MES DE ABRIL DEL 2003.
* Una palabra tuya bastará para sanarme
* La mujer que le recibió en su casa.
Permitidme que comparta con vosotros el hermoso descubrimientos que he tenido en esta última temporada de mi vida.
En cuaresma cayó en mis manos el retrato espiritual de Marta Robin, escrito por el académico francés Jean Guitton, amigo personal de Pablo VI y el único laico católico presente en el concilio Vaticano II por deseo y autorización del Papa.
Marta Robin nació en 1902, en la aldea francesa de Dröme y murió en 1981 en su misma casa paterna de la que nunca había salido.
Durante treinta años, esta sencilla y humilde campesina no tomó ningún alimento ni ninguna bebida. Y durante ese tiempo sufrió cada viernes los dolores de la Pasión del Señor, cuyos estigmas o llagas también tenía. Todo ello no le impidió fundar más de sesenta Hogares de la Caridad.
Miles de visitantes pasaron por la casa de Marta. En su pequeña y oscura habitación- no podía resistir la más mínima claridad y no podía estar más que incorporada en la cama, debido a su rara enfermedad- recibía, escuchaba, rezaba y aconsejaba con pequeñas frases a obispos, médicos, o científicos y sencillos campesinos o amas de casa... Evocando a la otra Marta evangélica que hospedó al Señor, Marta fue una mujer que pasó su vida recibiendo en su casa.
Si os comparto este hallazgo y lo traigo con motivo de nuestro tema, Eucaristía y Sanación, es porque de entre las personas que Marta Robín recibía a diario en su casa, cada tarde de los martes recibía a Jesús en la comunión que su párroco le administraba.
Jean Guittón le dijo en una ocasión:
- Permíteme hacerte una pregunta indiscreta. Querría saber qué sientes el martes cuando te dan la comunión, que es tu único alimento, tu sola bebida.
- Es cierto, responde Marta. Yo no me alimento más que de eso. Se me humedece la boca, pero no puedo tragar. La hostia pasa a mí, yo no sé cómo. Ella me produce entonces un efecto que me es imposible describir. Esto no es una comida ordinaria, es una cosa diferente. Es una vida nueva que penetra en mis huesos. ¿Cómo decirlo? Me parece que Jesús está en todo mi cuerpo... como si yo resucitara... Después no hago pie; estoy desligada del cuerpo, libre con relación al cuerpo.
El 16 de Agosto de 1946 dijo: Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y de la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos.
Bloquean sus efectos... Hermanos, estas palabras resuenan en mi mente, muchísimos días cuando celebro la misa y distribuyo la comunión. ¡Es Jesús mismo quien viene! ¡Es a Jesús mismo a quien recibimos... pero no le damos tiempo para que haga sus efectos, su sanación, su santificación, su obra en nosotros!.
Hoy tenemos tiempo. Hoy podemos recibir sus efectos. Por el amor de Dios, recibid hoy en vuestra casa a Jesús.
Sugiero una breve oración: perdón por ser tan maleducados... tan faltos de atención... vienes, pero lo siento, ya me iba...
Y un acto de fe: Jesús, hoy quiero recibirte en mi casa... estoy llamando, si alguno me abre, entraré y cenaremos juntos... Te abro, Jesús, quédate conmigo, en mi casa, que es tuya... Gracias por venir... ¡sin avisar!. Eso demuestra el cariño y la confianza que tienes conmigo.
No soy digno de que entres en mi casa
Todos los días nosotros nos mostramos con Jesús casi más santos que las "martas" que le recibieron en sus casas. Nosotros, aparentemente al menos, le decimos que no somos dignos de que entre en nuestra casa... cuando el sacerdote nos lo muestra en el pan convertido en su cuerpo.
Esa antigua oración que la Iglesia pone a disposición de los creyentes en su liturgia eucarística, sabemos muy bien de dónde procede.
Tanto el evangelista San Mateo como San Lucas nos cuentan el episodio de un centurión romano - un pagano, por tanto- que tenía un criado muy enfermo y al que estimaba mucho e intercedió ante Jesús por su curación. Ante la intención de Jesús de ir a su domicilio para curarle, el centurión exclamó:
Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano.
Más explícito todavía San Lucas, nos cuenta que el centurión envió ancianos de los judíos como embajadores y, al saber que Jesús estaba cerca de su casa, envió unos amigos para que le dijeran:
Señor, no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya, para que mi criado quede curado.
