pequeño, que la razón humana, orgullosa de sus propias conquistas y sistemas conceptuales, y el mundo que “mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría” (1 Co 1,21), llegan a despreciarlo como pura necedad. Pero para los que llegan a “ser iluminados” (Hb 10.32) es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1,24).

Esta posibilidad que se nos ofrece gratuitamente de “gustar el don celestial” (Hb 6,4) no está al alcance de las grandes conquistas del genio humano, ni tampoco es fruto de técnicas o de entrenamiento intelectual.

Hay que despojarse del propio orgullo y autosuficiencia, y en actitud reconocida de pecador, pobre y enfermo, en anhelo expectante, con hambre y sed, presentarse ante el Señor en actitud orante, aceptando el perdón y el amor “como un niño” (Mc 10,15).

Orar es centrar en el Señor la mente y el corazón. Nunca lo primero sin lo segundo, como es muy corriente, pues buscamos llegar a ser “limpios de corazón” (Mt 5,8) para poder “ver a Dios”.

Situados con esta transparencia ante “el que escruta los corazones” (Rm 8,27) hemos de clamar “desde lo más profundo” (Sal 130.1): ¡Señor! siento que estoy tan lejos de Ti, que no me veo libre del pecado y que mi corazón se contamina tan fácilmente. Límpiame, acoge mi clamor, dame tu Espíritu para sentir y amar igual que Tú, pues eres Tú lo que verdaderamente necesito y busco.

Sólo así es posible experimentar como su presencia nos envuelve, penetrando hasta el fondo del ser, de manera más intima que nuestro propio yo, e invadiéndonos con una suavidad de paz, luz y amor.

La oración empieza entonces a discurrir cada vez más espontánea, sin esfuerzo, como si algo nos atrajera hacia Él, donde quisiéramos permanecer para siempre. Esto es ya comenzar a gustar y gozar de Dios, no de forma sensible por supuesto, sino de una manera espiritual pero muy real, más allá de la sensibilidad, del sentimiento o de la emotividad.

Es una comunicación con “palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2 Co 12,4), haciéndose presente en el corazón un Amor “que excede a todo conocimiento” (Ef 3.19), muy por encima “de lo que podemos pedir o pensar” (Ef 3,20).

A partir de esta experiencia comprobamos como cualquier falta deliberada por pequeña que sea, puede empañar nuestra visión y debilitar la luz que ha invadido el espíritu, deteriorando nuestra relación con el Señor.

Siento ahora que me duele mi propio pecado, mi facilidad para el pecado, como algo que se interpone amenazante entre dos amantes. Veo que nunca puedo presentarme limpio ante Él, yo siempre incoherente, contradictorio, débil y egoísta, que ni siquiera comprendo mi proceder (Rm 7,15).

Yahveh se llama Celoso (Ex 34,14), el Señor es “un Dios celoso” (Dt 4,24; 5,9; 6,(5). Sí, tiene que ser así. No a la manera de los hombres: por inseguridad, miedo, egoísmo. Sino porque ama inmensamente, con un amor que exige correspondencia para que yo pueda gozar y vivir todo lo que Él es para mí.

Dios ha entendido las relaciones con su Pueblo escogido, lo mismo que con cualquiera de nosotros ahora, en forma de alianza, de compromiso de amor. “Con amor eterno te he amado” (Jr 31,1): un amor muy superior al de un padre por sus hijos o al de un hombre por una mujer. En la Biblia habla con lenguaje de enamorado: “Yahveh tu Dios está en medio de ti ¡un poderoso Salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo como en los días de fiesta” (So 3,17•18).

Es por esto que yo debo amarle con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas (Me 12,30; Dt 6.4) porque ”Él es único y no hay otro fuera de ?Él”. Esta es la relación obvia y lógica que debe existir entre Él y yo, y pedirme esto no es exigirme mucho, sino algo que yo puedo dar y para lo que está hecho mi corazón.

Sólo Él es fiel (2 Ts 3,3). Sólo Él puede guardar “el amor por mil generaciones” (Dt 7,9). Por todas las páginas de la Biblia resuena la misma melodía: ¡Porque es eterna su misericordia!

«Porque tu esposo es tu hacedor, Jahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel. Dios de toda la tierra se llama». (Is.54, 5)