Y antes de que conozcamos si la petición ha sido acogida por Jesús y, por tanto, la curación del criado dará feliz final al episodio, ambos evangelistas nos cuentan ampliamente la satisfacción y alegría que producen en el Señor las palabras y actitud de fe y de humildad del centurión hasta decir que en Israel no ha encontrado una fe tan grande.
Podríamos decir que la Iglesia ha recogido en el rito de la comunión, poniendo en nuestros labios las palabras del centurión, dos elementos que configuran todo encuentro sacramental:
- la fe del sujeto que glorifica al Señor y que tanto le agrada;
- el efecto sacramental que produce en quien lo recibe. En este caso, siguiendo el episodio evangélico, la sanación o curación en sentido amplio: física, espiritual, moral, síquica... que siempre ha puesto de relieve la reflexión teológica sobre la eucaristía, fuente de salud, viático de enfermos, pan de los fuertes, remedio de males, fuerza de débiles, perdón de los pecadores...
Pensemos, por un momento, en la maravillosa oportunidad que diariamente se nos presenta, de reproducir al vivo, no sólo como recuerdo, la escena del centurión de Cafarnaún, si somos capaces también de reproducir en nosotros los sentimientos de fe y humildad de aquel hombre que hizo tan feliz a Jesús.
Aquí, una nueva invitación a mirar nuestras comuniones... su preparación... el acercamiento... la actitud interna y su manifestación externa... ¿Qué significado le doy al amén que pronuncio? Amén. Sí, creo firmemente que es el Cuerpo de mi Señor glorioso. Una sola palabra y quedaré sano... ¿qué no ocurrirá si viene y entra Él mismo?
Mi enfermedad: la increencia
Eucaristía y sanación, eucaristía y fe. Después de la consagración, el sacerdote exclama solemnemente: ¡Este es el sacramento de nuestra fe!.
Muchos días, cuando me revisto con los ornamentos en la sacristía, le pido al Señor que me conceda, por lo menos, la fe suficiente para poder celebrar los sagrados misterios. Ante el misterio de la eucaristía, siempre reconozco mi escasísima fe y la necesidad de refugiarme en la fe de la Iglesia.
Me parece que ésta es la primera enfermedad que Jesús debe detectar cuando entra en nuestra casa: ¡la increencia!.
En el discurso del Pan de vida del cap. 6 de San Juan, asistimos a un forcejeo dramático entre la pretensión de Jesús mostrándose Pan de vida y la incredulidad de los judíos que, una y otra vez, se preguntan cómo... ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?
Yo me veo muchas veces así. Me admiro de la dureza, de la pereza, de la resistencia de mi corazón a la fe, a la presencia de Jesús en la eucaristía, y comprendo perfectamente la preocupación de Jesús: mi incredulidad es enfermedad que me lleva a la muerte; mi vida cristiana tiene más de muerte que de vida.
Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida... El que come mi carne vive en mí y yo en él... El que coma de este pan vivirá para siempre...
¡Vivir! ¡Vivir es lo que importa! ¡Cuánta vida nos perdemos por no creer! ¡Por no creer! Todo eso que vemos y que nos escandaliza, pero que nosotros mismos hemos propiciado de desatención al sacramento de la fe... no tiene más que una causa: la incredulidad del corazón.
Símbolo de... como si... ¡Todo menos atrevernos con la fe!
Podríamos escuchar cada uno la terrible y tristísima pregunta de Jesús a los Doce:
- ¿También vosotros queréis marcharos?
- Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Queremos vivir, queremos vida abundante... queremos una vida que no se acaba... queremos que el Pan que viene de arriba y da vida al mundo, nos quite el miedo a la muerte que tú has vencido. Queremos ser sanados, liberados del miedo al más allá porque tu presencia eucarística es viático, salvoconducto para la eternidad. Que tú te has metido en el tiempo y ya nos haces eternos. Que quien te recibe en fe se hace inmortal. Que somos habitados por la vida. Que ya hemos vencido a la muerte. Jesús, líbranos del miedo: ¡Que yo no voy a morir para siempre! Llénanos de fe.
Mi enfermedad: el odio.
Tal vez sea de la eucaristía de la que se hayan escrito las más bellas páginas de teólogos y poetas cristianos, siempre incidiendo sobre el mismo tema: la eucaristía es el misterio del amor. Y es que el preámbulo histórico de la institución eucarística es recordado en la tradición evangélica con frases tan rotundas como éstas:
Jesús... que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin. Estaban cenando... (Jn 13, 2ss)
¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir! (Lc 22, 15)
Os confieso, hermanos, que más de una vez he sentido un estremecimiento al comenzar la celebración de la Misa, recordando estas palabras: Manolo, ¡cuánto he deseado comer contigo esta cena de pascua...! Y lo he sentido, sobre todo en días en que mi pecado de desamor era más fuerte que mi confianza en el Dios que siempre me ama...
¡El desamor, hermanos! ¡Qué terrible enfermedad! Dicen que la enfermedad más extendida en toda la humanidad es la caries dental... de puro común, nadie piensa que es una enfermedad. Tengo la impresión de que con la falta de amor nos pasa lo mismo. Es tan común, tan lógico, tan razonable no amar, amar poco, quedarnos siempre cortos... que ya no nos parece pecado grave. Sin embargo, es lo fundamental en nuestra fe. Sin amor, nada somos.
La falta de amor tiene manifestaciones inagotables: indiferencia, acepción de personas, favoritismos, antipatías, fobias, envidias, odios, ausencia de perdón y misericordia, egocentrismo, crítica, maledicencias, prejuicios, sospechas infundadas, difamación, calumnias, juicios temerarios... ¡Todo un diccionario y no precisamente de sinónimos, sino de auténticas manifestaciones todas ellas distintas y precisas de una enfermedad original: el desamor!.
¿Quién no ha sentido alguna vez una fuerza interior a permanecer quieto en su sitio en el momento de la comunión recordando la palabra certera y clara de Jesús: Si cuando vas a presentar tu ofrenda... te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti... deja allí mismo tu ofrenda...?
En la liturgia eucarística de los primeros siglos, al llegar este momento, el diácono gritaba con voz fuerte: ¡Quien sea santo, que se acerque. Quién no lo sea, que se convierta!. Que eran la traducción de otras palabras, no menos serias del mismo Jesús: No deis las cosas santas a los perros ni las perlas a los cerdos...
Y sabemos que somos santos e irreprochables ante Dios por el amor.
Pero no quisiera meter en vuestras conciencias un nuevo motivo de escrúpulo que os impidiera acercaros precisamente a la fuente del amor verdadero. No. Pero quisiera que ante Jesús cayerais en la cuenta de la responsabilidad que tenemos de crecer en el amor cada vez que comulgamos. No sé exactamente dónde he leído que un sacerdote solía dar este consejo a quienes le preguntaban sobre la frecuencia con que debían comulgar: Cada vez que notes que has crecido en el amor...
Con alguna frecuencia me he encontrado con personas, verdaderamente enfermas de odio, de falta de perdón... hasta con repercusión síquica en forma de depresión y física con manifestaciones sobre todo de irregularidades cardíacas... A veces les insisto que pidan con fe a Jesús, sobre todo en la comunión, que les sane el corazón del odio... pero no parecen entender. ¡Sólo quieren arreglar los síntomas, pero no el foco de la infección!
¡Cuántas veces también me encuentro con grupos de oración intensamente dañados con historias interminables de agravios y desagravios! Intentando cientos de veces inútiles arreglos que duran lo que un silbido, pero que vuelven a la desunión, a la crítica, a la murmuración - ¡veneno mortal de las comunidades!-, porque nadie reconoce que el mal está en su corazón inmisericorde, duro, que no quiere ceder, ni olvidar... Y piden que predique, que les dé un retiro, que les arregle... cuando percibes con toda claridad que mientras no se caiga de rodillas, rendidos ante el sacramento de quien tanto nos ha amado... no habrá ninguna solución...
No terminaríamos el tema. San Pablo escribía a los Corintios una carta furibunda en relación con las desigualdades y los individualismos cuando celebraban la Cena del Señor... ¡Ya no es la cena del Señor lo que celebráis! Llega a decirles... Y termina: Y por eso hay entre vosotros tantos enfermos y tantos que se mueren... porque no os dais cuenta de que es el Cuerpo del Señor lo que coméis...
Comuniones individualistas... sin sentido de comunidad...
Comuniones que refuerzan la autoimagen del fariseo, seguro de sí mismo, para despreciar a los demás.
Santísimo cuerpo y sangre del Señor que toca mi lengua... con la que después maldigo del hermano...
¡Cuerpo de Cristo, sáname, sálvame de la enfermedad del odio que lleva a la muerte!
Que contiene en sí todo deleite.
El libro de la Sabiduría dice del maná, que su sabor se adaptaba al gusto de cada uno... De ahí tomó la iglesia un versículo que se hizo muy popular en las exposiciones eucarísticas:
Les diste pan del cielo, que contiene en sí todo deleite.
Hemos hablado de la necesidad de sanación que tenemos en nuestra vida teologal:
- increencia, desesperanza de la vida eterna y odio.
Se me ocurre que cada comunión debería ser también alimento sabroso de aquello que más nos gusta y que más deseamos...
Que esta comunión, Jesús, me sepa a oración... a pureza... a valentía para testimoniarte... a generosidad con los pobres... a cercanía con los que sufren... a gozo y alegría para mis tristezas... a...
Una palabra tuya... "Yo soy vuestra paz..." "Vuestra tristeza curo..." "No temáis, soy yo..."
¡Mi hermano cuerpo!
Una palabra tuya... y mi criado quedará curado.
No, no se nos pasa por alto que la eucaristía también es causa de salud física. ¡También debemos pedir al Señor que su Cuerpo sea medicina para nuestras enfermedades y, sobre todo, desde nuestro amor por ellos, identificados con Jesús, para los enfermos...!
Permitidme una palabra al respecto. En la Sagrada Escritura el milagro de curación no tiene categoría científica, ni ese es su intento, siquiera. El milagro es un signo de la acción salvadora de Dios. El fenómeno extraordinario por sí mismo no prueba nada. Incluso no tenemos dificultad en admitir que los fenómenos extraordinarios de otras épocas han sido luego probados como naturales. Su sentido depende de la fe. En tiempos de Jesús hasta sus acciones fueron tergiversadas y atribuidas al poder de Belcebú, príncipe de demonios...
¿Por qué Jesús no curó a todos? ¿Por qué no solucionó todo el problema del hambre? ¿Por qué...? ¿Por qué en nuestros encuentros son más los que no se curan que los que notan alivio y curación de sus males?
Los santos... siempre enfermos. Os hablé al comienzo de Marta Robín... nunca se curó. Es más. Tras de la comunión de cada martes comenzaba semanalmente su calvario de dolores, de sufrimientos internos... hasta desembocar en la crucifixión de cada viernes en que se le reproducían viva y dolorosamente los estigmas de la pasión... Y murió enferma.
Dios tiene dos formas distintas de socorrer y mostrar su poder: o bien quitando el mal, o bien dando la fuerza para sobrellevarlo y hasta para entenderlo de un modo nuevo, libre y, a veces, gozoso. Un enfermo creyente, tiene como horizonte la Pascua.
Recordad que ante el aviso de las hermanas de Betania - Lázaro, tu amigo, está enfermo - Jesús no acude y hasta permite que muera. Jesús ve más lejos que Marta y María. Así ocurre, me parece, con nuestras intercesiones aparentemente inútiles por nuestros enfermos. A nosotros nos corresponde pedir... yo diría mejor: nos corresponde llevar por la oración a nuestros enfermos delante de Jesús, como los camilleros con aquel paralítico. Jesús vio lo que los demás no veían: que su mayor necesidad era el perdón de sus pecados...
Oremos muchos por los enfermos... se curen o no se curen. Seamos atrevidos, importunos pidiendo por ellos, aunque nosotros ya seamos suficientemente maduros como para aceptar nuestra enfermedad gozosamente. Cuando se trata de los demás, pidamos e insistamos. Cuentan de un monje de la antigüedad que pidió por un hermano enfermo de esta atrevida forma: Señor, cura a este hermano, tanto si es tu voluntad como si no.
Nosotros vamos a presentar con todo nuestro cariño ante Jesús a nuestros enfermos, haciendo nuestras las expresiones con que sus contemporáneos le pedían por sus enfermos. Son frases que denotan sobre todo confianza, como si dijeran: A nosotros nos corresponde pedir. A ti, Señor, te corresponde concedernos lo que según tú, sea mejor.
Señor, el que tú amas, está enfermo...
Señor, si quieres, puedes curarle...
Señor, di una Palabra y quedará sano...
P. Manolo Tercero ("Nuevo Pentecostés", nº 71
* Una palabra tuya bastará para sanarme
* La mujer que le recibió en su casa.
Permitidme que comparta con vosotros el hermoso descubrimientos que he tenido en esta última temporada de mi vida.
En cuaresma cayó en mis manos el retrato espiritual de Marta Robin, escrito por el académico francés Jean Guitton, amigo personal de Pablo VI y el único laico católico presente en el concilio Vaticano II por deseo y autorización del Papa.
Marta Robin nació en 1902, en la aldea francesa de Dröme y murió en 1981 en su misma casa paterna de la que nunca había salido.
Durante treinta años, esta sencilla y humilde campesina no tomó ningún alimento ni ninguna bebida. Y durante ese tiempo sufrió cada viernes los dolores de la Pasión del Señor, cuyos estigmas o llagas también tenía. Todo ello no le impidió fundar más de sesenta Hogares de la Caridad.
Miles de visitantes pasaron por la casa de Marta. En su pequeña y oscura habitación- no podía resistir la más mínima claridad y no podía estar más que incorporada en la cama, debido a su rara enfermedad- recibía, escuchaba, rezaba y aconsejaba con pequeñas frases a obispos, médicos, o científicos y sencillos campesinos o amas de casa... Evocando a la otra Marta evangélica que hospedó al Señor, Marta fue una mujer que pasó su vida recibiendo en su casa.
Si os comparto este hallazgo y lo traigo con motivo de nuestro tema, Eucaristía y Sanación, es porque de entre las personas que Marta Robín recibía a diario en su casa, cada tarde de los martes recibía a Jesús en la comunión que su párroco le administraba.
Jean Guittón le dijo en una ocasión:
- Permíteme hacerte una pregunta indiscreta. Querría saber qué sientes el martes cuando te dan la comunión, que es tu único alimento, tu sola bebida.
- Es cierto, responde Marta. Yo no me alimento más que de eso. Se me humedece la boca, pero no puedo tragar. La hostia pasa a mí, yo no sé cómo. Ella me produce entonces un efecto que me es imposible describir. Esto no es una comida ordinaria, es una cosa diferente. Es una vida nueva que penetra en mis huesos. ¿Cómo decirlo? Me parece que Jesús está en todo mi cuerpo... como si yo resucitara... Después no hago pie; estoy desligada del cuerpo, libre con relación al cuerpo.
El 16 de Agosto de 1946 dijo: Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y de la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos.
Bloquean sus efectos... Hermanos, estas palabras resuenan en mi mente, muchísimos días cuando celebro la misa y distribuyo la comunión. ¡Es Jesús mismo quien viene! ¡Es a Jesús mismo a quien recibimos... pero no le damos tiempo para que haga sus efectos, su sanación, su santificación, su obra en nosotros!.
Hoy tenemos tiempo. Hoy podemos recibir sus efectos. Por el amor de Dios, recibid hoy en vuestra casa a Jesús.
Sugiero una breve oración: perdón por ser tan maleducados... tan faltos de atención... vienes, pero lo siento, ya me iba...
Y un acto de fe: Jesús, hoy quiero recibirte en mi casa... estoy llamando, si alguno me abre, entraré y cenaremos juntos... Te abro, Jesús, quédate conmigo, en mi casa, que es tuya... Gracias por venir... ¡sin avisar!. Eso demuestra el cariño y la confianza que tienes conmigo.
No soy digno de que entres en mi casa
Todos los días nosotros nos mostramos con Jesús casi más santos que las "martas" que le recibieron en sus casas. Nosotros, aparentemente al menos, le decimos que no somos dignos de que entre en nuestra casa... cuando el sacerdote nos lo muestra en el pan convertido en su cuerpo.
Esa antigua oración que la Iglesia pone a disposición de los creyentes en su liturgia eucarística, sabemos muy bien de dónde procede.
Tanto el evangelista San Mateo como San Lucas nos cuentan el episodio de un centurión romano - un pagano, por tanto- que tenía un criado muy enfermo y al que estimaba mucho e intercedió ante Jesús por su curación. Ante la intención de Jesús de ir a su domicilio para curarle, el centurión exclamó:
Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano.
Más explícito todavía San Lucas, nos cuenta que el centurión envió ancianos de los judíos como embajadores y, al saber que Jesús estaba cerca de su casa, envió unos amigos para que le dijeran:
Señor, no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya, para que mi criado quede curado.
Y antes de que conozcamos si la petición ha sido acogida por Jesús y, por tanto, la curación del criado dará feliz final al episodio, ambos evangelistas nos cuentan ampliamente la satisfacción y alegría que producen en el Señor las palabras y actitud de fe y de humildad del centurión hasta decir que en Israel no ha encontrado una fe tan grande.
Podríamos decir que la Iglesia ha recogido en el rito de la comunión, poniendo en nuestros labios las palabras del centurión, dos elementos que configuran todo encuentro sacramental:
- la fe del sujeto que glorifica al Señor y que tanto le agrada;
- el efecto sacramental que produce en quien lo recibe. En este caso, siguiendo el episodio evangélico, la sanación o curación en sentido amplio: física, espiritual, moral, síquica... que siempre ha puesto de relieve la reflexión teológica sobre la eucaristía, fuente de salud, viático de enfermos, pan de los fuertes, remedio de males, fuerza de débiles, perdón de los pecadores...
Pensemos, por un momento, en la maravillosa oportunidad que diariamente se nos presenta, de reproducir al vivo, no sólo como recuerdo, la escena del centurión de Cafarnaún, si somos capaces también de reproducir en nosotros los sentimientos de fe y humildad de aquel hombre que hizo tan feliz a Jesús.
Aquí, una nueva invitación a mirar nuestras comuniones... su preparación... el acercamiento... la actitud interna y su manifestación externa... ¿Qué significado le doy al amén que pronuncio? Amén. Sí, creo firmemente que es el Cuerpo de mi Señor glorioso. Una sola palabra y quedaré sano... ¿qué no ocurrirá si viene y entra Él mismo?
Mi enfermedad: la increencia
Eucaristía y sanación, eucaristía y fe. Después de la consagración, el sacerdote exclama solemnemente: ¡Este es el sacramento de nuestra fe!.
Muchos días, cuando me revisto con los ornamentos en la sacristía, le pido al Señor que me conceda, por lo menos, la fe suficiente para poder celebrar los sagrados misterios. Ante el misterio de la eucaristía, siempre reconozco mi escasísima fe y la necesidad de refugiarme en la fe de la Iglesia.
Me parece que ésta es la primera enfermedad que Jesús debe detectar cuando entra en nuestra casa: ¡la increencia!.
En el discurso del Pan de vida del cap. 6 de San Juan, asistimos a un forcejeo dramático entre la pretensión de Jesús mostrándose Pan de vida y la incredulidad de los judíos que, una y otra vez, se preguntan cómo... ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?
Yo me veo muchas veces así. Me admiro de la dureza, de la pereza, de la resistencia de mi corazón a la fe, a la presencia de Jesús en la eucaristía, y comprendo perfectamente la preocupación de Jesús: mi incredulidad es enfermedad que me lleva a la muerte; mi vida cristiana tiene más de muerte que de vida.
Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida... El que come mi carne vive en mí y yo en él... El que coma de este pan vivirá para siempre...
¡Vivir! ¡Vivir es lo que importa! ¡Cuánta vida nos perdemos por no creer! ¡Por no creer! Todo eso que vemos y que nos escandaliza, pero que nosotros mismos hemos propiciado de desatención al sacramento de la fe... no tiene más que una causa: la incredulidad del corazón.
Símbolo de... como si... ¡Todo menos atrevernos con la fe!
Podríamos escuchar cada uno la terrible y tristísima pregunta de Jesús a los Doce:
- ¿También vosotros queréis marcharos?
- Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Queremos vivir, queremos vida abundante... queremos una vida que no se acaba... queremos que el Pan que viene de arriba y da vida al mundo, nos quite el miedo a la muerte que tú has vencido. Queremos ser sanados, liberados del miedo al más allá porque tu presencia eucarística es viático, salvoconducto para la eternidad. Que tú te has metido en el tiempo y ya nos haces eternos. Que quien te recibe en fe se hace inmortal. Que somos habitados por la vida. Que ya hemos vencido a la muerte. Jesús, líbranos del miedo: ¡Que yo no voy a morir para siempre! Llénanos de fe.
Mi enfermedad: el odio.
Tal vez sea de la eucaristía de la que se hayan escrito las más bellas páginas de teólogos y poetas cristianos, siempre incidiendo sobre el mismo tema: la eucaristía es el misterio del amor. Y es que el preámbulo histórico de la institución eucarística es recordado en la tradición evangélica con frases tan rotundas como éstas:
Jesús... que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin. Estaban cenando... (Jn 13, 2ss)
¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir! (Lc 22, 15)
Os confieso, hermanos, que más de una vez he sentido un estremecimiento al comenzar la celebración de la Misa, recordando estas palabras: Manolo, ¡cuánto he deseado comer contigo esta cena de pascua...! Y lo he sentido, sobre todo en días en que mi pecado de desamor era más fuerte que mi confianza en el Dios que siempre me ama...
¡El desamor, hermanos! ¡Qué terrible enfermedad! Dicen que la enfermedad más extendida en toda la humanidad es la caries dental... de puro común, nadie piensa que es una enfermedad. Tengo la impresión de que con la falta de amor nos pasa lo mismo. Es tan común, tan lógico, tan razonable no amar, amar poco, quedarnos siempre cortos... que ya no nos parece pecado grave. Sin embargo, es lo fundamental en nuestra fe. Sin amor, nada somos.
La falta de amor tiene manifestaciones inagotables: indiferencia, acepción de personas, favoritismos, antipatías, fobias, envidias, odios, ausencia de perdón y misericordia, egocentrismo, crítica, maledicencias, prejuicios, sospechas infundadas, difamación, calumnias, juicios temerarios... ¡Todo un diccionario y no precisamente de sinónimos, sino de auténticas manifestaciones todas ellas distintas y precisas de una enfermedad original: el desamor!.
¿Quién no ha sentido alguna vez una fuerza interior a permanecer quieto en su sitio en el momento de la comunión recordando la palabra certera y clara de Jesús: Si cuando vas a presentar tu ofrenda... te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti... deja allí mismo tu ofrenda...?
En la liturgia eucarística de los primeros siglos, al llegar este momento, el diácono gritaba con voz fuerte: ¡Quien sea santo, que se acerque. Quién no lo sea, que se convierta!. Que eran la traducción de otras palabras, no menos serias del mismo Jesús: No deis las cosas santas a los perros ni las perlas a los cerdos...
Y sabemos que somos santos e irreprochables ante Dios por el amor.
Pero no quisiera meter en vuestras conciencias un nuevo motivo de escrúpulo que os impidiera acercaros precisamente a la fuente del amor verdadero. No. Pero quisiera que ante Jesús cayerais en la cuenta de la responsabilidad que tenemos de crecer en el amor cada vez que comulgamos. No sé exactamente dónde he leído que un sacerdote solía dar este consejo a quienes le preguntaban sobre la frecuencia con que debían comulgar: Cada vez que notes que has crecido en el amor...
Con alguna frecuencia me he encontrado con personas, verdaderamente enfermas de odio, de falta de perdón... hasta con repercusión síquica en forma de depresión y física con manifestaciones sobre todo de irregularidades cardíacas... A veces les insisto que pidan con fe a Jesús, sobre todo en la comunión, que les sane el corazón del odio... pero no parecen entender. ¡Sólo quieren arreglar los síntomas, pero no el foco de la infección!
¡Cuántas veces también me encuentro con grupos de oración intensamente dañados con historias interminables de agravios y desagravios! Intentando cientos de veces inútiles arreglos que duran lo que un silbido, pero que vuelven a la desunión, a la crítica, a la murmuración - ¡veneno mortal de las comunidades!-, porque nadie reconoce que el mal está en su corazón inmisericorde, duro, que no quiere ceder, ni olvidar... Y piden que predique, que les dé un retiro, que les arregle... cuando percibes con toda claridad que mientras no se caiga de rodillas, rendidos ante el sacramento de quien tanto nos ha amado... no habrá ninguna solución...
No terminaríamos el tema. San Pablo escribía a los Corintios una carta furibunda en relación con las desigualdades y los individualismos cuando celebraban la Cena del Señor... ¡Ya no es la cena del Señor lo que celebráis! Llega a decirles... Y termina: Y por eso hay entre vosotros tantos enfermos y tantos que se mueren... porque no os dais cuenta de que es el Cuerpo del Señor lo que coméis...
Comuniones individualistas... sin sentido de comunidad...
Comuniones que refuerzan la autoimagen del fariseo, seguro de sí mismo, para despreciar a los demás.
Santísimo cuerpo y sangre del Señor que toca mi lengua... con la que después maldigo del hermano...
¡Cuerpo de Cristo, sáname, sálvame de la enfermedad del odio que lleva a la muerte!
Que contiene en sí todo deleite.
El libro de la Sabiduría dice del maná, que su sabor se adaptaba al gusto de cada uno... De ahí tomó la iglesia un versículo que se hizo muy popular en las exposiciones eucarísticas:
Les diste pan del cielo, que contiene en sí todo deleite.
Hemos hablado de la necesidad de sanación que tenemos en nuestra vida teologal:
- increencia, desesperanza de la vida eterna y odio.
Se me ocurre que cada comunión debería ser también alimento sabroso de aquello que más nos gusta y que más deseamos...
Que esta comunión, Jesús, me sepa a oración... a pureza... a valentía para testimoniarte... a generosidad con los pobres... a cercanía con los que sufren... a gozo y alegría para mis tristezas... a...
Una palabra tuya... "Yo soy vuestra paz..." "Vuestra tristeza curo..." "No temáis, soy yo..."
¡Mi hermano cuerpo!
Una palabra tuya... y mi criado quedará curado.
No, no se nos pasa por alto que la eucaristía también es causa de salud física. ¡También debemos pedir al Señor que su Cuerpo sea medicina para nuestras enfermedades y, sobre todo, desde nuestro amor por ellos, identificados con Jesús, para los enfermos...!
Permitidme una palabra al respecto. En la Sagrada Escritura el milagro de curación no tiene categoría científica, ni ese es su intento, siquiera. El milagro es un signo de la acción salvadora de Dios. El fenómeno extraordinario por sí mismo no prueba nada. Incluso no tenemos dificultad en admitir que los fenómenos extraordinarios de otras épocas han sido luego probados como naturales. Su sentido depende de la fe. En tiempos de Jesús hasta sus acciones fueron tergiversadas y atribuidas al poder de Belcebú, príncipe de demonios...
¿Por qué Jesús no curó a todos? ¿Por qué no solucionó todo el problema del hambre? ¿Por qué...? ¿Por qué en nuestros encuentros son más los que no se curan que los que notan alivio y curación de sus males?
Los santos... siempre enfermos. Os hablé al comienzo de Marta Robín... nunca se curó. Es más. Tras de la comunión de cada martes comenzaba semanalmente su calvario de dolores, de sufrimientos internos... hasta desembocar en la crucifixión de cada viernes en que se le reproducían viva y dolorosamente los estigmas de la pasión... Y murió enferma.
Dios tiene dos formas distintas de socorrer y mostrar su poder: o bien quitando el mal, o bien dando la fuerza para sobrellevarlo y hasta para entenderlo de un modo nuevo, libre y, a veces, gozoso. Un enfermo creyente, tiene como horizonte la Pascua.
Recordad que ante el aviso de las hermanas de Betania - Lázaro, tu amigo, está enfermo - Jesús no acude y hasta permite que muera. Jesús ve más lejos que Marta y María. Así ocurre, me parece, con nuestras intercesiones aparentemente inútiles por nuestros enfermos. A nosotros nos corresponde pedir... yo diría mejor: nos corresponde llevar por la oración a nuestros enfermos delante de Jesús, como los camilleros con aquel paralítico. Jesús vio lo que los demás no veían: que su mayor necesidad era el perdón de sus pecados...
Oremos muchos por los enfermos... se curen o no se curen. Seamos atrevidos, importunos pidiendo por ellos, aunque nosotros ya seamos suficientemente maduros como para aceptar nuestra enfermedad gozosamente. Cuando se trata de los demás, pidamos e insistamos. Cuentan de un monje de la antigüedad que pidió por un hermano enfermo de esta atrevida forma: Señor, cura a este hermano, tanto si es tu voluntad como si no.
Nosotros vamos a presentar con todo nuestro cariño ante Jesús a nuestros enfermos, haciendo nuestras las expresiones con que sus contemporáneos le pedían por sus enfermos. Son frases que denotan sobre todo confianza, como si dijeran: A nosotros nos corresponde pedir. A ti, Señor, te corresponde concedernos lo que según tú, sea mejor.
Señor, el que tú amas, está enfermo...
Señor, si quieres, puedes curarle...
Señor, di una Palabra y quedará sano...
P. Manolo Tercero ("Nuevo Pentecostés", nº 71